Cada tarde, desde hace un mes, enciendo una vela por mi
padre.
Me acerco al pequeño altar en el salón, una foto suya de
hace veinte años, unas flores que eligió E. de una de las coronas funerarias,
tierra y piedras que recogimos junto al Miño, cerca de la aldea donde nació —y
mi padre amaba los ríos donde truchas y silencio—, y le digo que lo extraño y
que le quiero.
Todo sigue triste. Es una tristeza donde ausencia y
recuerdo. Un bosque de eucaliptos —él, que plantó un eucalipto junto a su casa,
un árbol que yo sentía monumental en mi niñez, como monumental mi padre, cuando
mi mano dentro de la suya y él un titán en tierra—, el banco junto al portal
donde se sentaba cada mañana, su sitio en la mesa de la cocina, incluso las
calles del pueblo que eligió para vivir, me hacen sentir su ausencia —y sentir
su ausencia es tenerlo presente, aquí dentro—.
Es extraño este mundo donde
mi padre no está. Y me siento extraño en este mundo, que no tenga
palabras o gestos, que esté en silencio y quieto.
(12.10.2021)
Ahora te rezo a ti,
Tú eres la estación intermedia
De la que solo sé que existe,
Tú eres la parada en la que mis palabras
Se transforman en alfabeto.
Te rezo a ti,
Sin saber qué pedirte
Excepto a ti mismo,
Y tú transcribes mis palabras sin entenderlas
Y despacio te las llevas lejos.
Ana Blandiana (en Variaciones sobre un tema dado. Trad.
Viorica Patea y Natalia Carbajosa. Visor libros)
Estoy sentado en un banco, junto a los árboles del río. Hay una luz suave y pausada y viento entre las hojas (su sombra y su luz). Vi el azul de un martín pescador al cruzar el puente. El cielo está limpio, sin estelas de aviones. Hace media hora que estoy sentado, solo, en silencio, triste, en este banco de piedra. Y es al detenerme, al sentir este mundo nuevo que surgió hace un mes con la muerte de mi padre cuando siento toda su ausencia. No hay otra cosa, en esta tarde lenta, que su vida, aquella de las fotos en blanco y negro de ruadas y romerías y uniformes militares, o aquellas donde me sostiene cuando niño o todos esos objetos que saqué de sus carteras —esquelas, calendarios, estampas, recortes de periódicos donde aparece esquinado en una fotografía—, antes de los temblores y el dolor, cuando era mito y titán. Todos los espacios en blanco que tengo de él.
Cada tarde enciendo una vela y le digo que lo extraño y le quiero, mi rezo, mi rito. El martes lloré al ver apagarse la vela. Había pasado un mes de su muerte, de aquel atardecer en la habitación de hospital y mi hermana y yo a su lado, sus manos quietas en las nuestras (y ahora recuerdo el tiempo donde eran las nuestras las contenidas por mi padre). Mi tristeza y el llanto emergen en cualquier momento.
No soy capaz de escribir sobre todo esto, aquí sentado, junto a los árboles del río y el movimiento de las hojas, sólo que pienso y siento a mi padre, que soy fragilidad, que su ausencia es presencia, que todo sigue triste y que mi padre fue un hombre bueno.
(14.10.2021)
*
No tengo muchas ganas de escribir, o de hablar. A veces me
siento en un banco de piedra, cerca de casa, después de comer con mi madre tras
el trabajo. Sólo sé que necesito parar, mirar alrededor, sentirme lento.
Entonces, llegan los recuerdos. Y recordar es volver a pasar por el corazón la
vida de mi padre, el taller de carpintero bajo el hórreo y las marcas a lápiz
en la madera, el verano donde nos hizo arcos y flechas y una canasta de madera,
la celebración de cada comida, su figura, en aquel entonces de titán, a través
de la ventana de la cocina, una caña de pescar y las truchas en laurel de su
cesta de mimbre. También, estos últimos meses, todo su miedo y dolor, la tarde
donde murió, mis hermanas, mi madre y yo a su lado. Estas pocas palabras y me
rompo en esquirlas.
Este fin de semana encontré un correo que envié por 2016.
Hablaba de una palabra que usaba mi padre, marciada —la lluvia inesperada en
marzo—. E. leyó las postales que mi padre me escribía a Galicia, cuando niño —y
mi padre siempre decía/escribía “vos” en vez de “os”, y verlo escrito en esas
postales es escuchar su voz de nuevo, esa voz de los últimos años, más débil
que aquella de mi infancia—. Voy recogiendo migas de pan, el rastro no se
pierde.
En agostó grabé tres audios a mi padre. Sentados en el banco,
junto al portal, mi padre hablaba para sí de sus recuerdos. Siempre los mismos.
Hacía semanas que parecía recapitularse. Creí que tendría más tiempo, más
tiempos. Ahora espero el momento donde pueda enfrentarme a ellos.
(19.19.2021)
(Coda) Estamos sentados en un banco al sol. Mi padre agarra
con fuerza su bastón, observa sus manos, espera el temblor en su cuerpo, yo
levanto la vista y descubro la luna menguante entre las líneas de nubes (apenas
un esbozo en el cielo). Se la señalo y mi padre recuerda, dice que en su aldea
plantaban ajos y cebollas en las mañanas de luna menguante, que había que
hacerlo antes de mediodía para evitar que floreciesen en exceso y se echaran a
perder (sonríe, su gesto cansando y arrugado). Le digo que la luna nos influye,
las mareas, nuestro cuerpo, la sangre. Asiente en silencio.
