El calor está metido en casa, una frase de mi madre en los días locos donde viento sur y la arena del desierto. Hay más de treinta grados, nada de brisa, todo luz. Este día, hace treinta y cinco años, era la víspera de nuestro viaje a las aldeas gallegas de mis padres. Allí, el canto de las cigarras y las campanadas entre los campos de centeno y una senda hasta el río —el vuelo de las libélulas sobre la sombra de las truchas—. Hace poco talaron el “carballón” junto al camino blanco. Grande, con bultos de ramas podadas en el tronco, de corteza dura, era una de las marcas del camino —como la ermita octogonal, la casa-molino abandonada, un puente de maderos para salvar el río—. En la aldea de mi padre plantaban árboles para celebrar un nacimiento y ahora, esos árboles, son el recuerdo de una ausencia. Desaparecen las señales y los símbolos, ýb. Y los días lejanos del verano.
Los lunes de Anay. Inter pares…
"Hermano, escucha, escucha..."
CÉSAR VALLEJO
COMUNICACIÓN
Conversamos, trepados a una colina a la entrada del
pueblo, hasta que llegó la noche.
Nosotros hablábamos de "actividades", "resultados" y
"proyectos".
Ellos hablaban del desdén de la lluvia y de la extenuación
de la tierra.
Dimos por terminada la charla (teníamos que seguir conduciendo).
De repente, de entre los campesinos, se desbocó
un revuelo. El que hacía de traductor me tiró de la manga
y señaló a un hombre bajo un sombrero: "Compañera,
él quiere saber cómo es su país".
Se hizo un enorme silencio.
Yo no sabía muy bien por dónde empezar pero les
dije del mar y de los almendros. También les fui contando
Están construyendo una pira al otro lado del río. Apilaban palés y maderos en un orden perfecto, como un chozo palentino. En el suelo, una bruja sentada en una escoba que coronará la hoguera. De niño, los adolescentes de mi barrio buscaban troncos y ramas en los bosques cercanos. Llevaban hachas en sus manos. Entonces, sus figuras se acrecentaban. También había colchones y viejos muebles y juguetes rotos en unas hogueras que todavía humeaban al día siguiente. Eran construcciones caóticas, con salientes y sin figuras decorativas. A medianoche bebíamos naranjada con bizcochos sentados en la acera mientras nuestras madres hablaban entre ellas sin vigilarnos. No hacíamos rituales como saltar sobre el fuego, danzar a su alrededor, quemar papeles con nuestros miedos —eso llegaría más tarde, con e., en nuestros ritos domésticos para ver arder aquello que queríamos dejar atrás—. Nos acostábamos de madrugada, en una oscuridad resplandeciente de fuegos, y la piel nos olía a hoguera.
(Hoy, como cada atardecer, encenderé una vela por mi madre, por mis padres. hoy hace seis meses que falta y que nos sigue iluminando)
Es ahora cuando asumo que he cumplido cincuenta. En febrero, dos meses después de la muerte de mi madre, mi primer cumpleaños sin ella y sin mis padres, la celebración fue triste y bonita, pero sin rastro del tiempo pasado —sí de espacios vacíos—.
Hace poco escuché a Berto Romero decir que a sus cincuenta sentía ser la misma persona que era a los veinte. Dick hablaba de todos los yoes, todos los tiempos que tenemos dentro. Vamos sumando capa sobre capa y, a veces, somos capaces de recuperar una de ellas entre la vorágine de la rutina. A mis cincuenta encuentro aún al niño que fui, solitario, alocado, la búsqueda de un orden en los juegos de construcción y las series de números que escribía en cuadernos de papel pautado. También, la soledad cinéfila de mi adolescencia, el gusto por el viento y el cielo brutalmente estrellado de las noches de verano, la escucha atenta de otras historias —recuerdos de guerra, romerías, inviernos alrededor de la cocina, como antaño junto a una pequeña hoguera resplandeciendo—. Y las caras del amor y el miedo, el descubrimiento de la lentitud, la literatura y la muerte, la belleza en un camino blanco y el vuelo de una bandada de golondrinas, la culpa y el olvido de todos estos años hasta hoy. La constante de la soledad y el silencio.
