Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 28 de noviembre de 2015

El bosque del odio. Romain Gary

En Europa tenemos las catedrales más viejas, las universidades más viejas y más célebres, las librerías más grandes, y es aquí donde se recibe la mejor educación. Dicen que la gente viene de todos los rincones del mundo para instruirse. Pero al final, lo único que esa famosa educación europea te enseña es a encontrar el valor y las razones adecuadas, válidas, limpias, para matar a un hombre que no te ha hecho nada, y que está sentado ahí, en el hielo, con sus patines, la cabeza gacha, esperando. 

Un muchacho inocente y puro, un bosque donde esconderse de extrañas bestias con forma humana, los edificios semiderruidos por la guerra y los palacios convertidos en cárceles, las mujeres violadas y las mujeres que intentan no sentir nada, seguir adelante y sobrevivir a la barbarie, la música como recuerdo de una belleza pasada, de un mundo armónico, la muerte en las calles y entre los árboles, un forajido de leyenda, los partisanos y soldados alemanes que una vez fueron zapateros, granjeros o inventores de juguetes musicales y que ahora deben concentrarse para recordar la vida antes de la guerra, el bosque nevado y helado que todo lo unifica, y en el invierno, en la guerra, un estudiante que escribe pequeños cuentos sobre muertos y un mundo y hermanado mejor tras la destrucción. 

El bosque del odio contiene elementos de los viejos cuentos infantiles, los bosques, las bestias, la muerte acechante, la búsqueda de una salida y una verdad última. Salvo que en la novela de Garay las bestias se confunden, el bosque es, a la vez, encierro y salvación, las lágrimas no reviven a los muertos y la belleza se convierte en amargura. Janek apenas tiene catorce años, lee libros del salvaje oeste, se cree un piel roja, tiene un pequeño refugio en el bosque y ve partir a su padre. Fuera del refugio, el bosque que acoge a diferentes facciones de partisanos y, más allá, los pueblos que ha dejado atrás y en donde hay violaciones, ahorcamientos y lucha. Janek busca la compañía de los partisanos, se convierte en mensajero, aprende a luchar, a matar, encuentra el amor en una muchacha que usa su cuerpo para sacar información a los alemanes, se emociona con la música, ve el mundo dentro y fuera del bosque de otra manera, madura, y con la madurez, el dolor.

Miró el mundo helado a su alrededor, completamente inmóvil y que parecía condenado a permanecer inmutable, sin germinar, sin florecer, sin revivir, sin renacer hasta la noche de los tiempos; donde todo estaba condenado a permanecer como en el día del primer crimen, condenado a matar y a morir; donde el horizonte era un pasado que siempre volvía a comenzar; donde el futuro no era más que un arma nueva; donde el amor era polvo en los ojos; donde el odio oprimía los corazones como el hielo apresaba aquella barca con los remos separados como brazos impotentes; y la manita de Zosia en la suya no era más que un pedacito minúsculo y helado del frío universal. Ella le abrazó, se apretó contra él y se echó a llorar, también ella, no porque la afligiese alguna tristeza irremediable sobre el mundo, sino porque él parecía tan triste y tan perdido, y no sabía cómo ayudarle…

Gary huye del maniqueísmo, de buenos muy buenos y malos perversos, hay un bosque, y dentro del bosque, fieras (y cualquiera, con la mejor educación, se puede convertir en una). La muerte iguala a todos, los ojos de terror ante el último segundo, el recuerdo de una vida anterior en una fotografía, la música y la literatura como únicas formas de cordura dentro de la guerra. Janek llora al escuchar a un muchacho judío tocar el violín o a una mujer interpretar a Chopin al piano, y se emociona con los cuentos del estudiante y partisano Dobranski, unos cuentos que hablan de muertos y una esperanza tras la guerra (el mejor momento de la novela es uno de estos cuentos, una patrulla alemana perdida en la nieve rusa y cómo mueren una a uno entre visiones extrañas, ocho hombres que pierden la vida en un último aliento doloroso). 

El bosque del odio está poblado de refugios (el bosque en sí, los escondrijos bajo tierra, la música o la escritura, el amor, un lugar dentro de cada personaje en el que preservar la identidad y las ideas anteriores a la guerra, un lugar dentro que, a veces, es masacrado). Los personajes deambulan en un mundo de dolor y muerte, se acostumbran a una vida donde la tensión, la espera y la confrontación es continua, seres agazapados entre los árboles o que viven en pueblos ocupados y cuya capacidad de sorpresa ante lo que ven no disminuye. Gary construye las historias de El bosque del odio en capítulos cortos y sencillos, una mirada amplia que cruza al joven Janek y su paso a la madurez con el idealismo de Dobranski, los sacrificios de Zosia o la amistad con un soldado alemán que fabrica juguetes musicales. 

Romain Gary tiene un par de novelas excepcionales, Las raíces del cielo y La vida ante sí. El bosque del odio se queda a medio camino, una buena novela de iniciación y una reflexión sobre el ser humano y Europa que a veces cae en la sensiblería y bajones en su interés.







Por más que digan que la libertad, la dignidad, el honor de ser un hombre, todo eso, en fin, sólo es un camelo, un cuento de hadas por el que nos matamos unos a otros, la verdad es que hay momentos en la historia, momentos como los que estamos viviendo, en los que todo lo que impide al hombre desesperar, todo lo que le permite creer y seguir viviendo, necesita un escondite, un refugio. Ese refugio a veces sólo es una canción, un poema, una música un libro. Yo quisiera que mi libro fuera uno de esos refugios, y que al abrirlo, después de la guerra, cuando todo haya acabado, los hombres encuentren su bien intacto, que sepan que aunque nos obligaron a vivir como animales, no pudieron obligarnos a desesperar. La desesperación no es más que una falta de talento. 

***

Tomó el violín. De pie en medio del sótano maloliente, vestido con sucios harapos, el niño judío cuyos padres habían sido asesinados en un gueto restituyó el mundo y a los hombres, restituyó a Dios. Tocaba.
Su rostro ya no era feo, su cuerpo torpe ya no era ridículo, y en su pequeña mano el arco se había convertido en una varita mágica. Con la cabeza echada hacia atrás como hacen los triunfadores, los labios entreabiertos en una sonrisa victoriosa, tocaba. El mundo había salido del caos. Había tomado una forma armoniosa y pura. Primero murió el odio, y a los primeros acordes el hambre, el desprecio y la fealdad huyeron, como larvas oscuras que a la luz se ciegan y mueren. En todos los corazones vivía el calor del amor. Todas las manos estaban tendidas, todos los pechos eran fraternales. De vez en cuando el niño se detenía y dirigía a Janek una mirada triunfal. 

