Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Anne Michaels en Buceadores de la piel


A la llegada

Será a una estación
con techo de cristal
tiznado del hollín
de los trenes y
abrazados milla a milla
de la llegada. No se
soltarán en todo el largo viaje,
su brazo en la curva
del deseo de ella. Caminando por una ciudad
que apenas conocen,
observando a mujeres con taleguillas
darle monedas a un cura para los veteranos de guerra;
al encontrarse con la iglesia en un agujero
del viejo muro que cruza la ciudad, la cúpula
ocupando exactamente el agujero,
como un ojo. En la morada
del invierno, bajo una madriguera
de mantas, le hace entrar en calor
cuando ella salta dentro desde el aire.

Hay un camino por el cual nuestro cuerpo
deja de pertenecernos, y cuando él la encuentra
hay posada al fin
para aquellos a los que aman,
en el lugar que él encuentra,
que ella encuentra, cada palabra de la piel
una decisión.

Hay tierra
que nunca se suelta de tus manos,
lluvia que nunca cesa
en tus huesos. Palabras tan gastadas que se desprenden
de nosotros porque sólo pueden
caerse. Ellos no se
soltarán porque hay un tipo de amor
que se desprende del amor,
como las piedras
de las piedras,
la lluvia de la lluvia,
como el mar
del mar.

***

El tiempo es como el engaño del pintor, no existe la línea
del contorno de la manzana o del perfil del muslo, aunque a la manzana
le duela su borde dulce, tensa la piel, cicatriz de
la densidad. Línea invisible
pegada al tacto. La línea de la hierba húmeda
en mi brazo, la línea húmeda
de tu lengua por mi espalda.

Toda la historia en los montículos de hueso engastado
de tu cuerpo. Todo lo que recuerda
tu boca. Tus manos manipulan
en la oscuridad, el bromuro de plata
del deseo oscurece de luz la piel.

***

Si el amor te elige, de repente tu pasado se convierte
en una ciencia obsoleta. Mapas viejos
teorías refutadas, un diorama.

El instante en que nuestros cuerpos se disponen a nacer.
La inminencia que vuelve a juntar la materia
nos atraviesa y luego se expande
por el tiempo y el espacio:
el espasmo del pelaje al pasarle la mano; choque de electrones.
La madre que oye a su hijo llorar arriba
y de repente nota en su vestido
la humedad de la leche.
Entre las ramas negras, una niebla de color de ostra
lame cada rincón de nuestra soledad en el que nunca antes
creímos ser amados,
espacios en barbecho abandonados al nacer,
esperando que la experiencia les dicte su camino
en nuestro interior. La noche avanza en cubierta,
en el coche a oscuras. En la playa donde
moldeaba tu rostro.
En los campos de lava donde el carbón parece una alfombra,
donde el musgo se extiende como terciopelo sobre formas astilladas.

El jadeo del hielo ese instante
en que el rocío se hiela en el aire sobre las cataratas.
Nos levantamos al escuchar la llamada
a casa de nuestros nombres en azul oscuro del salmón,
la regia luna una escudo de armas en el broquel del cielo.
La corriente nos traspasa, ondas de radio,
lamida eléctrica. Los billones de fotos que atraviesan
en un segundo la capa de emulsión de la película, el único
ultramicroscópico que cristaliza
y se convierte en fotografía.
Miramos y de pronto el mundo
se vuelve.
Un tubo mellado de iones nos sujeta al cielo.


***

Intentar conservar todas las cosas y mantenerse
de pie. Diez mil sombras
en la hierba alta. El pasado,
todo lo que has sido,
continuará su media vida,
un taco de carbón ardiente agosta su ascensión al cielo
en la médula trenzada de un pino.
Por la noche, la memoria vagará por tu piel.

***

Todo amor es un viaje por el tiempo.

Orilla pulida, cuevas pintadas,
desfiladeros de caliza.
Ciruelas y agua fría en el desierto.

El río en invierno. Esta lejanía.
Anne Michaels. Buceadores de la piel. Traducción de Jaime Priede. Bartleby editores.