Hace pocos días que me pregunto por estos cincuenta y los años futuros. Qué habrá de nuevo y cómo será mirar hacia atrás desde una distancia cada vez más lejana. Imagino, por los últimos años de mis padres, que me volveré nostálgico impetuoso, se acrecentarán los miedos, extrañaré todo aquello que una vez hacíamos sin dolor o temblor y haré listas de momentos vividos como espejismos: gauchos a caballo entre el tráfico, la quema de una página de Jack London como ritual en el fin de la tierra, los caminos blanqueados por la luz de la luna, los agujeros de bala en un puente de Novi Sad, la diminuta mano de mi sobrino, al poco de nacer, abarcando mi dedo índice.
Desde hace más de tres años, cierro la puerta de casa a las cinco y media de la mañana. En invierno, las heladas y la oscuridad. Hoy, la primera luz en el cielo y Venus sobre los montes —busco su destello mientras me digo buen camino y doy los buenos días a mis padres. Y si estoy triste o nervioso, repito aquel mantra del reiki “sólo por hoy…”— Apenas el ruido de los pabellones del polígono cercano, el retumbo de algún coche, el gorjeo de los mirlos junto a la estación del metro. Poca gente, siempre los mismos en el mismo lugar del andén y los vagones, como una superstición. Leo, de pie en el metro y luego sentado en el tren, los reencuentros de Delbo, años después, con sus compañeras supervivientes de los campos de concentración. Es una lectura bella y dura, porque la escritura de Delbo es bella y dura al escribir sobre la imposibilidad del regreso (volver no significa regresar), sobre la no existencia y ausencia de palabras y la negación del llanto, sobre retomar la vida de a poco, y preguntarse, al ver un rostro, si les hubiera ayudado a caminar. La voz de esas mujeres me acompaña en su intento de volver a la vida mientras, fuera del tren, un amanecer carmesí.
Hace una semana del apagón. Fue un momento extraño. Las puertas abiertas de los portales dejaban ver la oscuridad interior, los vecinos en corros cada vez más amplios intentaban averiguar qué estaba ocurriendo, el silencio de los móviles y las sirenas de los bomberos y la lentitud precavida de los conductores. Todos en la calle, un sentimiento de urgencia de quien se sentía frágil y o de lentitud aquellos que se tomaron el apagón como una oportunidad de estar sentado en un banco al sol. Es sencillo hablar de vulnerabilidad, dependencia y efecto dominó.
Leo, en las últimas semanas, a Gustavo Faverón Patriau. Vivir abajo y Minimosca. Libros febriles, laberínticos, desmedidos donde cárceles subterráneas, manicomios, cementerios, dictaduras americanas, donde artistas que quieren matar el arte y poetas que andan por encima de un abismo y hombres y mujeres agotados o enfebrecidos. Libros que inventan mundos dentro de éste que subvierten el orden que conocemos, en el que estamos acomodamos. Como decía aquella canción, todo a punto de alterarse siempre a todo momento. Sólo queda descubrir nuestra máscara en esas situaciones.
Combino los dos últimos lunes de Anay, el del día del apagón que no pude compartir, y este primer lunes de mayo. Hay un hilo que los une. La sangre, las sombras de huellas pretéritas, el dolor, aquello que permanece entre las ruinas, los lenguajes y los tiempos que nos habitan. A veces hay que tirar del hilo, tensarlo, sin romperlo, hacia su inicio.
Dice Bobin en El vendedor ambulante, “Lo esencial está en eso en lo que no reparas y que está frente a ti”. También dice “lo esencial es aquello que ningún conocimiento puede alcanzar”. Bobin es el escritor de la luz, lo imperceptible, la dicha. Me recoge, Bobin, en los momentos de desasosiego y agitación. Creo que lo esencial, para mí, es todo aquello que ha traspasado el cedazo de mis cincuenta años, los rostros, gestos, libros que permanecen y forman parte de mí.
En julio mi madre me enseñó uno de sus dibujos de unir los puntos. Me preguntó si reconocía el retrato. Era parte de mi rutina. Terminaba de trabajar, comía en casa de mi madre, me sentaba luego al sofá mientras veíamos la tele o dibujaba sus rompecabezas. Recuerdo, hoy, la última vez que escuché su voz, un trece de diciembre. La despedida habitual, un adiós, un beso en la mejilla. Pocas veces reconocemos una última vez.