***

Ahora Janek tenía quince años. Cuando caminaba con los verdes por el bosque nevado, con una metralleta en la mano, o cuando cargaba sobre sus hombros, hacia algún puesto avanzado, cartuchos de dinamita escondidos entre un montón de leña, cuando miraba pensativamente la cápsula de cianuro que llevaba siempre escondida, como todos los partisanos, sentía que no le quedaba mucho que aprender y que pese a su tierna edad era un hombre instruido. Esperaba con ansia la ocasión de demostrar que había aprendido la lección y que era como cualquiera de aquello con los que compartía vida y peligros, pero que a veces seguían tratándole con cierta superioridad, como si aún fuera un niño. Y el pulso de la libertad, ese latido subterráneo y secreto que se extendía, cada vez más intenso, cada vez más perceptible, por todos los rincones de Europa, y cuyos ecos llegaban hasta aquel bosque perdido, le hacía soñar con hazañas heroicas, proezas viriles que harían que el partisano Nadejda se sintiera orgulloso de su más joven recluta. 
Romain Gary. El bosque del odio. Traducción de Ignacio Vidal-Folch. Galaxia Gutenberg.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Una casa de tierra. Woody Guthrie

La tierra rojiza y las tormentas de arena, las casas de madera que crujen y parecen hundirse en la tierra y el polvo, la mirada de un anciano como pasado y el futuro una casa de tierra y un nacimiento en mitad de una tormenta azul, las esperanzas, sueños, ideas, frustraciones y anhelos de una pareja que se pregunta cómo salir adelante y prosperar entre la arenisca y las privaciones, los planos para construir una casa de tierra que combata tormentas, polvo, sol e inviernos, las conversaciones y el sexo, palabras y sombras y abrazos y un cuerpo que acoge a otro mientras se habla de dudas, deseo, miedo y rabia.

Wooy Guthrie escribe una canción y un poema, una epopeya y una historia íntima, una denuncia y el amor y la pasión de Tike y Ella May, una pareja de aparceros en una tierra dura, su mirada intensa, excesiva por momentos, una escritura que mezcla la rabia y la furia con la delicadeza de una balada, que habla de sueños e injusticias, de sudor y propiedad y un país que deambula por la cuerda floja si desoye a la gente humilde. Tike busca a Ella May en mitad de su jornada, hacen el amor, primero de forma suave y queda, luego el deseo desinhibido, y entre la búsqueda de su desnudez, del placer último, las palabras centradas en la dureza de su vida y la injusticia de su situación, pobres aparceros en una granja que no es suya y a los que sólo les queda el sueño de un palmo de terreno donde construir una casa de tierra en la que sentirse a salvo de los elementos y la miseria.


—Tike.
—¿Sí?
—Abrázame. Mmm. Así. Así. Sé mi manta. Oooh. Así está bien. Una manta tan calentita y buena. Seguro que eres la mejor manta que he tenido en mi vida. Abrázame fuerte, fuerte. Y mucho rato, mucho rato. Lo que quiero es estar aquí tumbada y pensar. Y pensar. Y luego pensar más. —Abrió las piernas y desplegó las rodillas mientras Tike se movía y se tendía sobre ella; luego Ella May cerró las piernas alrededor de las caderas de Tike y los brazos alrededor de su cuello—. Cuando me chupas los pezones, Tikey, y me los empapas con tu saliva, y tu aliento sopla sobre ellos, entonces..., entonces..., no sé, se ponen muy fríos y duelen... De esta manera da más calor. Es mejor así.
—¿Quieres estar aquí tumbada y pensar, Dama? ¿En qué?
Tike movía las caderas y el pene contra el vello de entre las piernas de Ella May.
—En todo. —Le besó la oreja, y luego dejó caer la cabeza hacia atrás y fue recorriendo con los ojos el establo entero—. En todo este mundo grande y tan lleno de momentos difíciles, tan lleno de problemas, tan lleno de diversión y rodeado de una pequeña cerca roja.
—Me gustaría que pensaras en algo para que pudiéramos conseguir una buena tierra de labranza, con una casa de adobe en ella y un gran cercado también de adobe rodeándola.
—Sólo hay una manera de hacerlo. Y es seguir trabajando y peleando y peleando, y trabajar y ahorrar y ahorrar y seguir peleando —dijo Ella May.
—¿Pelear contra quién? —preguntó Tike.
—No lo sé. No estoy segura de saberlo. Pero creo que sobre todo contra esos terratenientes —dijo Ella May.


El paisaje envuelve a los personajes, vibra y arremete con fuerza contra ellos, las tormentas de polvo y arena, el viento que hace temblar casas y huesos, el frío azul del invierno, un paisaje que encierra a los personajes y, a la vez, les da un sentido, una identidad y un lugar, una forma de mirar y afrontar el mundo, algo por lo que luchar y mantenerse en pie. Una casa de tierra es el sonido del viento en la noche y el crujido de las casas de madera, el horizonte una frontera y la tierra como huella de todas las vidas que nos precedieron.


Y a un puñado de la gente que vive en los alrededores quiero enseñarle que hay una forma de salir de esta situación horrible, que es posible construirse una casa mejor, sin tener que levantar el campo y escapar corriendo por la carretera. Yo nunca me iré por esa carretera que no lleva a ninguna parte. Puedo estar ahí fuera en este patio, un día claro, y ver el sitio donde nací, ver el sitio donde nació Tike, ver el sitio donde nació toda nuestra gente. Y creo que perdería el juicio por completo si tuviera que despertar cada mañana en un sitio diferente, lejos, un lugar en el que al levantarme y mirar fuera no viese todos esos sitios de nuestro nacimiento. No sé cómo va a ser, trabajo o lucha, o congelación o incendio, o qué, pero sé una cosa: que estoy aquí para quedarme.


Hay algo de Steinbeck en la novela de Guthrie, la mirada centrada en los aparceros y sus duras condiciones de vida, las tormentas y los bancos contra los que luchar, la supervivencia en un puñado de terreno. Tike y Ella May, tienen algo más de treinta años sueñan con casas de tierra y no depender de nadie, Tike enfebrecido por el sexo, Ella May embarazada y a punto de dar a luz y que ve imágenes extrañas y apariciones que le hablan en miedo de una tormenta azul, ambos miran a través de la ventana y sienten que, en esa tierra, ellos tienen una identidad y una lucha.

Una casa de tierra tiene páginas febriles y vertiginosas (al hablar de la pobreza de granjeros y aparceros, de la situación económica y política), y páginas tediosas donde la acción se detiene y las acciones parecen no tener sentido (un baile frenético, conversaciones intranscendentes). La escritura de Guthrie es una montaña rusa, y es en los momentos de vértigo donde Guthrie se desata y es pasional, desmañado y profundo donde se encuentra lo mejor de Una casa de tierra.







