Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 31 de enero de 2025

hay menos luz en el mundo

Hace un mes de la muerte de mi madre y
sólo puedo decir que los días son extraños y me siento desubicado y vacío y su ausencia es absoluta. Los días pasan y se repiten, ýb. Salgo de madrugada de casa y leo en el metro y tren camino al trabajo —los mismos viajeros ocupando los mismos asientos un día tras otro—; en el reparto las rutinas de los vecinos de mi sección, cuándo salen a por pan, cuándo toman café o cerveza, en qué colegio esperan a los hijos o nietos. Como solo en la casa ahora vacía de mis padres y ahí es donde su ausencia se encarna en el frío y silencio de las habitaciones, en los pequeños objetos que han dejado, fotografías, carteras, relojes, ropa, el botón de tele alarma, y están a oscuras —pienso mucho en esa casa cerrada cuando no estamos mis hermanas o yo—. Vuelvo a casa, leo y duermo. Todo parece igual, a veces sonrío y bromeo a menudo, pero llevo dentro una tristeza y una vulnerabilidad perennes y siento, como tras la muerte de mi padre, que el mundo que habitaba y representaba mi madre, todo aquello que la conformaba y definía ha desaparecido. Es el primer mes de un nuevo mundo y de esta sensación de no tener a nadie por encima de mí, de extrañar los cuidados de mis padres incluso en sus temblores, flaquezas y dolores, esas caricias o esos gestos hacia nosotros sus hijos. También extraño, entre otras cosas, su risa de niña, su dulzura y luz, el sabor de sus platos y su cabeza inclinada mientras dibujaba los puzles de seguir los puntos.
 
Encuentro a mi madre en momentos inesperados. Una vecina se persigna en el portal y el mismo gesto de mi madre y de tantas mujeres de su generación al salir de casa. El humo de una chimenea es su mano decidida al encender un una piña en las cocinas gallegas de leña. May Sarton describe sus cuidados de una flor en su Diario de los setenta y las macetas coloridas de mi madre.
 
Cada atardecer enciendo una vela por ella, por mi padre, y el crepitar de la luz es mi madre en las noches de apagón, cuando encendía otra vela para iluminar la cocina y nos entretenía con juegos de cartas. Hoy encontré un cuaderno de sumas y juegos de habilidades que mi madre completó en la rehabilitación tras su ictus. Su letra perdió redondez, como su voz, pero recuerdo su decisión y fuerza por recuperar parte de lo perdido. A veces vuelvo a las fotos de mi infancia —en ocasiones asoma mi madre—y el sentimiento de quiebra en el niño que fui, en todos los hombres que fui y soy. A veces veo sus retratos de joven y me sorprende su serenidad. Es escurridiza, mi madre, en las fotos. Apenas medio centenar antes de los móviles.
 
No consigo conectar con la realidad circundante en estas últimas semanas, ýb. Sólo los cambios de la luz invernal a lo largo del día, los jirones de niebla en las mañanas de lluvia, el cielo estrellado, la agitación de los árboles por los temporales de viento, el vuelo de los gorriones. Los días se despliegan monocordes; o yo no soy capaz de ver mucho más —mi hermana pequeña dice que no sabe por dónde le da el aire. Creo que es eso lo que nos ocurre a los tres hermanos—. Sí se repiten, sin llamarlas, imágenes de sus últimos días. Sus besos de despedida cuando terminaba el turno de visitas en reanimación y la última mañana juntos: cómo insistía en hacer ejercicios de respiración y piernas, cómo miraba a los monitores y le escribía en una pizarra qué significaba cada línea y pitido, su pregunta silenciosa, ella intubada, de qué le había pasado, mi letra al escribir que la quería mucho en esa pizarra que era nuestra voz, mis caricias en cara y pelo y pecho. Si pienso en esas dos horas donde la vimos morir, me rompo.
 
Todo sigue aquí. Hace poco escuché a Juan y medio decir que la muerte de un anciano equivalía a la pérdida de la biblioteca de Alejandría. Y ahora pienso que además de mundos somos bibliotecas.
 
Ahora atardece, ýb. Es un atardecer lento, con unas pocas nubes cálidas y púrpuras. Mi madre se llamaba Luz. Y creo que no podía tener otro nombre mejor. 

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