Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

martes, 1 de octubre de 2024

El sueño de la aldea Ding. Yan Lianke


A veces entro con el pie cambiado a una lectura. No encuentro ni un ritmo ni una voz a las que sujetarme, leo como un sonámbulo y siento esquivas las primeras páginas. Hay ocasiones donde me frustro, extrañado ante el impedimento de profundizar en aquello que leo, como si me despojaran de la capacidad para entender señales e imágenes, disociado de la palabra. Otras veces, como en esta novela de Lianke, sé que ese impedimento desaparecerá si me doy tiempo y dejo posarse su escritura en mi cabeza. 
Pensé en el sueño del título en ese parón lector de apenas un día: los sueños realistas y crudos del abuelo protagonista y que parecían otorgarle la capacidad de reproducir lo vivido o ver aquello que nunca presenció. O los sueños de una aldea cuyos habitantes vendieron su sangre años atrás por ese otro sueño de riqueza, de mejores casas y tierras y tumbas, y desaparecen de a poco hacia una muerte temprana. El sueño como letargo y suspensión, como búsqueda y fracaso, ese estar en un territorio-encrucijada entre incertidumbre e inexistencia, entre esta vida y una muerte donde se perpetuán odios y anhelos pasados. No hay tierra firme en la ensoñación.

*

Decías que este libro era brutal y bello, una combinación única. Lo hemos leído casi a la par en la última semana. Te hablé de mi dificultad para entrar en la narración y el narrador pero una vez lo hice me pareció duro, triste y con un lirismo delicado para describir el dolor, la corrupción, el amor, el miedo y la soledad en una aldea china durante los años noventa. Y te confesé que había símiles, a lo largo de la novela, que me descubrían una manera sutil y sensitiva de entender la escritura y la vida —“al ver los pellejos desprendidos, como alas de libélula…” fue uno de los ejemplos que te envié, el sufrimiento de quienes vendieron su sangre y con el tiempo contrajeron SIDA, viendo cómo sus cuerpos enflaquecían y se cubrían de pústulas—.
Ese narrador y esa narración que en un inicio sentí lejanos vienen desde la muerte, un territorio que no supone un final en las creencias de los habitantes de la aldea, sino otro tipo de vida, una forma de perpetuar la existencia desde otro lado. Como un sueño. Nos habla un muchacho de doce años, enterrado en una tumba junto a la vieja escuela —de la que su abuelo es bedel—, un muchacho envenenado como venganza contra su padre por lucrarse en el negocio de la sangre y que trajo la enfermedad de la fiebre y el extinguirse lento de la aldea. 
Un muchacho con una sensibilidad única, entre inocencia y asombro, para testimoniar la historia de los vivos, sus deseos íntimos, su egoísmo, su envilecimiento, sus miedos, sus diferentes soledades y, también, su intenso amor, su búsqueda de un día más de vida.
Un muchacho que entra en los sueños de su abuelo y que recorren el inicio de la venta de sangre, viajes a otras aldeas que florecieron por ese negocio o en los que el abuelo se adentra en el rastro de su hijo, convirtiéndose en testigo de su degradación e infamia.
Un muchacho que observa la vida adulta donde caos culpa dolor hostilidad.

Los habitantes de la aldea Ding
Morían, como hojas que caen de un árbol.
Se extinguían, como una luz que se apaga. 

Y
los días eran como cadáveres.


*

En las figuras del padre y la patria se simbolizan la corrupción, ambición y poder asfixiante. El abuelo, viejo profesor y bedel, asiste impotente a la deriva de su hijo y las imposiciones de un gobierno invisible pero férreo y vigilante. Su primer gesto es querer ahogar al hijo, al poder —luego, se encargará de los enfermos una vez confinados en la escuela e intentará un último gesto de humanidad—. El gobierno inicia la recolección de sangre, como décadas atrás ideó el gran salto hacia delante, y permite la aparición de mercaderes y oportunistas locales que medrarán ante las autoridades hasta alcanzar un reconocimiento e influencia perturbadores. El abuelo se opone a este devenir delirante donde se abandona cualquier atisbo de bondad y desaparece el sentido de comunidad. No hay hogar ni contención. Incluso en la escuela se disputa el mando entre los enfermos confinados, hombres sabiéndose muertos que no consiguen desprenderse de las viejas costumbres humanas, que destituyen al abuelo y permiten que el saqueo de la escuela para la construcción de ataúdes.
Y, luego, está el odio oculto y creciente.