Y Ella May sabía desde mucho tiempo atrás qué era lo que Tike Hamlin tenía en la cabeza siempre que su boca y su nariz emitían aquel sonido nervioso. Estaba furioso. Dolorido. Estaba harto y asqueado de todo aquello. Tike Hamlin era un luchador, y ella sabía que aquel bufido significaba que estaba lo bastante enojado, lo bastante furioso y lo bastante nervioso para presentar batalla. A Ella May le bullía el cerebro mientras pensaba:
«Pero... ¿batalla contra qué? ¿Contra quién? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Contra el viento, contra la lluvia? ¿Batalla contra la luna y las estrellas? ¿Debía rasgarse las vestiduras y luchar contra las estaciones y las nubes? ¿Luchar contra el viento y luchar contra el polvo porque han llegado en un mal momento, porque nunca llegan en un buen momento? ¿Luchar contra la Ruta Sesenta y seis de allá a lo lejos porque corría en direcciones equivocadas? ¿Luchar contra todo el mundo en la escuela Star Route? ¿Luchar contra todos los vecinos de los alrededores? ¿Luchar contra los cerdos y los perros, contra las gallinas porque no paraban de andar de un lado a otro debajo de la casa? ¿Luchar contra los gallos por perseguir a las gallinas? ¿Luchar contra el viejo verraco porque perseguía y hostigaba y mordía a los lechones? ¿Luchar contra la pava porque volaba demasiado alto y se posaba en la plataforma del molino de viento y se ponía a graznar como una idiota hasta casi volver loco a todo el mundo en la granja? ¿Luchar contra qué? ¿Contra quién? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Luchar contra la gente que venía hasta la puerta a cobrar todo tipo de deudas estúpidas? ¿Luchar contra el capitolio del estado, el ayuntamiento, los retretes públicos? ¿Contra qué?» Era todo eso. Era más que eso. Era algo tan grande que era muy difícil de expresar con palabras, y era algo que se mezclaba y se enredaba en cada pequeño trabajo que sus dedos hacían, en cada pequeño paso que sus pies tenían que dar, algo que era un dolor lacerante en cada tarea y labor de la granja, algo, algo..., era algo tan pequeño, tan pequeño que estaba en todo aquello en lo que ellos se empeñaban. Y, como Tike estaba lleno de tales sentimientos, Ella May casi sonrió al oírle resoplar unas cuantas veces más. Levantó la cara hacia el techo al pasarse el vestido por la cabeza, y lo dejó sobre el respaldo de una silla de mimbre. Sintió en la nariz la quemazón, la pequeña quemazón, aquella lejana, oscura y distante quemazón que el polvo de la casa siempre le causaba. Aspiró profundamente. Sintió que las lágrimas le aguaban el lápiz de ojos. Trató de secárselas para ocultárselas a Tike, que estaba tendido en la cama, pero las puntas de los dedos le mancharon de sombra de ojos las mejillas, lo cual le hacía parecer de mejillas hundidas y le daba un aire enjuto, tétrico, como de calavera seca y lívido al atardecer.

***

El golpear del viento contra el establo hueco retumbaba con fuerza en sus oídos. Alzaron la voz para seguir hablando. El ruido de las cosas moviéndose al viento les llegaba a los oídos como un batir de alas. Tallos secos de grano, higuera, plantas rodadoras, arbustos con pinchos resonaban al rebotar contra las tablas, al desprenderse de su sitio y llegar volando, brincando, silbando y cruzando el establo de un extremo a otro. El mundo se movía en torno a ellos. Todo el frente de la naturaleza se movía sigilosamente, se arrastraba, vibraba, se agitaba, esperaba su oportunidad y finalmente pasaba aullando sobre las raíces de hierba.
Los pastos, los tallos tiesos de las malas hierbas, los arbustos, la maleza de las llanuras seguían en su sitio y conservaban su base, pero parecían cantar y tararear y gritar de alguna forma, mientras que otros elementos más sueltos como el papel, las hojas de hierba, el lodo y la paja se alzaban de la tierra y se iban con el aire. Y para Tike y Ella May, nacidos en el lugar, gente que vivía y trabajaba, que se alimentaba y se criaba, que se amaba y se casaba allí mismo, en aquellas llanuras, para ellos, en su interior, en su corazón, aquélla era una estación penosa, una estación vieja y seca, una estación de separación, una estación en la que todas las cosas de las llanuras, las ramitas, las hierbas, el heno, las flores, los tallos y las cáscaras, las cosas que crecían de la tierra, se iban sin lanzar ni un último grito, y eran arrastradas hasta alguna parte donde acababan quebrándose, y desmenuzándose más y más. Y la tristeza en las altas nubes oscuras y la tristeza en los mordientes vientos bajos ya era suficiente aflicción y tristeza sin necesidad de empeorarlas fustigándose el uno al otro con chanzas hirientes.

***

Era la belleza vasta e imperecedera, la atracción dinámica y eterna, el señuelo, el cebo, el tirón magnético lo que, sumado a su parentesco de sangre y su vivificante amor por los inmensos espacios abiertos, y a los lazos que desde la cuna les unían a la tierra y les movían a venerarla, hacían que no sólo Ella May y Tike Hamlin sino centenares de miles y millones y millones de otras gentes parecidas a ellos diseminaran sus semillas, sus palabras y sus amores en aquella tierra tan pródigamente.
Y entre aquellos millones de gentes duras e inflexibles, en aquella totalidad de seres, no había otra pareja exactamente igual a Tike y Ella May. Ninguno de los demás millones de rostros era como el de Tike, y ninguna de las demás voces era como la de Ella May. Y aunque había millones de estas pequeñas casuchas torcidas, comidas por las termitas, que se pudrían y se emponzoñaban a su alrededor, aun así ninguna de ellas se inclinaba, se alabeaba, se pandeaba, se bamboleaba ni oscilaba por las mismas partes que la suya, ni los agujeros, las grietas, las hendiduras, las rajas, las fallas, los boquetes, las aberturas y rendijas no se hallaban exactamente en los mismos lugares.
Woody Guthrie. Una casa de tierra. Traducción de Jesús Zulaika. Editorial Anagrama.

