Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 13 de noviembre de 2021

marciada —el rastro no se pierde

Cada tarde, desde hace un mes, enciendo una vela por mi padre.
Me acerco al pequeño altar en el salón, una foto suya de hace veinte años, unas flores que eligió E. de una de las coronas funerarias, tierra y piedras que recogimos junto al Miño, cerca de la aldea donde nació —y mi padre amaba los ríos donde truchas y silencio—, y le digo que lo extraño y que le quiero.
Todo sigue triste. Es una tristeza donde ausencia y recuerdo. Un bosque de eucaliptos —él, que plantó un eucalipto junto a su casa, un árbol que yo sentía monumental en mi niñez, como monumental mi padre, cuando mi mano dentro de la suya y él un titán en tierra—, el banco junto al portal donde se sentaba cada mañana, su sitio en la mesa de la cocina, incluso las calles del pueblo que eligió para vivir, me hacen sentir su ausencia —y sentir su ausencia es tenerlo presente, aquí dentro—.
Es extraño este mundo donde  mi padre no está. Y me siento extraño en este mundo, que no tenga palabras o gestos, que esté en silencio y quieto. 
(12.10.2021)


Ahora te rezo a ti,
Tú eres la estación intermedia
De la que solo sé que existe,
Tú eres la parada en la que mis palabras
Se transforman en alfabeto.
Te rezo a ti,
Sin saber qué pedirte
Excepto a ti mismo,
Y tú transcribes mis palabras sin entenderlas
Y despacio te las llevas lejos.
Ana Blandiana (en Variaciones sobre un tema dado. Trad. Viorica Patea y Natalia Carbajosa. Visor libros)

*

Estoy sentado en un banco, junto a los árboles del río. Hay una luz suave y pausada y viento entre las hojas (su sombra y su luz). Vi el azul de un martín pescador al cruzar el puente. El cielo está limpio, sin estelas de aviones. Hace media hora que estoy sentado, solo, en silencio, triste, en este banco de piedra. Y es al detenerme, al sentir este mundo nuevo que surgió hace un mes con la muerte de mi padre cuando siento toda su ausencia. No hay otra cosa, en esta tarde lenta, que su vida, aquella de las fotos en blanco y negro de ruadas y romerías y uniformes militares, o aquellas donde me sostiene cuando niño o todos esos objetos que saqué de sus carteras —esquelas, calendarios, estampas, recortes de periódicos donde aparece esquinado en una fotografía—, antes de los temblores y el dolor, cuando era mito y titán. Todos los espacios en blanco que tengo de él. 
Cada tarde enciendo una vela y le digo que lo extraño y le quiero, mi rezo, mi rito. El martes lloré al ver apagarse la vela. Había pasado un mes de su muerte, de aquel atardecer en la habitación de hospital y mi hermana y yo a su lado, sus manos quietas en las nuestras (y ahora recuerdo el tiempo donde eran las nuestras las contenidas por mi padre). Mi tristeza y el llanto emergen en cualquier momento.
No soy capaz de escribir sobre todo esto, aquí sentado, junto a los árboles del río y el movimiento de las hojas, sólo que pienso y siento a mi padre, que soy fragilidad, que su ausencia es presencia, que todo sigue triste y que mi padre fue un hombre bueno.
(14.10.2021)

*

No tengo muchas ganas de escribir, o de hablar. A veces me siento en un banco de piedra, cerca de casa, después de comer con mi madre tras el trabajo. Sólo sé que necesito parar, mirar alrededor, sentirme lento. Entonces, llegan los recuerdos. Y recordar es volver a pasar por el corazón la vida de mi padre, el taller de carpintero bajo el hórreo y las marcas a lápiz en la madera, el verano donde nos hizo arcos y flechas y una canasta de madera, la celebración de cada comida, su figura, en aquel entonces de titán, a través de la ventana de la cocina, una caña de pescar y las truchas en laurel de su cesta de mimbre. También, estos últimos meses, todo su miedo y dolor, la tarde donde murió, mis hermanas, mi madre y yo a su lado. Estas pocas palabras y me rompo en esquirlas.
Este fin de semana encontré un correo que envié por 2016. Hablaba de una palabra que usaba mi padre, marciada —la lluvia inesperada en marzo—. E. leyó las postales que mi padre me escribía a Galicia, cuando niño —y mi padre siempre decía/escribía “vos” en vez de “os”, y verlo escrito en esas postales es escuchar su voz de nuevo, esa voz de los últimos años, más débil que aquella de mi infancia—. Voy recogiendo migas de pan, el rastro no se pierde.
En agostó grabé tres audios a mi padre. Sentados en el banco, junto al portal, mi padre hablaba para sí de sus recuerdos. Siempre los mismos. Hacía semanas que parecía recapitularse. Creí que tendría más tiempo, más tiempos. Ahora espero el momento donde pueda enfrentarme a ellos.
(19.19.2021)

(Coda) Estamos sentados en un banco al sol. Mi padre agarra con fuerza su bastón, observa sus manos, espera el temblor en su cuerpo, yo levanto la vista y descubro la luna menguante entre las líneas de nubes (apenas un esbozo en el cielo). Se la señalo y mi padre recuerda, dice que en su aldea plantaban ajos y cebollas en las mañanas de luna menguante, que había que hacerlo antes de mediodía para evitar que floreciesen en exceso y se echaran a perder (sonríe, su gesto cansando y arrugado). Le digo que la luna nos influye, las mareas, nuestro cuerpo, la sangre. Asiente en silencio.
Mi padre dice marciada a la lluvia inesperada en marzo, habla de cuando era niño y acompañaba a su padre por las casas y armaban armarios y camas. A veces, mi padre mezcla pasados, cruza líneas y vidas, desanda el camino.
(02.05.2016)