viernes, 7 de septiembre de 2018

La galaxia caníbal. Cynthia Ozick

Decía Tecman, parafraseando a Vonnegut, que estar en el centro equivalía a perderse lo más interesante, que había que acercarse hasta el borde mismo del abismo para encontrar formas, ideas e imágenes inesperadas y turbadoras. Joseph Brill, el protagonista de La galaxia caníbal, renuncia a acercarse al borde y se instala en un centro cómodo y anodino que le ciega de por vida, convertido en un hombre que se rinde demasiado pronto, que deja escapar conocimientos enriquecedores. Todo es centro para Brill, el mediocre colegio de primaria que dirige en mitad de Estados Unidos, los días y los años que se repiten en una suerte de infierno, las pérdidas desde la infancia, primero su familia en aquellos trenes que cruzaron Europa hacia las chimeneas de los campos de exterminio, luego la amistad y el coraje y la imaginación y la astronomía donde Brill veía un ancho mundo donde lo creado y lo no creado podrían coexistir, todo aquello, familia, sueños, imaginación, echados pacientemente abajo durante años y años de hastío y repetición, la desgracia de Brill de verse engullido por el tedio y la medianía. He aquí la primera grieta: en el paso de la infancia a la vida adulta  Brill vive el ascenso del nazismo, se esconde primero en un convento y luego en un granero para sobrevivir, lee y lee durante su encierro, abandona la astronomía por la educación en una tierra que desconoce. De su vida en París sólo quedan la idea de una educación dual donde se integren laicismo, judaísmo y ciencia y la búsqueda de una inteligencia luminosa y original entre sus alumnos de descubrir estrellas en el cielo a hacerlo en las aulas. La grieta se agranda y Brill se conforma. Y es este conformismo y una idea preconcebida de la enseñanza lo que le impide encontrar esa estrella que tanto anhela entre sus alumnos. Más preocupado en ver el reflejo de las madres en las hijas, Brill tendrá una nueva oportunidad de abandonar su centro, de mirar más allá de lo preconcebido, al conocer a la lingüista Hester Lilt. Brill, deslumbrado por la filosofía lógico-imaginista de Lilt, buscará en la hija el genio puro de la madre y en la madre un amor intelectual. Pero Brill será incapaz de cambiar su mirada y verá proyectará en una niña callada, tímida y que se distrae en clase una mediocridad que no es tal. El centro es un lugar cómodo.

En La galaxia caníbal, Ozick crea una historia implacable y un personaje que llega demasiado tarde a una suerte de epifanía que le hace darse cuenta de su fracaso vital, además de criticar la estrechez de miras de un sistema educativo que marca el futuro de una persona desde su infancia, incapaz de ver más allá de sus narices. Ozick no muestra un despertar a la conciencia o un renacimiento tras duras pruebas la segunda guerra mundial, la pérdida familiar, el miedo y el cautiverio, sino el drama de Brill por sus ideas graníticas, su ausencia de riesgo, su ceguera con todo y todos. Brill vive adormecido, ve pasar los cursos escolares como uno solo, cree anticipar el adulto en los niños, se mueve entre la religión y la ciencia, entre lo que existe y podría existir en su lugar. Su vida es un dejar pasar. Sólo la lingüista Hester Lilt le hace reaccionar, en un principio. Porque Ozick no da un respiro, no llega a una revelación crucial, sino que describe la parquedad en la vida y las certezas de Brill. Todo aquello que fue Brill, el niño fascinado por una estatua, el muchacho escondido en un convento y un granero que lee poesía y teología, el estudiante de astronomía que decide marcharse a una nueva tierra, todo eso, derruido poco a poco por la mediocridad y la tranquilidad de una vida cómoda, no cambia con su relación con Lilt, sino que se agudiza, Brill preocupado por no abandonar su centro y acercarse al borde para ver qué puede encontrar allí. Brill lee los estudios de Lilt, aspira a descubrir en su hija una estrella, la llama por teléfono para llenar su vacío, incapaz de asomarse a la imagen de sí mismo que le muestra Lilt, de asumir una vida perdida. La escritura de Ozick es certera y precisa, muestra la mediocridad en todo su dolor, y la extrañeza última con la propia vida y una manera estática de ver el mundo.







En la playa junto al lago se comprendía mejor a sí mismo. Fragmentos de conchillas y de rocas resbalosas agredían las plantas de sus pies: eran los huesos y las sobras de la naturaleza. El sendero que conducía al agua era un basural; la playa, un reguero de desperdicios. Allí todo encontraba un equilibrio para él: el lugar de donde venía, el lugar donde había llegado. Una caparazón extraviada. Pensó que hasta las estrellas son meros ejemplos y artefactos de una cartografía topológica de dimensiones imaginarias: reflexionaba acerca de esa región matemática donde puede inventarse todo y en la que todas-las-cosas-que-existen- eligen sus formas de ser en la plenitud ilimitada de las-cosas-que-podrían-existir.
Se decía a sí mismo: Lo Creado y lo –No-Creado-Todavía son igualmente elocuentes cuando se expresan en su lenguaje original, la divina fórmula de la ecuación; ¿quién puede entonces afirmar cuál es más atractivo, cuál es más superior? Lo que consideramos Realidad es sólo Posibilidad Parcial burdamente transformada en Materia inerte, un modelo inventado por un físico enmarcado en el tosco armazón de la gravedad y de las sustancias químicas.
¡Gravedad y sustancias químicas! ¡Fuerzas y átomos! La tosquedad de los sistemas. Las galaxias bien podrían ser la alternativa posible de algún Principio no demostrado aún en la Materia. Y el Director mismo, ¿no era también la alternativa de otro hombre que podría haber estado allí, de pie sobre la arena fría?
Cynthia Ozick. La galaxia caníbal. Traducción de Ernesto Montequin. Editorial Mardulce.