sábado, 21 de noviembre de 2015

inicio de Una casa de tierra. Woody Guthrie


El viento de las llanuras altas entonó un cántico agudo y solitario a través de las hojas de las juncias secas. Había cosas sueltas que se movían en el aire, pero el polvo se hallaba suspendido en él muy cerca de la tierra.
Era ya de día. El cielo estaba azul. Unos cuantos nubarrones hinchados y de aspecto blanquecino arrastraban su sombra como sábanas oscuras por la tierra llana de Cap Rock. Cap Rock es ese despeñadero tortuoso de piedra caliza, roca de arena, mármol y sílex que divide las llanuras del oeste bajo de Texas de las llanuras del norte alto del panhandle. Los cañones, los lechos secos de los ríos, los arroyos arenosos, las zanjas, las barrancas que con el despeñadero de Cap Rock forman el cementerio de las civilizaciones indias del pasado, los campos de pruebas de hordas de murciélagos de alas de cuero, campos resecos llenos de huesos y dientes de tamaño monstruoso, campos donde posarse, y anidar, y donde cría la gran águila parda de cabeza pelada. Guaridas de serpientes de cascabel, lagartos, escorpiones, arañas, liebres, conejos de cola de algodón, hormigas, mariposas cornudas, lagartos cornudos y vientos y estaciones lacerantes. Todo ello nacido del despeñadero de Cap Rock y rebosante de vida y movimiento en unión de todo lo demás, y de los esqueletos momificados de pobladores primitivos de todos los colores. Un mundo próximo al sol, más próximo al viento, los nubarrones, las riadas, los barros espesos, las cosas polvorientas y secas que pierden pie en este mundo y hacen volar y rodar alambradas como si fueran plantas rodadoras, y dan su último brinco terrenal allá en el viento del norte, en las planicies altas del norte, que descienden hasta las llanuras algodonosas —más arenosas— que empiezan a formarse al oeste de Clarendon.
Un mundo de grandes casas de piedra de doce habitaciones, casas de madera de diez habitaciones, y un mundo de casuchas. Hay más casuchas pandeadas y podridas que bonitas casas de madera, y todas las casuchas miran a las casas más grandes y las maldicen, les gritan, les aúllan y les hacen preguntas sobre la podredumbre, la suciedad, el dolor, la miseria, la decadencia de la tierra y de las familias. Estallan todo tipo de peleas entre las casas más pequeñas, entre las casuchas y las casas más grandes. Y esto es válido también en la ciudad, donde las casas están pegadas unas a otras, y para las tierras de las granjas y los ranchos donde el viento sopla alto, ancho, airoso, y las casas están muy separadas unas de otras. El viento azota todo este escenario. Y la gente trabaja duro cuando sopla el viento —e incluso batalla con más fuerza cuando el viento sopla—, y éste es el seno del cañón, el lecho emblemático, el camastro plano tendido en la tierra donde el propio viento tuvo su nacimiento.
Las tierras rocosas que rodean el despeñadero de Cap Rock se hallan en su mayoría alisadas por las cosas suicidas que las azotan. El propio despeñadero y los cañones que van a dar a él son bancos de arcilla y estratos de arena, depósitos de grava y rocas de sílex, de arenisca, mezclas volcánicas de lavas secas, y en algunos lugares el despeñadero exhibe una peluca de hermosas juncias que atraen a algún búfalo, antílope o res que se ha alejado de los pastos, y que luego se desliza bajo las patas y envía más carne y sangre a las moscas y los buitres, más comida caliente despeñadero abajo a los colmillos blancos de los coyotes, los lobos, las zarigüeyas, los mapaches y las mofetas.
El viejo abuelo Hamlin horadó un hueco en la tierra para que su mujer estuviera a salvo de las inclemencias del tiempo y de los hombres. Lo abrió como a un kilómetro del borde del despeñadero de Cap Rock. Amaba a Della tanto como amaba a su tierra. Criaron a cinco de sus hijos e hijas en aquel recinto subterráneo. Y levantaron una casa amarilla de seis habitaciones a unos metros de él. Vinieron cuatro hijos más a aquella casa amarilla de seis habitaciones, y él llevó a todos sus hijos varias veces por el borde del despeñadero abajo, mientras apuntaba hacia el cielo y les decía: «Esas dos viejas águilas que vuelan en círculo allá a lo lejos, estaban ahí volando en círculo la mañana en que empecé a cavar el refugio, y pase lo que pase, hijos míos, y os suceda lo que os suceda, no os apresuréis, no os preocupéis en absoluto, porque esas mismas águilas nos verán llegar y nos verán partir a todos nosotros.»
Y la abuela Della Hamlin les dijo: «Haceos con un trozo de tierra. Un trozo de tierra como ésta. Y pelead. Pelead para conservarla como conservamos ésta. La madera se pudre. La madera se descompone. Éste no es un país para aferrarte a nada que sea de madera. Éste no es un país de árboles. Ni siquiera es un país para arbustos, ni para matorrales. En esta franja de tierra no puedes pelear demasiado para conservar lo que está hecho de madera, porque el viento y el sol y la intemperie hacen estragos en la madera. No puedes luchar en condiciones a menos que tengas los dos pies en la tierra y aquello por lo que luches esté hecho de tierra.» Y de vuelta hacia casa por el camino que bordea Cap Rock, les decía: «Lo que más me ha preocupado siempre es que construimos una casa de madera y no de tierra. Nuestro viejo refugio es de tierra y ha sobrevivido a cien casas de madera.»
Los hijos, uno tras otro, fueron casándose y dejando la casa paterna. Desde el porche delantero de su vieja casa la abuela y el abuelo Hamlin podían ver las siete casas de sus hijos e hijas. Dos habían dejado las llanuras. Un hijo se fue a California a cultivar nueces. Una hija se fue a vivir a Joplin con un minero del zinc y del plomo. Balanceándose en su mecedora del porche, Della decía: «Me duele en el alma mirar ahí enfrente y ver a los de mi sangre viviendo en esas viejas casas de madera.» Y el abuelo fumaba su pipa y contemplaba cómo se ponía el sol y decía: «No te preocupes por ellos, Del, no han hecho más que escoger el camino fácil. No son capaces de ver treinta años más allá de sus narices.»
Woody Guthrie. Una casa de tierra. Traducción de Jesús Zulaika. Editorial Anagrama

jueves, 19 de noviembre de 2015

gauchos

Escucho un rezo en la oscuridad. Hay una voz pura y sincera dentro de la habitación, dice renuncia, salvación, por favor, cada palabra una estela blanca entre las sombras desdibujadas de las paredes. Estoy quieto y aterrorizado, podría ser un muerto al que rezan por última vez. Durante unos minutos sólo existe la voz, y el desamparo y la respiración entrecortada tras las últimas palabras. La primera luz del amanecer mueve las cortinas, al otro lado no hay sonidos, sólo el movimiento mudo del tráfico en la avenida y las farolas iluminadas de la plaza, y pienso que mi vida es una habitación desconocida por donde se cuela una pequeña claridad.

Entro en una pequeña cafetería junto a la plaza. Los camareros me llaman profe, viejo, flaco, gallego, me dicen que la sangre les tira y sueñan con viajar a la madre patria, sus padres andaluces o castellanos, sus abuelos que llegaron en un barco huyendo del hambre y la pobreza. Un niño deja estampitas en el borde de las mesas, su cara somnolienta, las manos pequeñas e inseguras, la mirada hacia la puerta como si quisiera salir corriendo. Cuando deja la última desanda el camino y recoge las monedas que hay en su lugar. Le doy un peso y me quedo con una plegaria a San Expedito.

Llego al punto donde la avenida Libertad se convierte en la Mate de Luna. Es un nombre poético, una avenida larga y recta de más de cien cuadras, el hospital de maternidad en el inicio y los cerros de San Javier como horizonte. Las raíces de los naranjos emergen entre el cemento y rompen las veredas y las flores violetas de los lapachos cubren la tierra del parque. Es una tierra nueva y extraña y en algunos lugares apartados, los bosques profundos en el cerro, las llanuras desérticas, las sendas junto al río Salí, puedo sentir la huella de los primeros pobladores.

El sol asciende entre las ramas de los lapachos y los vagabundos que avivan el fuego de sus bidones conviven con las mujeres que rezan por los nonatos en un santuario improvisado. Un colectivo se detiene en un semáforo, la luna tapada con santos y oraciones, el suelo y los asientos de madera, la cumbia y las conversaciones de los estudiantes de bata blanca. Por un instante creo que el mundo se presenta ante mí con treinta años de diferencia.




Las cuerdas crujían al bajar el ataúd de mi abuelo. Observaba las sombras de mis tías entre las tumbas, el ligero escalofrío de sus cuerpos, las palabras mudas, el hueco negro y profundo en la tierra que esperaba otra muerte. Y la tormenta a lo lejos. De niño creía que los truenos y relámpagos eran mensajes de los muertos, la luz y el ruido un código secreto. Mis tías tenían miedo de las tormentas, apagaban las luces para que la tormenta pasase sin vernos y sólo se atrevían a encender una vela cuando el cielo clareaba tras los montes. El ataúd cayó en la fosa con un golpe seco y la tierra tembló bajo nuestros pies.

Pasamos una última noche en la habitación de mi abuelo, su vida repartida en cartas, fotografías, ropa de faena, trajes y viejos juguetes de madera. Muerto mi abuelo, aquellos objetos eran una puerta entreabierta a su pasado, las cartas del frente y sus dudas sobre cuántas vidas habría truncado, las fotografías que cabían en la palma de una mano y retrataban a hombres y mujeres envejecidos antes de tiempo y sepultados bajo el nuevo mundo que llegaba del otro lado del horizonte, su traje gris para los festejos, sus herramientas de carpintero y los recortes de periódicos con esquelas, noticias de la comarca y relatos sobre el fin de la guerra (de cualquier guerra). La casa se hizo más grande con cada muerte y partida y mi abuelo empequeñeció, rodeado de ausencias.

