Hace unos días, en mi última visita a mi librería favorita, uno de los libreros, un hombre joven y al que le apasionan los autores argentinos (Sara Gallardo, Saer, Diego Angelino, Fogwill, Roberto Arlt, que está leyendo ahora), me puso en las manos un libro de viajes de Hebe Uhart, De la Patagonia a México. Hace tiempo que quería descubrir su escritura —no paran de llegar ecos—. Apenas he leído cincuenta páginas con el sonido de la lluvia contra los cristales del cercanías. Y sonreí porque esta cronista viajera tiene una voz sencilla y tierna para hablar de hoteles y emigrantes, de descendientes de indios mapuches y ferias artesanales, de nómades y escritores locales. Es calidez lo que hay en sus páginas, ýb Y una mirada a lo, en apariencia, residual. Hay un capítulo, dentro de setenta páginas, dedicado a Tucumán. He decidido ser paciente y esperar a llegar a él sin hojear ni anticipar nada. Para ver qué encontró Uhart allá, y si se parece a lo que encontré yo y si nuestras palabras convergieron en los mismos lugares y personajes.
Los lunes de Anay. Polen…
"Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica qué puedo"
GABRIEL CELAYA
PARA HACER UNA PRADERA
Para hacer una pradera se necesita un trébol y una abeja,
Quemé mis últimos días libres entre sendas por bosques, viento del norte y hojas secas despedidas hacia el cielo. Fueron días de pausa y paso lento, de dejar fuera la vorágine de la rutina, de absorber los colores alrededor (yo, que busco siempre la imagen en blanco y negro). Estuvimos bajo un cielo nocturno claro y limpio, sin contaminación lumínica, un cielo ante el que extrañaba estar, la oscuridad y el titilar de luciérnaga de las estrellas y la salida de una luna feroz.
Hay lecturas que parecen ponerme piedras en el camino, cada página un avance arduo y trabajoso. Como Piezas en fuga, de Anne Michaels. En otra ocasión, con otro libro, habría abandonado a las pocas páginas. Pero a veces ocurre que sigo adelante porque, si soy paciente y leo lento, encuentro destellos minerales entre sus páginas. Por ejemplo, “Sea cual sea la edad del rostro, una vida entera de sentimiento intacto lo vuelve joven de nuevo en el momento de la muerte”. Por ejemplo, “Y más tarde, cuando empecé a escribir los hechos de mi infancia en un idioma ajeno a aquel en el que los hechos ocurrieron, fue una revelación. El inglés podía protegerme; un alfabeto sin memoria.” Encontrar las palabras que hablen de la infancia, el dolor, la pérdida, la muerte en otro idioma y que ese otro idioma sea una puerta y una protección. Sobrevivir para relatar la vida de uno con todas sus aristas e incógnitas.
Mi hermana me pidió que le eligiera un libro para sus sesiones de quimioterapia. Algo entretenido, sin muertes, dramas, ni dolores. Algo luminoso, vital. En verano, antes de este tiempo, empezó Brooklyn Follies. Y es una coincidencia austeriana. El narrador acaba de superar un cáncer e intenta volver a su geografía personal. Lo acabó en su primera sesión de quimio y yo quería encontrar una lectura tierna, cálida, que llevase a las películas de Capra o el humor de Twain para su segunda. Elegir una lectura para otro es casi un acto de amor. Pensar en el otro, ver los puntos de unión y de distancia, querer compartir un libro que has absorbido, sobreviviendo al olvido.
Mi hermana, mientras tiene fuerzas, sale a pasear por el monte o el camino junto a los acantilados. Toma fotos panorámicas desde una cumbre de montaña o en una curva sobre el mar. Es fuerte mi hermana. Dice que intentará hacer una vida normal mientras no la dobleguen los efectos secundarios. El último viernes, mientras tomábamos café los tres hermanos, hablamos de la peluca y pañuelos que se ha comprado —en una semana irá a por ella y se cortará el pelo—, de la novia de mi sobrino, de mi vuelta al trabajo, de las herramientas de carpintero que compuso nuestro padre y que guardamos entre todos. Parecía un tiempo normal.
—Elegí Una temporada para silbar, de Ivan Doig, tres hermanos que cabalgan a caballo a la escuela, que ven la llegada del mundo lejano en una ama de llaves que no sabe cocinar pero tampoco muerde, un maestro que enseña y actúa a la vez y en el paso lento del cometa Halley, una historia entre Capra y Twain que se lee con una sonrisa y da calidez y hace pensar en la fuerza de la bondad cuando más escasea—.