Mi padre dice marciada a la lluvia inesperada en marzo,
habla de cuando era niño y acompañaba a su padre por las casas y armaban
armarios y camas. A veces, mi padre mezcla pasados, cruza líneas y vidas,
desanda el camino.
(02.05.2016)
*
(…) Desde la muerte de mi padre (no me acostumbro a esta
expresión, a este forma de contar el tiempo), cualquier cosa, unas palabras
escritas por mi padre en unas postales o en el reverso de sus fotos, la mano de
mi madre en la mía cuando damos pequeños paseos y ella parece niña de nuevo,
descubrir todos los gestos que he heredado de él —la forma de fruncir el ceño,
la entonación en algunas palabras— o hablar a mis amigos de mi ritual de
atardecer, esa vela que ilumina su ausencia, cualquier cosa, me hace sentir
frágil, triste o emotivo. Incluso el silencio, como días atrás, cuando miraba a
través de la ventana los arces rojizos, me conduce al llanto.
(27.10.2021)
*
Queda un par de horas para el amanecer. Mi padre descansa,
la radio de fondo, el silencio en el pasillo del hospital, la habitación a
oscuras. Sigo las sombras de las cortinas y del olivo del jardín en la pared
blanca hasta que pierden su significado. Las nubes de lluvia y nieve pasan
rápido bajo el cielo. Cierro los ojos y escucho gaviotas a través de la rendija
de la ventana, también el tráfico y las persianas al abrirse.
Observo una foto en blanco y negro, mi padre me sujeta del
codo para que no me caiga en mis primeros pasos. Lleva traje, el pelo negro (las
patillas también negras y grandes), el reloj gris que baila en mi muñeca cada
vez que me lo pongo, el cuerpo delgado y fibroso. De niño me decía que pusiera
mi mano en su brazo, entonces hacía fuerza, “sacaba bola” y yo le miraba
sorprendido. O acercaba su mejilla sin afeitar a la mía para que notara cómo
raspaba su barba. En esa foto de mi padre, agachado, mirándome entre preocupado
y curioso, su mano en mi brazo, yo sonriente, a punto de echar a correr, está
mi infancia.
Hay otra foto tomada unos segundos después, corro solo por
la acera, me río, los brazos agitados, el gesto travieso, la mirada alta, al
frente.
Amanece poco a poco, se abren claros entre las nubes, el
viento mueve las ramas del olivo, cambia la luz, se hace más gris, las
enfermeras hablan con voz baja y suave en el pasillo, el frío entra por la
rendija de la ventana, me despeja. Mi padre duerme, yo miro fotos y escribo, la
radio siempre de fondo
(23.01.2014)
*
(…) Hoy he leído alguno de tus poemas, porque en cada
lectura nueva me habla un poema diferente. Y hoy ha sido Tras las palabras el que me ha detenido, por todas esas palabras de
mi padre que busco en sus carteras, en el reverso de sus fotos de juventud
—donde pequeñas cartas de amor—, en su cartilla naval, esa letra que se hizo
temblorosa con el paso del tiempo, que ya no fue en los últimos años. Me quedan
esos tres audios que grabé en agosto, unos días antes de su muerte, y que aún
no me atrevo a escuchar —ayer, en cambio, vi las últimas fotos que hicimos de
mi padre, aquella donde sonríe ante la mesa de navidad, o aquella en su banco
en la calle, y descubrí que, si veo las fotos antiguas de mi padre me emociono,
si las últimas me rompo. También descubrí un gesto repetido en esas fotos, mi
padre sentado en un banco, el cuerpo hacia delante, los brazos apoyados en las
piernas, la mirada alejada, en el suelo, y me pregunto de cuánto era
consciente, de cuánto miedo y cansancio y soledad—.
Acabo de encender una vela en el santuario de mi padre. El
crepitar de la cerilla sobre la cajetilla, antes de la llama, y la continuación
de un diálogo entre su ausencia y mi búsqueda de un recuerdo olvidado o mi
silencio lleno de él y de esto que siento, quiebra tristeza distancia
fragilidad dolor. Es un ritual que necesito. Parar la rapidez del día a día que
parece querer devorar cualquier emoción y sentir a mi padre y recordar el mundo
anterior a éste.
Las palabras de mi padre podrían ser estas estanterías que
me hizo, antes de los temblores, y que sujetan cada libro de mi biblioteca, o
la cajita de madera donde E. guarda los poemas que le escribía en posits, o los
ruxe ruxe que conservo, aquellos juguetes de su infancia que hacía con cáscaras
de nueces, un cordel y un palo, o las herramientas de carpintero con nombres de
antaño que me regaló y que hizo junto a su padre, herramientas que ya no pudo
utilizar en los últimos años, herramientas que decorarán nuestra futura casa.
Las palabras de mi padre están hechas de madera.
A veces busco en mis palabras sobre él en tantos correos de
los últimos años. Y le encuentro, nos encuentro.
(07.11.2021)
Tras las palabras
No me resigno a darlas por perdidas;
tienen que estar ahí, en alguna parte.
Daré con ellas, con su paradero.
Las buscaré por aire, tierra y mar.
Empezaré afinando la pesquisa y formularé
la pregunta adecuada.
Si a las palabras se las lleva el viento,
al viento quién se lo lleva.
Adónde va.
Anay Sala Suberviola (en Ý. Turno de réplica. Ediciones
Torremozas)
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