Cerré la puerta de su habitación por última vez y sentí que, al otro lado, el tiempo se mantendría inmóvil.




La ruta cruza los pequeños incendios de los campos de caña. Cae una nieve negra sobre el parabrisas y el humo acerca la tierra al cielo. Me detengo a un lado del camino, el crepitar de las hogueras, el olor dulzón de la caña, las espirales negras entre el humo y los gritos oscuros. Avanzo entre la niebla amarilla y busco un claro donde respirar tranquilo y limpiar mis ojos. Tardo unos minutos en acostumbrarme a la luz del sol entre los jirones de niebla y en descubrir las banderas rojas y el santuario del Gauchito Gil. Hay ofrendas y velas en la imagen del gaucho, recuerdan su sangre inocente derramada y piden un milagro, salvarse de la muerte, encontrar al hijo desaparecido, saldar viejas deudas. Observo mi sombra alargada sobre las banderas rojas y me pregunto si no será en ella, en mi sombra, donde se oculta la verdad.

lunes, 16 de noviembre de 2015

La cámara sangrienta. Angela Carter

Castillos, pasadizos y cámaras de tortura, palacios que guardan fieras y rosas blancas, bosques que se cierran sobra pequeñas sendas entre los árboles, aldeas abandonadas que acogen los últimos espíritus y el invierno, trasgos, la reina de los vampiros, hombres lobos, cementerios profanados, vírgenes y sangre (la sangre primera, la sangre que inicia un mundo adulto, que purifica o anticipa el horror, que da poder, humaniza o hipnotiza), lágrimas que transforman cuerpos y cartas de tarot que anuncian un futuro nunca imaginado, el miedo en la noche y el sexo como arma, mujeres que miran a los ojos de los hombres y descubren su poder (de ser libres, de corromper y de atraer, de ver el mundo como un lugar propio), su independencia, su fuerza.

Los cuentos de La cámara sangrienta revisitan historias ya conocidas (La bella y la Bestia, Caperucita Roja, Barba Azul), y les da la vuelta, hace emerger la crueldad y el sexo que estaba soterrado bajo imágenes naíf, dota a las mujeres de una independencia de la que carecían en los originales, mujeres que se enfrentan a encierros, bestias y el intento de posesión de su cuerpo, y sobreviven por su fuerza y su valentía, los cuentos que aúnan tensión, erotismo, terror y algo de humor, que hablan del amor como posesión y pájaros en celdas o como espera y salvación, que hacen convivir la oscuridad y los terrores más íntimos y atávicos con criaturas que no pueden abandonar su naturaleza animal.

Cuando me di cuenta de lo que el rey trasgo pretendía, sentí un miedo terrible y no supe qué hacer porque lo amaba con todo mi corazón y, sin embargo, no sentía ningún deseo de unirme a la cantarina congregación que mantenía enjaulada, aunque los tratara con el mayor de los afectos, les cambiara el agua todos los días y los alimentara bien. Sus abrazos eran señuelos y, al mismo tiempo, sí, al mismo tiempo, los mimbres de los que estaba hecha la jaula. Pero, en su inocencia, él nunca supo que podía ser el causante de mi muerte; en cambio, yo supe desde el primer momento que el rey trasgo me podía causar un profundo dolor.


Hay dos versiones de Caperucita Roja, una corta e intensa, la otra, un juego entre Caperucita y el lobo, la desnudez y la carne, el invierno y el bosque fuera de la cabaña, la bestia domesticada, hay otras dos versiones de La bella y la Bestia, el primero, sencillo y delicado, el segundo, el padre de Bella que pierde a su hija en una partida de cartas, la bestia que quiere ver su desnudez virginal y la negación de Bella, Bella y Bestia que entablan otra partida, esta vez íntima y decisiva, hay un cuento extraordinario donde se mezclan los hombres lobos con el espejo de Alicia, una niña criada entre lobos y a la que encierran en la casa de un hombre bestia, y que se ve un espejo y no se reconoce en el reflejo, está el gato con botas, un cuento que es puro divertimento, una especie de descanso entre el horror y la sangre, está Barba Azul y su cámara donde tortura y mata a sus esposas, están las mujeres, virginales y decididas, y los hombres, que se transforman en bestias en la oscuridad y duermen de día.

La escritura de Angela Carter es profunda e inteligente, hay momentos de especial intimidad en los encuentros entre mujeres y bestias y de terror puro dentro de un castillo o en la oscuridad de los bosques, hay erotismo, la sangre en el sexo y los deseos bajo piel, las mujeres que descubren su cuerpo, la partida entre los amantes. Angela Carter se detiene en la crueldad, la belleza y el sexo y lo hace de manera a veces barroca, a veces onírica, siempre acertada y atractiva. Su escritura crea imágenes potentes y decorados tenebrosos donde se esconde una pequeña luz.

La edición de Sexto piso es una preciosidad. Alejandra Acosta reinterpreta los cuentos de Angela Carter, sus ilustraciones donde el rojo se opone al blanco y negro, atraen por su belleza y misterio.






Una silueta enorme, felina, rojiza, cuya piel estaba atravesada por la salvaje geometría de unas barras de color de la madera quemada. Su abombada y gruesa cabeza, tan terrible que tenía que ocultarla. Cuán sutiles sus músculos, qué profundos sus pasos. La vehemencia aniquiladora de sus ojos, como soles gemelos.
Sentí que mi pecho se abría, como si hubiera sufrido una herida maravillosa.
El criado se interpuso en mi campo de visión, con la intención aparente de cubrir a su señor después de que la joven lo hubiera visto; pero yo dije: «No». El tigre permanecía inmóvil, sentado como una bestia heráldica en el pacto que había sellado con su propia furia, para no hacerme daño. Era mucho más grande de lo que yo habría imaginado a partir de las cosas pobres y raídas que había visto una vez, en San Petersburgo, en la colección de animales salvajes del zar, atenuados los frutos dorados de sus ojos, marchitándose en el cautiverio del lejano norte. Nada en él me habló de humanidad.
Por consiguiente, estremecida, me desabroché la chaqueta para demostrarle a él que yo tampoco le haría daño. Pero fui torpe y me ruboricé un poco, porque ningún hombre me había visto desnuda y yo era una joven orgullosa. Fue el orgullo, no la vergüenza, lo que embotó mis dedos; y algún temor a que el frágil artículo de tapicería humana que estaba ante él no fuera, por sí mismo, lo suficientemente espléndido como para satisfacer unas expectativas que, hasta donde yo sabía, se habrían vuelto infinitas durante su interminable espera. El viento resonó en el carrizal y murmuró y formó remolinos en el río.
Mostré a su silencio grave mi piel blanca, mis pezones rojos, y los caballos giraron las cabezas para mirarme también, como si también sintieran una cortés curiosidad por la naturaleza carnal de las mujeres. Luego, la Bestia bajó su gigantesca cabeza. «¡Suficiente!», dijo el criado con un gesto. El viento se extinguió y todo volvió a quedar en calma.