Durante nueve días, mi madre permaneció intubada, sin voz, sin apenas moverse de su cama de hospital salvo para los ejercicios de rehabilitación. Mi madre nos hacía la pregunta muda de qué le había pasado. Nunca le dijimos la causa de su ingreso, en un intento, creíamos, por protegerla y no atemorizarla. El domingo antes de morir, durante dos horas, dirigí a mi madre y conté las veces que levantaba una pierna o un brazo o le hacía contener la respiración antes de soltar todo el aire. Usábamos una pizarra para comunicarnos con ella. Lo último que escribí en ella es lo mucho que la quería. Su último gesto, un beso desde sus labios intubados.
Esta semana he soñado con mi madre. Repetía su pregunta hospitalaria. En el sueño pude decirle que sufrió un derrame cerebral.
En julio pasado, el gesto de mi madre enseñándome el retrato a bolígrafo hizo que me sentará a escribir al llegar a casa. Escribí sobre sus manos (como podría haber escrito sobre su voz, sus ojos pequeños, el sabor de sus platos, todo ello ausente hoy, en este mundo con menos luz)
las manos de mi madre
Me enseña su último dibujo, mi madre, una silueta formada por cientos de líneas que atraviesan y se suceden a lo largo de puntos negros. Me pregunta si sé quién es. Wayne, es John Wayne le digo mientras miro el dibujo en mis manos. A mi madre le gustan cuadernos de unir los puntos. Se sienta en el sofá, coge sus bolígrafos de colores, busca el inicio y rastrea los números, que a veces llegan hasta mil. A veces intentamos adivinar el dibujo antes de empezar. Vemos los puntos y los números y todo ese espacio (en) blanco entre en ellos, como materia oscura en un universo finito, y decimos objetos o personajes al azar. Está a punto de cumplir ochenta y dos años, mi madre, se mueve con torpeza y lentitud y miedo y apenas sale a la calle más allá de sus citas médicas. Cuando hablo con ella por teléfono me sorprenden los momentos donde su risa y su voz parecen de niña —e intento imaginarla en su tierra gallega, antes de perder a su madre con ocho años, con zocas de madera y ese caldo que era, decía, la única comida, salvo en navidad, que había galletas; o algo más mayor, llevando a las vacas a pastar con alguno de sus hermanos, o las tardes en casa de la costurera con las demás muchachas de la aldea, o aquella vez que viajaron a la costa y vio por primera vez el mar, o su primera impresión de la gran ciudad: su recuerdo de mirar constantemente hacia el cielo, embobada por la altura de los edificios—.
*
Las manos de mi madre están arrugadas. No tiemblan como las de mi padre. Me gusta observar cuando dibuja o cocina o recoge los platos del escurridor, la paciencia y lentitud de sus gestos, los surcos en su piel blanca, la concentración del buscador. Sé que está triste, mi madre, desde la muerte de mi padre. Que siente la ausencia. Que los muebles le devuelven una frialdad que no había cuando estaban los dos juntos.
*
Las manos de mi madre tejieron nuestros jerséis de cuando niños, recuerdo la misma concentración de hoy pero una ligereza desaparecida. Veo, a veces, nuestras fotos de niños y sonrío por esos jerséis de los tres hermanos que siento de un rojo cegador.
*
Las manos de mi madre escribían cartas a su familia. Doblaba una hoja por la mitad, como un libro de cuatro páginas, y escribía con su letra redonda y grande. La recuerdo en la cocina, inclinada sobre la mesa blanca que una vez construyó mi padre, al igual que lo hago yo desde esta mía donde un ventanal de cinco metros a árboles, tejados y, hoy, un cielo brutalmente azul.
*
Las manos de mi madre descansan cruzadas sobre su regazo. Ve concursos televisivos, escucha la radio —y en mi infancia la radio siempre estaba encendida—, ya no lee —porque de ella eran esos libros extraños dentro de un armario blanco: El padrino, El graduado, Tiburón, Dinero para María…—, espera nuestra llegada para tocarnos el pelo al besar sus mejillas.