*

(…) Desde la muerte de mi padre (no me acostumbro a esta expresión, a este forma de contar el tiempo), cualquier cosa, unas palabras escritas por mi padre en unas postales o en el reverso de sus fotos, la mano de mi madre en la mía cuando damos pequeños paseos y ella parece niña de nuevo, descubrir todos los gestos que he heredado de él —la forma de fruncir el ceño, la entonación en algunas palabras— o hablar a mis amigos de mi ritual de atardecer, esa vela que ilumina su ausencia, cualquier cosa, me hace sentir frágil, triste o emotivo. Incluso el silencio, como días atrás, cuando miraba a través de la ventana los arces rojizos, me conduce al llanto.
(27.10.2021)

*

Queda un par de horas para el amanecer. Mi padre descansa, la radio de fondo, el silencio en el pasillo del hospital, la habitación a oscuras. Sigo las sombras de las cortinas y del olivo del jardín en la pared blanca hasta que pierden su significado. Las nubes de lluvia y nieve pasan rápido bajo el cielo. Cierro los ojos y escucho gaviotas a través de la rendija de la ventana, también el tráfico y las persianas al abrirse.
Observo una foto en blanco y negro, mi padre me sujeta del codo para que no me caiga en mis primeros pasos. Lleva traje, el pelo negro (las patillas también negras y grandes), el reloj gris que baila en mi muñeca cada vez que me lo pongo, el cuerpo delgado y fibroso. De niño me decía que pusiera mi mano en su brazo, entonces hacía fuerza, “sacaba bola” y yo le miraba sorprendido. O acercaba su mejilla sin afeitar a la mía para que notara cómo raspaba su barba. En esa foto de mi padre, agachado, mirándome entre preocupado y curioso, su mano en mi brazo, yo sonriente, a punto de echar a correr, está mi infancia.
Hay otra foto tomada unos segundos después, corro solo por la acera, me río, los brazos agitados, el gesto travieso, la mirada alta, al frente.
Amanece poco a poco, se abren claros entre las nubes, el viento mueve las ramas del olivo, cambia la luz, se hace más gris, las enfermeras hablan con voz baja y suave en el pasillo, el frío entra por la rendija de la ventana, me despeja. Mi padre duerme, yo miro fotos y escribo, la radio siempre de fondo
(23.01.2014)


*

(…) Hoy he leído alguno de tus poemas, porque en cada lectura nueva me habla un poema diferente. Y hoy ha sido Tras las palabras el que me ha detenido, por todas esas palabras de mi padre que busco en sus carteras, en el reverso de sus fotos de juventud —donde pequeñas cartas de amor—, en su cartilla naval, esa letra que se hizo temblorosa con el paso del tiempo, que ya no fue en los últimos años. Me quedan esos tres audios que grabé en agosto, unos días antes de su muerte, y que aún no me atrevo a escuchar —ayer, en cambio, vi las últimas fotos que hicimos de mi padre, aquella donde sonríe ante la mesa de navidad, o aquella en su banco en la calle, y descubrí que, si veo las fotos antiguas de mi padre me emociono, si las últimas me rompo. También descubrí un gesto repetido en esas fotos, mi padre sentado en un banco, el cuerpo hacia delante, los brazos apoyados en las piernas, la mirada alejada, en el suelo, y me pregunto de cuánto era consciente, de cuánto miedo y cansancio y soledad—.
Acabo de encender una vela en el santuario de mi padre. El crepitar de la cerilla sobre la cajetilla, antes de la llama, y la continuación de un diálogo entre su ausencia y mi búsqueda de un recuerdo olvidado o mi silencio lleno de él y de esto que siento, quiebra tristeza distancia fragilidad dolor. Es un ritual que necesito. Parar la rapidez del día a día que parece querer devorar cualquier emoción y sentir a mi padre y recordar el mundo anterior a éste.
Las palabras de mi padre podrían ser estas estanterías que me hizo, antes de los temblores, y que sujetan cada libro de mi biblioteca, o la cajita de madera donde E. guarda los poemas que le escribía en posits, o los ruxe ruxe que conservo, aquellos juguetes de su infancia que hacía con cáscaras de nueces, un cordel y un palo, o las herramientas de carpintero con nombres de antaño que me regaló y que hizo junto a su padre, herramientas que ya no pudo utilizar en los últimos años, herramientas que decorarán nuestra futura casa. Las palabras de mi padre están hechas de madera.
A veces busco en mis palabras sobre él en tantos correos de los últimos años. Y le encuentro, nos encuentro.
(07.11.2021)


Tras las palabras
No me resigno a darlas por perdidas;
tienen que estar ahí, en alguna parte.
Daré con ellas, con su paradero.

Las buscaré por aire, tierra y mar.

Empezaré afinando la pesquisa y formularé
la pregunta adecuada.
Si a las palabras se las lleva el viento,
al viento quién se lo lleva.
                                           Adónde va.
Anay Sala Suberviola (en Ý. Turno de réplica. Ediciones Torremozas)

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