***

Al final, las apariciones se volvieron tan molestas que los campesinos abandonaron el pueblo y éste pasó a ser propiedad exclusiva de habitantes sutiles y vengativos que manifiestan su presencia por sombras casi imperceptiblemente torcidas, demasiadas sombras, incluso a mediodía, sombras sin ningún origen visible; a veces, por el sonido de un llanto en un dormitorio abandonado donde un espejo roto, colgado de la pared, no refleja a nadie; por la sensación de inquietud que aquejará al insensato viajero que se detenga a beber en la fuente de la plaza que aún derrama el agua de un manantial por una canilla metida en la boca de un león de piedra. Un  gato merodea por un jardín lleno de hierbajos; sonríe y escupe, arquea la espalda, salta sobre cuatro tensas patas para huir de lo intangible. Ahora, todo rehúye el pueblo situado bajo el château donde la bella sonámbula perpetúa en vano sus crímenes ancestrales.
Con un antiguo vestido de novia, la preciosa reina de los vampiros se siente sola en su oscura y alta casa bajo los ojos de los retratos de sus dementes y atroces ancestros, cada uno de los cuales proyecta, a través de ella, una existencia torva y póstuma. Echa las cartas del tarot, construyendo incesantemente una constelación de posibilidades, como si la caída arbitraria de las cartas en el afelpado y rojo mantel pudiera precipitarla desde su fría habitación de ventanas cerradas hasta un país de verano eterno y obliterar la tristeza perenne de una joven que es, a la vez, la muerte y la doncella.

***

Aquel titubeante y larguísimo aullido tenía, a pesar de su terrorífica resonancia, un fondo de tristeza; como si las fieras desearan ser menos fieras y no supieran cómo, y no dejaran de lamentar su condición. En los cánticos de los lobos hay una inmensa melancolía, una melancolía tan infinita como el bosque, tan interminable como las largas noches de invierno; pero esa tristeza terrible, ese lamento por sus propios e irremediables apetitos, no enternece nunca el corazón porque no hay ninguna frase en él que insinúe la posibilidad de que se rediman. Los lobos no pueden recibir la gracia por su propia desesperación, sino sólo a través de mediadores externos; es por eso que, a veces, la fiera mira como si casi agradeciera el cuchillo que lo despacha.
Angela Carter. La cámara sangrienta. Traducción de Jesús Gómez Gutiérrez. Ilustraciones de Alejandra Acosta. Sexto piso.

sábado, 14 de noviembre de 2015

La vejez de la nostalgia. Mark Strand


Aquellas horas dedicadas a disfrutar del brillo de un futuro imaginado, dejándose llevar en corrientes de promesa por un amor o una pasión tan fuertes que uno se sentía transformado para siempre y convencido de que incluso la partícula más pequeña del mundo circundante estaba cargada con un propósito de grandeza imposible; ah, sí, y uno levantaba la vista para ver los árboles y estremecerse con el río del follaje pálido y dorado desatado por el viento cayendo en cascadas, y con el cantar alto y melódico de innumerables aves; esos momentos, tantos y tan lejanos, todavía regresan, aunque brevemente, como luciérnagas en el calor perfumando de una noche de verano.
Mark Strand. La vejez de la nostalgia, en Casi Invisible. Traducción de Julio Trujillo. Visor libros.



The old age of nostalgia 

Those hours given over to basking in the glow of an imagined future, of being carried away in streams of promise by a love or a passion so strong that one felt altered forever and convinced that even the smallest particle of the surrounding world was charged with purpose of impossible grandeur; ah, yes, and one would look up into the trees and be thrilled by the wind-loosened river of pale, gold foliage cascading down and by the high, melodious singing of countless birds; those moments, so many and so long ago, still come back, but briefly, like fireflies in the perfumed heat of summer night.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Sueños de trenes. Denis Johnson

El noroeste americano a principios del siglo XX, las vías de tren que salvan montañas, la tala de árboles y el transporte de madera, los carromatos y las cabañas en praderas, la soledad de una tierra aún por construir, los aullidos de los lobos en las noches de luna, los espíritus intranquilos y los “trotas” que piden justicia en un último gesto antes de la muerte, los hombres cuyas vidas era el trabajo, arrastrar árboles o las vías de hierro o transportar mercancías, y que ven cómo la vida pasa y cambia y se quedan atrás, aturdidos de regreso a la tierra que intentaron modelar. Y de fondo, el sonido de los trenes en la noche, la sensación de una frontera y algo que se aleja.

Lo mejor de Sueños de trenes es su sencillez y los personajes secundarios que se cruzan (colisionan) con el protagonista. Robert Granier es un hombre gris y trabajador, construye una cabaña para su familia en una pradera, tala árboles, construye puentes o arregla vías de tren, pasa tiempo fuera de casa, su única motivación el trabajo y mandar dinero a su esposa, apenas recuerda su infancia (o su infancia arranca cuando va a vivir con sus tíos después de muertos sus padres) y no se pregunta sobre el futuro. Algo golpea su vida, una tragedia que lo deja noqueado. Y sigue adelante. Como un ave fénix. Aunque incompleto. 

Decía que lo mejor era la sencillez de Denis Johnson, cómo hablar de una historia enmarcada en un territorio propicio para le épica y las leyendas de una manera pausada y directa, sin excesos ni experimentos. Y los personajes secundarios, un trota que espera tumbado la muerte y un gesto de justicia (como algún personaje de London), viejos trabajadores que se extinguen como una llama y son olvidados, indios que son destrozados por el tren (por el tiempo) y sus restos esparcidos por las vías, viudas que saben esperar un nuevo marido, borrachos pendencieros.

Sueños de trenes es el final de una vida y de una época, la muerte que acecha para acabar con todo, los trenes como símbolo de sueños de futuro, los carromatos que dejan paso a los coches, las cabañas de madera en pie un anacronismo. Grainier trabaja, lucha, se pierde e intenta renacer, construye una cabaña, otra, abandona los peores trabajos y envejece. Johnson se detiene en la tierra misma, en el silencio del día y los pequeños ruidos de la noche, en los sueños donde aparecen espíritus y silbidos de trenes, en un hombre que se queda a esperar y que no recuerda su infancia.

El bibliotecario de Bekosolo me recomendó este libro y me habló de dolor y dureza. Y están ahí, de forma sutil, sin incidir en ellas, sin el morbo de la sangre. Sueños de trenes es un libro corto, y en esa brevedad consigue mezclar intimismo y leyendas, alguien que mira a través de la ventana y los espíritus que claman justicia. 







