Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

lunes, 27 de mayo de 2024

Los lunes de Anay. Senderistas...


Para Fernando y Elena. Zorionak.

"Te cojo de la mano. Me detengo.
 Somos raíz hundiéndose en la tierra."

                                                     JOSEP M. RODRÍGUEZ


UN POCO ANTES DEL ÚLTIMO RECODO

No es lo habitual
pero a veces
sucede
que una mujer y un hombre
acaban encontrándose
al final del camino,
                           un poco antes
del último recodo.

Ya no hay herida que les sea ajena
ni decepción
que pueda sorprenderles:

no perderán el tiempo equivocándose.

                                                      KARMELO C. IRIBARREN



Feliz lunes.

Un beso,

Anay

jueves, 23 de mayo de 2024

ochenta y dos

Interrumpen su ascenso unos metros delante de mí. Durante un par de kilómetros, sólo sus voces y mis pisadas y el horizonte abierto. Las peregrinas buscan el inicio de este camino, abajo, en el valle, observan las cumbres que días atrás veíamos en el horizonte cuando el camino llaneaba entre campos segados y áridos, descubren aldeas y casas solitarias en los pliegues de las laderas, el silencio abrumador y la cercanía del cielo. Una de ellas extiende los brazos, como si buscara abarcar el paisaje entero entre ellos, y grita hacia la inmensidad alrededor. Es un grito de alegría y apasionamiento, un arrebato y una certeza, la armonía entre el mundo desnudo y nuestro corazón desnudo. Repite el grito, dos, tres veces, su eco adentrándose pendiente abajo, hacia los santuarios improvisados con piedras, fotografías, cartas de letra apretada, pequeños corazones de madera con las palabras family y faith escritas en su centro y hojas secas; hacia el camino bajo castaños y robles cubierto con las primeras hojas secas rojizas; hacia las rampas que nos doblegaron y frenaron nuestro paso; hacia el campanario de una iglesia encerrado entre árboles antes de la ascensión. Sus gritos me detienen en este camino despejado cerca de la frontera lucense, apaciguo mi marcha y encuentro en ese paisaje de cumbres y valles en sombra reflejos de aquel de mi infancia en tierras gallegas. 
Unas horas atrás, el silencio antes del amanecer y la oscuridad tras las últimas casas de Villafranca del Bierzo. El cielo estaba claro y el temblor de las estrellas me recordó el sonido de unas viejas campanas. Me adelantaban y adelantaba a otros peregrinos madrugadores y ahí fuera, entre los campos y los senderos mudos, las luces de nuestras linternas frontales formaban un camino de luciérnagas. Marchamos junto a una carretera comarcal, atravesamos una aldea de casas abandonadas en el albor del día, vimos purpurear las cumbres de los montes, la salida del sol a nuestra espalda y, delante, nuestras sombras alargadas, menguando a lo largo de la mañana y el camino.

Mi padre, antes de morir, nos repetía los mismos recuerdos una y otra vez. Jornadas de pesca, ruadas nocturnas, comidas memorables en la costa gallega, bromas pesadas a los furtivos. No eran significativos, creo —no hablaba, en esas últimas semanas de vida, de su primer amor o la primera vez en la gran ciudad, fuera de su aldea, ni de los años solitarios antes del reencuentro con mi madre en esta tierra vasca, el nacimiento de mis hermanas y el mío propio, los días de jubilación, antes de los temblores, en su mesa de carpintero—. Se relataba su propia vida con una voz que no parecía la suya, una voz ronca y de autómata. No importaba mucho si hacíamos preguntas; iniciaba uno de esos recuerdos y tiraba de él como las mulas de carga hasta exprimirlo por completo.  