*
Las manos de mi madre acompañan su hipo con pequeños saltos. Voy a crecer, dice hoy, como nos decía de niños. El hipo, el verano, las fiebres eran el motivo de nuestros estirones.
Hace días que busco entre las fotografías de hace veinte años un rastro de mis padres. Son fotos que hizo mi hermana mayor en los primeros años de o. En la mayoría veo a mi sobrino de bebé o niño en la playa, de vacaciones, disfrazado en carnaval, en su cumpleaños o jugando. A veces aparezco, más gordo, más delgado, con perilla, barba, afeitado, pelo largo, pelo rasurado, gafas pequeñas, gafas de pasta, sin apenas canas, con el pelo blanco. En algunas no recuerdo el día de esa fotografía. Mis padres son esquivos. Mi padre guardaba un centenar de fotos de su juventud en Galicia, fotografías que sólo podían tomarse en días de fiesta y romería. Mi madre apenas tiene una acompañada de las costureras de la Ribeira. Crecí con las cámaras de carrete, veinticuatro o treinta y seis oportunidades de capturar un instante de una celebración o un verano entero. Éramos morosos con la cámara. O no había ese gesto nervioso de aprehender la realidad —recuerdo leer en el instituto que algunos filósofos griegos estaban en contra de la escritura porque alentaba el olvido. La posibilidad de tener cientos de fotos de cada día, da igual su importancia, creo que hace que se atrofie el sentido de recuerdo y de relato—. Hay pocas fotos de mis padres, muy pocas, apenas una docena en esa colección de mi hermana, pero cada ocasión de verlos en un pasado donde aún jóvenes, con su nieto en brazos, y sin temblores ni lentitudes ni miedos hace que sonría y me sienta vulnerable al mismo tiempo.
Los lunes de Anay. Nevermore…
"una especie de corazón morado,
un talismán,
una estrella amarilla"
ANNE SEXTON
LA CASA DE MI INFANCIA
Fui feliz en aquella casa llena de flores
y de libros prohibidos. La casa en que tú eras
Ginebra en nuestros juegos, y yo era el rey Arturo
No hay sombras en el cielo, hoy. Me gusta esta luz de inicio de primavera, es pura y suave, aún sin la fuerza de finales de mayo. Acompaña y calma.
Hay títulos que se distinguen de otros según qué épocas. Por ejemplo, el ensayo o la no-ficción Vivir con nuestros muertos. Dudé de iniciar su lectura esta mañana, en el tren. Sabía que hablaba de duelos y ritos, pero ignoraba si estaba preparado para una lectura que enfrenta la muerte y nuestra relación con los muertos. Mientras leía las primeras páginas encontré una mascarilla doblada en el bolsillo de mi sudadera. Era la última mascarilla que me puse en el hospital y la sudadera que llevaba puesta la tarde de lunes que vi morir a mi madre (ese lunes de diciembre había nubarrones y llovía). Cualquier objeto, olor, sonido puede traerme de vuelta el recuerdo de mis padres jóvenes o las tardes donde fueron sedados y sólo podíamos acariciarlos antes del frío. De las primeras páginas rescato una frase de una adolescente en el entierro de su madre, colaboradora de la revista Charlie Hebdo y que fue asesinada en los ataques a la redacción de hace diez años. Le pregunta a la autora, tras lanzar un puñado de tierra al ataúd: "Entonces, ¿ya está? ¿Mamá nunca volverá?” Me sentí igual, a mis cincuenta años, cuando cerramos los ataúdes de mis padres. Mientras estuvieron tras el cristal, mis padres, aún parecían estar a nuestro lado. Ahora pienso, ojalá mi madre pudiera ver esta luz. Ahora recuerdo las macetas que florecían por estos meses en su balcón, su sonrisa y lentitud, sus besos de despedida.
Creo que no hace falta decirte cuánto me ha tocado este lunes. Lo he leído varias veces a lo largo del día, y cada una de esas veces he terminado con el corazón del revés. Te podría hablar de las mañanas donde mi padre me aguantaba la bicicleta para que aprendiera a andar en ella, o de las tardes en la cocina, mi madre con un libro de historia y yo repitiendo una lección hoy ya difusa, o de la última vez que busqué a mi madre para que me consolara, hace unos años, el llanto puro, su mano en mi cabeza, mi cabeza en su vientre.