Al cabo de otros tres años, estaba viviendo en su segunda cabaña, en el mismo sitio exactamente donde había estado la primera. Ahora dormía bien por las noches, y a menudo soñaba con trenes, y sobre todo con un tren en concreto: él iba a bordo; podía oler el humo de carbón: un mundo entero pasaba por las ventanillas. A continuación se veía a sí mismo de pie en aquel mundo mientras se apagaba el ruido del tren. La frágil familiaridad de aquellas escenas le sugería que procedían de su infancia. A veces se despertaba oyendo cómo el ruido del tren de la Spokane International se disipaba por el valle y se daba cuenta de que había estado oyendo aquella locomotora mientras soñaba.
Uno de aquellos sueños lo despertó una noche de diciembre del segundo invierno que pasaba en la cabaña nueva. El tren siguió su camino hacia el norte hasta que él dejó de oírlo. Volver a ser niño en aquel otro mundo lo había aterrado tanto que no consiguió dormirse otra vez. Examinó los recovecos de la cabaña a oscuras. A aquellas alturas ya le había puesto un tejado como era debido, le había abierto ventanas, la había equipado con dos bancos, una mesa y una estufa de barril. Él y la perra de color rojizo seguían durmiendo en un camastro en el suelo, pero en líneas generales ya había construido una casa que no tenía nada que envidiar a la que había tenido con Gladys y Kate.
Denis Johnson. Sueños de trenes. Traducción de Javier Calvo. Penguin Random House Grupo Editorial.

sábado, 7 de noviembre de 2015

rosarios

Mi abuelo murió en invierno. Recuerdo el silencio casi sagrado de la casa, la luz gris de la mañana, nuestras sombras que oscurecían su cuerpo rígido, el polvo en la ventana de su habitación, recuerdo el frío que ralentizaba nuestras respiraciones, el olor a hierba cortada, sudor y leche agria, la dureza de la carretera que había tapado al viejo camino blanco, recuerdo pensar en mi propia muerte, ir de lo concreto, las figuras que me rodearían y sus gestos de despedida, a lo abstracto, sombras difusas y estelas blancas que derivarían en una luz oscura. Mi abuelo me miraba desde la muerte y en su mirada había incredulidad y el fin de su espera.

En su última carta mi abuelo me decía que estaba ante un mundo en decadencia, sentía que nada era real y que la vida se había acelerado, se sorprendía porque nadie usara palabras como llanada, quinqué o guillaume y que sólo yo respondiese a sus cartas (si olvidáis nuestras palabras, escribía, nos convertiréis en una ilusión), me confesaba que leía las esquelas del periódico con manos temblorosas y que se encontraba con nombres y fotos que le llevaban a un primer recuerdo.

Encontré mis cartas junto a su viejo reloj de bolsillo y un libro de H.G. Wells. Entré en la cocina y di cuerda al reloj, un gesto que mi abuelo repetía cada día en la penumbra del amanecer (e iniciaba la mañana antes de las campanadas de la iglesia, antes de nuestros pasos en la hierba y la huida de los saltamontes, antes del miedo sobre el puente del ahorcado, antes de las historias en la cocina y la luz verde de las luciérnagas entre las casas abandonadas, mucho antes de los primeros amores y las noches de insomnio y el peso de una carga en el pecho y la vida convertida en un espejismo). Mis tías recibían a mujeres menudas y de negro y hombres tímidos que bajaban la cabeza y murmuraban un pésame con su sombrero en la mano. Se sabían supervivientes y que su tiempo se agotaba, la yema de sus dedos en la cara de mi abuelo y el frío que estaba por llegar.

Dejé el reloj junto al libro de Wells y leí mis cartas pobladas por vagabundos, hombres pájaro, lugares de paso y ventanas iluminadas (y yo negaba con la cabeza, describía aquello que observaba pero me escondía en las palabras y respondía a los recuerdos y los pensamientos de mi abuelo con cartas anodinas). Le hablé de esta ciudad pero no del miedo de los primeros meses ni de cómo me sentí extraño fuera de nuestro camino blanco, tampoco de mi felicidad o el dolor tras alguna ruptura (la única pista, una referencia al frío que me devolvían los muebles de casa) o de cómo había usado cada momento significativo de mi vida para mis relatos y ya no sabía distinguir los detalles exactos de los inventados.

La primera vez que mi abuelo me visitó en la ciudad tenía la mirada de un niño en un mundo adulto. Buscaba el cielo entre los edificios y sonreía incómodo y minúsculo, la ciudad apoyada en sus hombros, la prisa y la rapidez de los pasos ajenos, las raíces de los árboles bajo el cemento, los parques esquinados como reflejo de un mundo desaparecido y la imposibilidad de un horizonte abierto. Encontró un refugio en la vieja estación de tren. Veía pasar a los viajeros y sentía que estaba ante un lugar conocido (el ritual de la espera y la lentitud del tiempo), daba una pequeña limosna a cada vagabundo de la estación, hablaba con un par de viejos jubilados de viajes que duraban días y de pasos de montaña y se sonrojaba cuando descubría a una pareja besándose (entonces miraba al suelo y recordaba en silencio).

Arrugué las cartas, prendí la cocina con ellas y preparé un café. Sonreí al ver el viejo reloj junto a La máquina del tiempo. Había un dibujo que me aterrorizaba y atraía de niño, las sombras de los morlocs alrededor de una hoguera y el viajero del tiempo encogido y asustado. Descubrí un dibujo parecido en mi primer libro de filosofía, una hoguera, unas sombras proyectadas contra la pared de una caverna, tres hombres atados, la luz que atraía y repelía la verdad al mismo tiempo (la apariencia del mundo alrededor como una línea de penumbra). Empecé a buscar historias fuera de la cocina y recogerlas en los márgenes de los libros de Wells y Platón, podía estar dentro de una caverna sin yo saberlo y lo que veía tal vez no fuese real, sólo conocía la cocina, el camino blanco, los campos y el tañido de las campanadas al atardecer, no tenía señales claras del mundo fuera del horizonte quebrado. Entre las páginas de La máquina del tiempo estaba mi letra de niño, redonda y clara, y fragmentos de otras vidas: Don Carlos relacionaba el dolor con el ruido seco y el fogonazo blanco de un disparo en el antebrazo, la realidad de la vieja costurera era la llama de una vela, la adolescencia de Modesto reducida al movimiento de la luz sobre los objetos y el silencio de un monasterio. Y era en la diferente percepción que tenían de la luz, una blancura cegadora, una línea fantasmagórica, algo no del todo definido, donde encontraba la salvación y la caverna misma, una hoguera que nos protegía y nos ocultaba la verdad. Sentía que estaba ante un mundo de tinieblas y que al observarlo lo transformaba para siempre, alejándome de la revelación última y quedándome ante la realidad sin interferencias.

Mis tías rezaban el rosario, sus manos en las cuentas, la cabeza agachada, el luto en sus ropas que invocaba a otros muertos, a dolores pasados, sus voces quebradizas una letanía frágil e inconexa. Me senté en una esquina, la distancia justa para ver el cuerpo rígido de mi abuelo sin una luz que lo guiase o le mintiese, las viejas fotografías en la pared de bailes y uniformes y ausencias, el eucalipto combado junto al camino blanco en el atardecer de invierno y las primeras ventanas encendidas, pequeñas hogueras en la oscuridad.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Cuna de gato. Kurt Vonnegut


En este libro nada es verdad. En este libro hay un truco de magia hecho con hilos y cuerdas, una religión ficticia que aboga por la mentira para enmascarar la realidad más dura y dolorosa, personajes delirantes que deambulan por la vida con una sonrisa absurda o con las más extremas ideas, una isla extraña que nadie quiere gobernar y en la que, en vez de guillotina, se usa un enorme gancho de hierro como castigo y muerte, un final apocalíptico para el mundo y mucha, mucha estupidez. También, científicos abstraídos y ajenos a la realidad, filósofos de calle en vendedores de lápidas o viejas secretarias, nihilistas que queman apartamentos, médicos que intentan exculpar sus días en los campos de exterminio nazis, una mujer hermosa que toca el xilófono, todos ellos forman un mismo equipo sin saberlo, un nuevo lenguaje, un grano de hielo-nueve que convierte los líquidos, mares, agua, sangre, en sólidos.