Había días, sin embargo, donde permanecía en un silencio aislador. Sentado en un banco junto a casa, se inclinaba sobre sus rodillas con la mirada lejana y las manos cerradas en un gesto de rezo que intentaba ralentizar sus temblores. En ese silencio, creo, repasaba su vida entera, del chaval en una tierra y un tiempo míseros pero con recuerdos inesperadamente luminosos al hombre de cuerpo retorcido con miedo a morir y congoja ante su torpeza y desmaña, todos los recovecos secretos, todo el amor y la angustia y la ternura experimentados. Tal vez sintiera asombro por la vida recorrida o sólo estupor y desconcierto por su rapidez. Tal vez sólo dolor y miedo. Ese silencio, su silencio

Mi silencio es este camino que me acerca a su tierra. Hoy no pesa la mochila en mi espalda, ni siento el cansancio en mi cuerpo. No descanso, cruzo los pueblos a un ritmo endiablado y siento que la sangre tira de mí hacia esa frontera en las cumbres. Mi corazón late fuerte y rápido y acongojado, y el paisaje es invisible, apenas una mancha difusa y alejada. Me detengo en la última aldea, antes de la ascensión —despierto de mi aturdimiento al ver en lo lato del camino, entre los valles boscosos, un campanario gris entre los  árboles—. Me siento junto a un riachuelo, entre flechas amarillas y señales de otro camino entre valles y minas. El agua corre clara entre los cantos rodados. 

Olía a barniz y serrín, mi padre. Y a sudor y madera. Las mañanas de orballo y niebla veía su silueta negra en aquel taller bajo el hórreo donde herramientas y polvo. Fumaba ducados —el humo de sus cigarrillos, niebla—. Me asombraba el desorden alrededor de mi padre contra sus gestos seguros y equilibrados en su banco de carpintero. Mi padre guiñaba un ojo al pasar la escuadra por la superficie de una tabla, dejaba el cigarro en el borde del banco, cepillaba la madera y volvía a empezar, cigarro, escuadra, borde, cepillo, hasta que se sentía satisfecho —cada gesto, un convencimiento—. Era meticuloso, mi padre.

Asciendo por un camino de piedras y tierra blanca, como aquel que cruzaba las aldeas de mis padres para convertirse en una promesa. Entonces, me encuentro con un hito con una cruz roja de Santiago que marca la frontera castellano-lucense. Dejo la mochila a un lado del camino. Estoy a campo abierto, aún quedan unos kilómetros hasta la cumbre y el final de etapa, y la sangre tira como me decían en Argentina los hijos de andaluces y murcianos. Han dibujado un corazón rojo y han escrito mensajes y nombres en español, italiano, inglés en el hito —también en las piedras a su alrededor—. Este dejar señales de nuestro paso, este conversar con nuestro yo íntimo y con el otro, este creer que una piedra conservará nuestro recuerdo. Hace un año vi morir a mi padre, —hace un año de esta tristeza lenta y subterránea, de los sueños donde mi padre no tiembla al andar y me dice que me quiere o vuelve a ser un joven con cuerpo de titán; hace un año que sus palabras, su voz, sus gestos reverberan en mí, él río yo afluente; hace un año que su ausencia tiene la corporeidad de estas piedras—, y con él, el final del mundo que mi padre fundó un veintitrés de mayo de mil novecientos cuarenta y dos. Hoy, frente a esta frontera imaginaria y oculta, antes de proseguir este camino blanco hacia una iglesia en la cumbre donde escucharé una plegaria en lengua navaja, busco una piedra donde escribir el nombre de mi padre.


23.05.2022/23.05.2023

lunes, 20 de mayo de 2024

Los lunes de Anay. Narrativas...