Hoy he soñado con mi madre. Apenas aparece en mis sueños, al contrario que mi padre, al que veía andar sin temblores, su cuerpo viejo pero atlético, o sonreír porque había superado su fiebre o aquel en el que me decía que me quería. En el sueño, la cara blanca de mi madre, su cabeza ladeada en la cama y la lengua entre sus labios, como la tarde que murió, y una mano que le limpiaba con un pañuelo todo ese blanco de la cara.
Sonreí en el reparto, esta mañana. Si con la muerte de mi padre sentía que me protegía de algún modo allá donde esté, mi madre me trae su nombre, Luz. Si sonrío hay luz, y si hay luz está ella. Hubo más de un momento memorable. Una mujer de ochenta y cuatro años, mientras firmaba un certificado, me decía con voz traviesa que aún iba a la escuela —después de una pausa, apuntilló, de adultos—. Se juntaba con sus amigas antes de las clases, hacían excursiones, recordaban sus días de escuela. Tenía una cara radiante, esta mujer estudiante. Una niña miraba sorprendida las revistas y cartas en mi mano. Me preguntó que eran. Al responderle me dijo que llevaba muchas. Los niños me miran fascinados, como si fuese un mago o mi oficio no fuese cosa de otros tiempos. Y el viernes pasado, un hombre mayor de mi sección, jubilado hace tiempo, llevaba, vestido de ciclista en ruta, un ramo de rosas en equilibrio sobre su bicicleta.
He abierto una de las hojas de nuestro ventanal de cinco metros. Hace un calor extraño, hay margaritas en la campa junto a casa donde los perros corren y se revuelcan en la hierba y el cielo parece en pausa. Suenan algunos pájaros y la estela de coches lejanos. Es un atardecer tranquilo, ýb, de esos que se posan poco a poco en mi ánimo, que me hacen seguir el cambio de la luz y la aparición de las primeras estrellas. No necesito más —ayer, cocinaba mientras e. meditaba en otra habitación. Cortaba las verduras y preparaba el cuscús. Gestos que amé porque veía la luz junto al ventanal, cocinaba, e. estaba en la otra habitación y sentía todo el camino hasta ese instante extraordinario—.
El sábado cumplí cincuenta años (sigo asombrado, ýb, no sólo por la rapidez, también por sentir todos estos yoes que he sumado desde mi niñez). E. me regaló un poemario de Chūya Nakahara y su título, Triste y bello, define con precisión ese día. Lo bello fue salir con ella, el triple que me dedicó mi sobrino en su primera canasta del partido, tantos mensajes. Lo triste, el primer cumpleaños sin mi madre, sin mis padres, esas ausencias que abarcan cada espacio y cada tiempo, este sentimiento de orfandad, de no tener nadie por encima de mí —y eso me hace sentir vulnerable y desconcertado—, la extrañeza por no ver la cara de niño en mi padre al estirarme de las orejas o la voz risueña y con un matiz de gallego de mi madre cuando me decía zorionak.
He pensado estos días en esos cincuenta años. O mejor dicho, he imaginado el siete, ocho y nueve de febrero de hace cincuenta años, también viernes, sábado y domingo, como este año. El viernes tarde pensaba en mi madre en el hospital, con las contracciones y a la espera; el sábado imaginé mi nacimiento, los gestos de mis padres, mis primeros gestos; el domingo inventé lo que pudieron sentir ese día, el futuro que creaban para mí. Durante esos tres días estuve entre dos tiempos, entre lo real y lo imaginado.
Me preguntan si siento la crisis de los cincuenta. Sonrío y niego. Siento, en realidad, la crisis de la orfandad. Pasé días desnortado por las repeticiones en los días y en los gestos que no entendía. Me costaba encontrar un sentido. Había terminado el mundo de mi madre y empezaba uno nuevo donde la tristeza por no volver a sus caricias o su voz o el sabor de sus platos. Hace poco vi una entrevista a Pepe Mújica. Aplaudía el tiempo perdido. Dejarse de esas necesidades que nos han impuesto desde fuera y disfrutar de sembrar un campo, leer, mirar alrededor, conversar pavadas. Ahora, en este nuevo mundo, el sentido es E., este cielo de luz y sombra, mi familia, los libros y los caminos que me esperan, saberme habitado por la memoria de mis padres.