*

Hay un momento, en esos capítulos donde los enfermos viven en la escuela, donde surge una tenue luz. Dos de ellos, ambos veinteañeros casados y repudiados por sus cónyuges, se decantan por un amor puro y último. Se encuentran en secreto para deshacerse de esa soledad que sienten los enfermos, incapaces de acercarse al otro, y cuyos días caen en una lenta tristeza ante la destrucción de su cuerpo y la agonía de los días.

Sin pronunciar palabra, caminaron hacia el cuarto que había junto a la cocina.
Entraros callados en la habitación, empleada como despensa para almacenar el grano de los enfermos.
Hacía buena temperatura y sus cuerpos entraron en calor.
Y al entrar en calor, se aferraron al sentido de la vida. 

Así de sencillo. 

Guardaron silencio. Era el suyo un silencio absoluto, un silencio de muertos, como si no hubiera ya nadie en el mundo, ni ellos siquiera. Parecía que estuvieran todos sepultados y sobre la superficie no quedaran más que la tierra, los cultivos, el viento, los insectos habituales de una noche de verano y el resplandor de la luna. Y bajo ese resplandor, el canto ahogado de las cigarras y de los grillos parecía colarse entre las rendijas del ataúd hasta helar la sangre y calar los huesos, como una fina corriente de aire gélido que alcanzara la médula y desencadenara un temblor incontenible. Pero Lingling no tembló, como tampoco lo hizo mi tío. Habían hablado tanto de la muerte que habían dejado de temerla.

*

Por instantes, Lianke me recordaba a uno de esos westerns de hechuras homéricas donde se enfrentaban la integridad contra la corrupción. O a los textos griegos donde padre e hijo se desafiaban hasta un destino trágico. El abuelo se horroriza ante las acciones de su hijo mayor. Primero la venta de la sangre, luego su escalada política y su falta de ética, donde vende ataúdes que el gobierno cedía a los enfermos de SIDA y, finalmente, las bodas entre quienes murieron solteros para que no estén solos en esa otra vida que se inicia con la muerte —y entre ellos su propio hijo, el narrador de esta historia de desapariciones, con apenas doce años—.  Los habitantes de las aldeas como una masa que dirigir y sacrificar.

*

Es conmovedora esta lectura. Y dolorosa. Aúna, como aquel libro de Kawabata, lo bello y lo triste. Desaparecen los vivos, las costumbres, las relaciones, desaparecen los campos y cultivos, la risa, desaparece la propia aldea. Quedan los sueños, sobrevolando las ruinas abandonadas, de un mundo nuevo.  

(15.07.2024)




Sobre el horizonte de poniente, en un extremo de la llanura, descansaban paralizados árboles y aldeas, como objetos pintados sobre el papel. Las pendientes soleadas del antiguo cauce, ya secas y convertidas en terraplenes, estaban cubiertas de frondosa vegetación, mientras las partes sombrías relucían peladas, blanquecinas y doradas. Bajo el sol crepuscular flotaban efluvios cálidos a hierba y a arena mezclados de un olor pastoso, sanguinolento y dulzón, como agua azucarada vertida sobre campos infinitos.
Se diría que la llanura se había convertido en un lago de agua templada, dulzona y ensangrentada.
Un lago sin confín del que emanaban efluvios de sangre, dulces y cálidos.
Era la hora del ocaso.
Un rebaño de ovejas avanzaba por el camino de la escuela en dirección a la aldea. Eran sus balidos como cañas de bambú que flotaran sobre las aguas del lago, empujadas por el viento, atravesando la calma de su superficie.
Era la hora del ocaso.
Un vecino conducía los bueyes de regreso a casa, después de un día pastando en los campos. Sus mugidos, en lugar de recorrer la llanura, se hundían en ella, como agua en la arena, fluyendo quedamente sobre los balidos de las ovejas.
Era la hora del ocaso.
Desde la entrada de la aldea, un vecino gritó hacia el trigal:
—¡Eh!, ¡¿tienes algo que hacer mañana?!
—¡No!... ¡¿qué ha pasado?! —contestó el del trigal.
—¡Se ha muerto mi padre!... ¡Mañana lo enterramos!
Tras un instante de silencio llegó la réplica:
—¡¿Cuándo se ha muerto?!
—¡Esta mañana!
—¡¿Tenéis el ataúd?!
—¡Sí! ¡Nos tocó un sauce en el reparto de Yuejin y Genzhu!
—¡¿Y la mortaja?!
—¡Mi madre la tenía preparada hace mucho!
—¡Vale! ¡Mañana me paso por tu casa a primera hora!
Como un inmenso lago sin brisa, la llanura volvió a sumirse en el silencio.
Yan Lianke. El sueño de la aldea Ding. Trad. Belén Cuadra Mora. Automática editorial.