Cae una lluvia firme y rápida, ahora. Abro la ventana para leer con su reverbero como compañía en esta tarde ensimismada. Es uno de mis tótems, la lluvia, como la primera luz de la mañana, los jirones de niebla sobre los montes o el polvo de un camino blanco. De niño, como todos los niños, saltaba sobre los charcos y daba patadas al agua, la lluvia hacia arriba y entre mis piernas, ajeno a las súplicas de mi madre. Hoy son los fugaces círculos de las gotas sobre la acera, rompiendo el reflejo del cielo y la ciudad sobre los charcos, quienes captan mi atención. Esta lluvia y el lento apenumbrarse de la tarde en las hojas de un libro.
*
Mis padres querían que bajase a la calle, creían que era un niño tranquilo y solitario, siempre delante de la televisión, armando rompecabezas y torres en el suelo o anotando en un cuaderno pautado hileras de números por la asombro de su dibujo sobre la hoja. Mi padre me invitaba a ir con él a su taller de carpintero, cosa que raras veces sucedía, mi madre me decía que saliese al barrio en una época donde éramos docenas de niños divididos por edades y habilidades. Los pequeños, como mis hermanas y yo, jugábamos a la comba, la rayuela o pintábamos con tiza un circuito quebrado para jugar a las chapas y ser Lejarreta, Alberto Fernández, Hinoult. Los mayores, que ocupaban el aparcamiento entre los edificios de ladrillo rojo y armaban partidos de béisbol que ojeábamos sin comprender, se cronometraban en carreras alrededor de uno de esos edificios que siguen siendo de ladrillos rojos —pero de un rojo deslucido, hoy— o lanzaban piedras hacia las huertas y las lejanas vías del tren en un concurso de fuerza y distancia. Eran hermosos, aquellos chicos y chicas en el inicio de su madurez, sus cuerpos ágiles y ligeros y fuertes, su confianza y energía impetuosas, el futuro delante de ellos, inmaculado y completo. Cuando veo a un par de ellos, hoy, es como la gota de lluvia que quiebra el reflejo en un charco —el resto orillaron las drogas, los accidentes de tráfico, las pérdidas. Son felices (o buscan una parcela de esa felicidad prometida) o se han acostumbrado a una rutina calmante—
*
Es una semana de encuentros repentinos, como la lluvia a lo largo de los días. V. lleva un caracol en el dedo índice. Lo ha encontrado en la acera, dice, y busca un jardín con hierba donde dejarlo. Se siente tonta, dice. Yo tuve un caracol durante cuatro años, le digo. Apareció en unas hojas de espinacas, apenas más grande que mi uña del dedo meñique. Lo llamé Sísifo, y sonríe. Hace poco descubrí que escribía poemas que editaron en una asociación cultural del pueblo, junto a otras vecinas de mi sección (Uno de ellos, titulado Lavadero, dice: Pozo poco profundo / donde se lava la ropa / y las miserias de uno. / Rodillas que se doblegan / como castigo / y manos endurecidas / de frotar en el frío.) . V. es una mujer de voz y gestos tranquilos, cuida de los gatos callejeros y en nuestras conversaciones fugaces en el umbral de su puerta me pregunta por el frío de la mañana y se lamenta de estado del mundo. En sus poemas habla del miedo, de seguir soñando a pesar de todo, del abandono. Como c., otra poeta aficionada de mi sección, acumula palabras e imágenes. El relato de su mundo. 
*
Se elevan nubes de vaho de la hierba y recorren las aceras tras la lluvia. Parecen pequeñas tormentas de arena o remolinos de aire, antes de desvanecerse. 

18.05.24 


Los lunes de Anay. Narrativas…

"Ese saldrá ganando."  
                                     PAUL CELAN


PARÁBOLA DE LA BESTIA

El gato ronda por la cocina
con un pájaro muerto,
su nueva posesión. 

Alguien debería hablarle
de ética al gato mientras este
husmea el lacio pajarillo:

en esta casa
no ejercemos
la voluntad de este modo.

Cuéntale eso al animal,
con sus dientes ya
clavados en la carne de otro animal. 
                                                              
                                                              LOUISE GLÜCK 
                                                                 (versión de Andrés Catalán)




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 13 de mayo de 2024

Los lunes de Anay. Rachas...

"Ahora sólo tienes una vida"

                                         ESPERANZA ORTEGA


HOY PUEDO ESTAR CONTIGO...

Hoy puedo estar contigo. He deseado
para ti todo el bien y me acompaña
la bondad del amor. A ti te debo
gozar en soledad la compañía
más difícil del hombre, la que tiene
consigo mismo. No me causa miedo
reconocerme, ni busco a nadie, no.
Le has dado a mi semblante sin saberlo
una luz interior que me hace fuerte,
para vencer mayores soledades.

                                                MANUEL ALTOLAGUIRRE





Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 6 de mayo de 2024

Los lunes de Anay. Sostenuto...

"Se te ve, calor, se te ve.
 Se te ve lo rojo, el salto,
 la contorsión, el ay ay."

                                      PEDRO SALINAS


NO LLAMES A LA PUERTA

No llames a la puerta, amor,
no abras la caja
no levantes el lienzo,
no preguntes.
Podrían las paredes derrumbarse
cegarse las ventanas
y antiguas mariposas
se desharán en polvo.
No me busques los ojos,
no me beses.
Soy una zarza ardiendo.

                                       PILAR ROMERO BURGOS



Feliz lunes.

Un beso,

Anay