sólo puedo decir que los días son extraños y me siento desubicado y vacío y su ausencia es absoluta. Los días pasan y se repiten, ýb. Salgo de madrugada de casa y leo en el metro y tren camino al trabajo —los mismos viajeros ocupando los mismos asientos un día tras otro—; en el reparto las rutinas de los vecinos de mi sección, cuándo salen a por pan, cuándo toman café o cerveza, en qué colegio esperan a los hijos o nietos. Como solo en la casa ahora vacía de mis padres y ahí es donde su ausencia se encarna en el frío y silencio de las habitaciones, en los pequeños objetos que han dejado, fotografías, carteras, relojes, ropa, el botón de tele alarma, y están a oscuras —pienso mucho en esa casa cerrada cuando no estamos mis hermanas o yo—. Vuelvo a casa, leo y duermo. Todo parece igual, a veces sonrío y bromeo a menudo, pero llevo dentro una tristeza y una vulnerabilidad perennes y siento, como tras la muerte de mi padre, que el mundo que habitaba y representaba mi madre, todo aquello que la conformaba y definía ha desaparecido. Es el primer mes de un nuevo mundo y de esta sensación de no tener a nadie por encima de mí, de extrañar los cuidados de mis padres incluso en sus temblores, flaquezas y dolores, esas caricias o esos gestos hacia nosotros sus hijos. También extraño, entre otras cosas, su risa de niña, su dulzura y luz, el sabor de sus platos y su cabeza inclinada mientras dibujaba los puzles de seguir los puntos.
Encuentro a mi madre en momentos inesperados. Una vecina se persigna en el portal y el mismo gesto de mi madre y de tantas mujeres de su generación al salir de casa. El humo de una chimenea es su mano decidida al encender un una piña en las cocinas gallegas de leña. May Sarton describe sus cuidados de una flor en su Diario de los setenta y las macetas coloridas de mi madre.
Cada atardecer enciendo una vela por ella, por mi padre, y el crepitar de la luz es mi madre en las noches de apagón, cuando encendía otra vela para iluminar la cocina y nos entretenía con juegos de cartas. Hoy encontré un cuaderno de sumas y juegos de habilidades que mi madre completó en la rehabilitación tras su ictus. Su letra perdió redondez, como su voz, pero recuerdo su decisión y fuerza por recuperar parte de lo perdido. A veces vuelvo a las fotos de mi infancia —en ocasiones asoma mi madre—y el sentimiento de quiebra en el niño que fui, en todos los hombres que fui y soy. A veces veo sus retratos de joven y me sorprende su serenidad. Es escurridiza, mi madre, en las fotos. Apenas medio centenar antes de los móviles.
No consigo conectar con la realidad circundante en estas últimas semanas, ýb. Sólo los cambios de la luz invernal a lo largo del día, los jirones de niebla en las mañanas de lluvia, el cielo estrellado, la agitación de los árboles por los temporales de viento, el vuelo de los gorriones. Los días se despliegan monocordes; o yo no soy capaz de ver mucho más —mi hermana pequeña dice que no sabe por dónde le da el aire. Creo que es eso lo que nos ocurre a los tres hermanos—. Sí se repiten, sin llamarlas, imágenes de sus últimos días. Sus besos de despedida cuando terminaba el turno de visitas en reanimación y la última mañana juntos: cómo insistía en hacer ejercicios de respiración y piernas, cómo miraba a los monitores y le escribía en una pizarra qué significaba cada línea y pitido, su pregunta silenciosa, ella intubada, de qué le había pasado, mi letra al escribir que la quería mucho en esa pizarra que era nuestra voz, mis caricias en cara y pelo y pecho. Si pienso en esas dos horas donde la vimos morir, me rompo.
Todo sigue aquí. Hace poco escuché a Juan y medio decir que la muerte de un anciano equivalía a la pérdida de la biblioteca de Alejandría. Y ahora pienso que además de mundos somos bibliotecas.
Ahora atardece, ýb. Es un atardecer lento, con unas pocas nubes cálidas y púrpuras. Mi madre se llamaba Luz. Y creo que no podía tener otro nombre mejor.