Llamadme Jonás, dice el narrador parafraseando al Ismael de Moby Dick. Y, como Ismael, Jonás se lanza a un viaje descabellado que lo acerca a la muerte. Solo que Jonás descubre y escribe sobre un mundo y unos personajes estúpidos y ciegos. Jonás quiere escribir sobre la bomba de Hiroshima, saber qué hicieron algunos americanos ilustres en aquel día negro. Y ese libro dio la casualidad, «estaba previsto que diese la casualidad», diría Bokonon, es un inicio que le lleva a estar en los lugares apropiados en el momento oportuno, a formar una pequeña comunidad de seres estrafalarios que lo empujan hacia su destino final y a abrazar el bokononismo, una religión basada en mentiras, sentencias escritas con frases directas o en calipsos que recuerdan cómo un borracho o una reina británica están en la misma maquinaria y las mentiras son necesarias para afrontar la realidad.

Yo quería que todo
Pareciese tener sentido,
Y ser todos felices, sí,
En lugar de enemigos.
Y mentiras inventé
Que acoplaran bien,
Y de este mundo hice
Un par-a-íso.

Parafraseando al Vonnegut de El desayuno de los campeones, Cuna de gato es un puñado de personas colisionando entre sí, Jonás que investiga sobre el día de la bomba y su inventor, el doctor Félix Hoenikker, y a través de su libro, colisiona con sus tres hijos, una isla caribeña, una religión nueva, un invento capaz de solidificar cualquier líquido, un fin del mundo estúpidamente accidental. El día que se lanzó la bomba sobre Hiroshima, el doctor Hoenniker formó con una cuerda una cuna de gato en su mano y que enseñó a su hijo de seis años, un truco de ilusionismo, un juego infantil donde no se ve ni cuna ni gato y deja al espectador confuso. Y eso es esta novela, una cuerda que forma una ilusión de algo caótico e invisible pero que, por debajo, habla de la estupidez humana con ironía y, también, una pizca de ternura.

Cuna de gato es una divertida, irónica y amarga reflexión sobre el ser humano, su incompetencia y sus creencias absurdas. Y Bokonon, un náufrago, como creador de una religión que intenta atajar esa incompetencia y crear una comunidad diferente. Nosotros, los bokononistas, creemos que la humanidad se organiza en equipos, equipos que hacen la Voluntad Divina, sin descubrir jamás qué es lo que hacen. Bokonon llama «karass» a tales equipos, y el medio, el «kan-kan», que me condujo hasta mi «karass» fue el libro que no terminé nunca, el libro que iba a llamarse «El día del fin del mundo». A lo largo de la novela, Vonnegut presenta personajes al límite de la estupidez, genios sin empatía, idealistas, aventureros que acaban en una isla. Como en las posteriores Galápagos o Birlibirloque, en Cuna de gato los personajes y los encuentros se suceden de forma fragmentada, un rompecabezas que me hace sentir que cada página, cada uno de los cortos capítulos de la novela, es un centro.

¿Ves la cuna? ¿Ves el gato?







Me concentré en Los libros de Bokonon. Estaba aún tan poco familiarizado con ellos que pensé que contendrían en algún lugar consuelo espiritual. Pasé por alto rápidamente la advertencia que aparecía en la primera página de El primer libro:
«¡No seas loco! ¡Cierra, este libro inmediatamente! ¡No hay más que foma
Foma, por supuesto, son mentiras.
Y entonces leí lo siguiente:
«Al principio, Dios creó la tierra y, en Su cósmica soledad, se quedó observándola.
»Y Dios dijo: "Hágase la vida a partir del barro, para que el barro pueda ver lo que Hemos hecho." Y Dios creó a todos los seres vivos que ahora se mueven, y uno de ellos fue el hombre. El barro habló como sólo puede hablar el hombre. Y Dios se acercó a medida que el barro en forma de hombre se erguía, miraba a su alrededor y hablaba. El hombre parpadeó.
» "¿Cuál es el objetivo de todo esto?", -preguntó educadamente.
»"¿Acaso tiene que haber un objetivo para cada cosa?", preguntó Dios.
»"Por supuesto", dijo el hombre.
»"-Entonces te dejo que el objetivo de todo esto lo pienses tú", dijo Dios, y se marchó.»
Pensé que aquello no eran más que tonterías.
«¡Claro que son tonterías!», dice Bokonon.
Y entonces me concentré en mi celestial Mona, en busca de secretos reconfortantes e inmensamente más profundos.
Kurt Vonnegut. Cuna de gato. Traducción de Ángel Luis Hernández Francés. Editorial Anagrama.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Kurt Vonnegut en Cuna de gato


1 El día del fin del mundo
Llamadme Jonás. Mis padres me llamaban así, o casi. Me llamaban Juan.
Jonás –Juan-, aunque hubiese sido Samuel, habría seguido siendo igualmente Jonás, no porque yo haya sido causa de mala suerte para otros, sino porque alguien o algo me ha forzado a estar sin falta en determinados lugares a determinadas horas. Se me han facilitado transportes y motivos, tanto convencionales como raros. Y, según estaba planificado, en el segundo señalado y en el lugar señalado, este Jonás estaba siempre presente.
Escuchad:
Cuando era más joven, hace dos esposas, hace doscientos cincuenta mil cigarrillos y más de tres mil litros de alcohol...
Cuando era mucho más joven aún, empecé a reunir material para un libro que iba a llamarse El día del fin del mundo.
El libro iba a basarse en hechos reales.
El libro iba a ser un informe acerca de lo que algunos americanos importantes habían hecho el día en que se lanzó la primera bomba atómica sobre Hiroshima, Japón.
Iba a ser un libro cristiano. Por aquel entonces yo era cristiano.
Ahora soy bokononista.
Y por aquel entonces habría sido bokononista si hubiera habido alguien que me hubiese enseñado las agridulces mentiras de Bokonon. Pero el bokononismo era algo desconocido más allá de las playas de guijarros y los cuchillos de coral que rodean esta pequeña isla del Mar Caribe, la República de San Lorenzo.
Nosotros, los bokononistas, creemos que la humanidad se organiza en equipos, equipos que hacen la Voluntad Divina, sin descubrir jamás qué es lo que hacen. Bokonon llama karass a tales equipos, y el medio, el kan-kan, que me condujo hasta mi karass fue el libro que no terminé nunca, el libro que iba a llamarse El día del fin del mundo.
2 Bien, bien, muy bien
«Si ves que tu vida se complica con la vida de otra persona por motivos no muy lógicos -escribe Bokonon-, puede que esa persona sea un miembro de tu karass
En otro pasaje de Los libros de Bokonon, Bokonon nos dice: «El Hombre creó el tablero de damas. Dios creó el karass.» Con ello quiere decir que un karass no conoce limitaciones, tanto de clase, como familiares, profesionales, institucionales o nacionales.
La forma de un karass es tan libre como la de una ameba.
En su «Quincuagesimotercer calipso», Bokonon nos invita a cantar con él:
Oh, un borracho durmiendo
Hay en Central Park
Y un cazador de leones
En la oscuridad tropical
Y un dentista chino
Y la reina británica
Todos juntos se acoplan
En la misma máquina
Bien, bien, muy bien
Bien, bien, muy bien
Bien, bien, muy bien
Gente tan variada
En la misma maquinaria
Kurt Vonnegut. Cuna de gato. Traducción de Ángel Luis Hernández Francés. Editorial Anagrama.