Paisaje lunar 1942-1944 |
Tiene catorce años. Petr Ginz. Vive en la Praga ocupada por
los nazis. Le gusta dibujar, leer a Verne, escribir relatos. Ginz es un
muchacho inquieto, creativo y observador, y traslada su mundo a un diario hecho
con tapas y hojas de viejos cuadernos, un mundo que desaparece poco a poco.
Porque esa es la impresión tras leer su diario. Que es un libro de
desapariciones. Desaparecen las calles por las que poder pasear y los vagones
de tranvía en los que viajar, desaparecen la fruta y la verdura de las
cartillas de racionamiento, desaparecen los negocios, los muebles y las ropas,
desaparecen los compañeros y vecinos de Ginz, primero a la espera de un
transporte que los lleven a Terezin y luego dentro del campo de concentración, y
desaparece el propio Ginz. De lo pequeño y externo a lo interno e inmenso. Ése
es el orden de las desapariciones.
Ginz inicia sus anotaciones diarias sobre el tiempo que
hace, sus encuentros con amigos, la visita de familiares, las clases y los
deberes escolares, incluso incluye alguna travesura infantil, una repetición
sencilla y, casi, musical, en la que irrumpe la guerra, la ocupación alemana y
el cerco a los judíos. Ginz mira con asombro a su alrededor, describe su vida
familiar impregnada por el peligro de la guerra y su condición de judíos: a los
días donde habla de las primeras nieves o del casamiento de un profesor le
siguen las noticias del atentado a Heydrich, el llamamiento a familiares y
amigos para los transportes a Terezin, cómo los judíos son despojados primero
de sus derechos y sus pertenencias para luego acabar con su vida.
El diario de Ginz es duro y cruel tanto por lo que describe,
la persecución y el exterminio de los judíos, como por cómo lo hace, la
escritura de un muchacho despierto y creativo que con catorce años convive con
el horror y la sinrazón. Hay momentos de una dulzura y ternura extremas, los
regalos entre padres e hijos, los paseos con los amigos, los dibujos y los
sellos y las noticias de la radio y las travesuras y los motes a profesores que
hablan de una vida en apariencia normal y que se rompen por la guerra y la
barbarie, por ese muro primero invisible y luego real que rodeó a los judíos de
Praga. Es esa confrontación entre ternura y guerra, entre familia y
desapariciones lo que da a estos diarios un valor extraño y diferente, no son
memorias de supervivientes sino las impresiones de un muchacho mientras sucede
la guerra y el exterminio.
Jueves, 1 de enero de 1942 Me hice con corteza de árbol un violín
precioso, pero todavía no puedo tocarlo porque ahora sólo tiene dos cuerdas (de
goma).
Por la mañana hice deberes. Por
lo demás nada especial. En realidad pasan muchas cosas, pero no se notan. Lo
que resulta ahora totalmente corriente, hubiera sido motivo de escándalo en una
época normar. Los judíos, por ejemplo, no pueden comprar fruta, gansos y aves
en general, queso, cebolla, ajo y muchas otras cosas. No les dan cartillas de
racionamiento de tabaco a los presos, a los locos y a los judíos. No pueden
viajar en el vagón delantero de los tranvías, en los autobuses y en los
trolebuses; no pueden pasear por la orilla del río, etc., etc.
La edición de los diarios de Ginz se completa con unos
cuadernos encontrados de sus meses en Terezin donde Ginz recuerda su partida al
campo y la despedida de su familia, escribe sobre el encuentro con otros
prisioneros o inventa relatos en los que hay una mirada sobre la condición
humana. Petr Ginz acabará asesinado en Auschwitz con apenas dieciséis años.
Leer su diario es asistir a la destrucción de la inocencia (la otra cara de las
novelas de iniciación): un muchacho despierto y creativo que dibuja paisajes
lunares o praguenses, crea códigos secretos, escribe poemas y observa cómo el
mundo que le era propio se convierte en un lugar irreconocible.
Ghetto 1944 |
Habitación de jóvenes 1943 |
Tejados y torres de Praga 1939-1940 |
Una calle de Terezin 1944 |
Petr Ginz
Ahora ya todo el mundo sabe
quién es judío y quién es ario
porque al judío se le reconoce
por la estrella amarilla y negra.
Y el judío, una vez marcado,
tiene que acatar las ordenanzas:
Todos los días, a partir de las ocho,
debe dedicarse a su familia,
sólo puede trabajar de peón,
y no prestarle a nada atención,
no ser dueño ni de un cachorro
y de afeitarse ni hablar.
Y la judía que antes era rica
no puede tener ni siquiera un gato,
tiene que enseñar a los niños en casa,
hacer las compras de tres a cinco,
no puede haber joyas, ajo o vino,
conciertos, teatro o cine,
coches, casas, gramófonos,
pieles, esquís, teléfonos,
carne de cerdo, cebollas, queso,
aparatos o balanzas,
armónicas para tocar
o un canario para entretenerse,
bicicletas o barómetros,
calcetines o suéteres.
Y sobre todo el criminal judío
debe abandonar sus hábitos:
comprar zapatos o
trajes, no,
las tiendas no son para él,
ni aves de corral o jabón de afeitar,
carné de conducir o licores,
revistas o periódicos,
bombones o máquinas de coser,
calzoncillos de abrigo, ni siquiera un par,
ni tiendas, campos o minas,
ni acciones, fábricas o casas,
ni sardinas, ni fruta, ni pescado.
Puede que aún falte algo.
Hay aún muchas más cosas.
¡Mejor que no compres nada!
Acostúmbrate a ir a pie
haga buen tiempo o llueva.
No salgas de tu edificio
y ni se te ocurra tomar el tren.
Claro que tampoco puedes tomar un rápido
o un tranvía o un taxi
y por grande que sea la tentación
ni se te ocurra entrar al bar,
ni andar junto al río, ni ver una exposición,
o ir al museo o la piscina,
al correo o andar por los andenes,
a tomar café o a los estadios,
al templo, a la sala de juegos
o a los baños públicos.
¡Y anda también con cuidado
por las avenidas principales
o las grandes tiendas!
Y si quieres disfrutar del mundo
mejor es que vayas al cementerio,
ponte elegante para ver las tumbas
y aprovecha para respirar aire puro allí,
ya que no puedes entrar en ningún otro jardín.
El judío, por listo que sea,
tiene la cuenta del banco bloqueada,
ha abandonado las malas costumbres,
y con los arios ya no se relaciona.
Ninguno de ellos podía antes disponer
más que de mochila, maleta y correa.
Ahora ya no tiene ni ese derecho,
pero el judío sigue sin quejarse.
Sólo atiende al reglamento
y sigue siempre con todo contento.
Petr Ginz. Diario de
Praga (1941-1942). Traducción de Fernando Valverde. Acantilado.