martes, 4 de septiembre de 2018

El entenado. Juan José Saer

Y el narrador, al recordar sus años entre los indios colastiné, huérfano de referencias y significados conocidos, recrea algo cercano, pero no exacto, a la realidad de aquellas tierras y aquellos seres en cuyo lenguaje no existe la palabra ser o estar sino parecer. No hay certidumbre sino duda, no hay realidad sino una aproximación a ella en el intento de rescatar en la vejez los recuerdos de su viaje al nuevo mundo. Primero, la llegada a una tierra bíblica, un nuevo paraíso donde reencontrarse con una humanidad desnuda y pura y unos tiempos primigenios. Luego, la matanza de la expedición, de aquellos marinos y soldados que asemejaban a dioses descendiendo a la tierra, y su captura como único superviviente. Finalmente, en su vejez, el intento de dejar constancia de sus años como testigo de la vida de sus captores, porque la misión de aquel muchacho era aprehender la existencia de los indios colastiné, recordarlos fuera de su mundo/hogar, darles un lugar en el cosmos. Entonces, las preguntas son ¿cómo aprehender la realidad?, ¿cuánto se pierde en la recreación de lo vivido y cuánto hay de mentira o de inexactitud?, ¿es posible la certidumbre o sólo hay lugar a la duda?, ¿cómo de cercano a la realidad está cuanto viví? En el viejo está el muchacho que fue, sí, pero el camino para llegar hasta él es borroso. El muchacho prefigura el hombre que será, pero aún le falta la experiencia de la madurez que asentará la experiencia vivida entre los indios. Y el hombre, de regreso al viejo mundo, a medio camino entre el muchacho y el viejo, escribe e interpreta su cautiverio en teatros y palacios, una forma no de acercarse sino de confundir y desnaturalizar lo real para hundirse en la recreación de lo real; el todo —sus años de testigo—, descompuesto en partes que alteran y tergiversan lo vivido, cambiando su significado. Sólo en la vejez los recuerdos se presentan no sólo como imágenes, también como estremecimientos. Estremecimientos de su captura y su encuentro con el otro, un otro del todo desconocido, del ritual de canibalismo y orgias en los que se sumía la tribu una vez al año y del que se despertaba alucinada y avergonzada, de su encuentro con otros testigos/supervivientes que debían recoger las vidas de los indios para llevarlas fuera de aquella tierra extraña, de la misma tierra extraña que era el centro del mundo y la realidad —o tener el mundo dentro de nosotros, y al moverse, el mundo que se mueve con nosotros, dando sentido el uno a los otros, imposible de existir por separado; y al moverse, llegar a las zonas de sombra de la periferia, al desvanecimiento de la realidad, para volver al hogar, donde acontece el mundo, porque tanto el mundo como el ser humano parecen, usando el lenguaje de los colastiné, la misma cosa—. Un hombre recuerda en la vejez, con imágenes y con la emoción pegada al cuerpo, un viaje que parece llevarle al origen de los tiempos, que lo lleva a remontar abismos sobre los mares para explorar una tierra donde aún quedan huellas de una vida primitiva. Y no hay mayor incertidumbre ni mayor cuestionamiento de la exactitud de la memoria que ese acto de repasar lo vivido, de intentar trasladar al lenguaje la realidad.

El entenado será una de las grandes lecturas de los últimos años. Encontrarse con la escritura meticulosa e introspectiva de Saer, su forma de preguntarse sobre lo real, el origen del mundo y del lenguaje o si podemos de aprehender el mundo ante el que estamos y qué relación tenemos con él, me ha traído horas de reflexión sobre cómo afrontar la realidad. Hay un inicio que bien podría pertenecer a un libro de aventuras, la llegada a las recientes tierras descubiertas del nuevo mundo, el enfrentamiento con lo primigenio y salvaje, es decir, con el desconocimiento absoluto, el cautiverio de un muchacho que poco a poco descubre su misión de testigo. Y en esa aventura, la duda y la incertidumbre y sentirse en el borde de una verdad última y pura. Aún hoy, un par de meses después de su lectura, El entenado me hace replantearme ciertas cuestiones sobre nuestra actual necesidad de trascender. Si los colatiné necesitaban testigos que trasladasen su mundo fuera de ellos, nosotros actuamos ante las redes sociales para que avalen nuestra existencia y la acrediten más allá de nosotros, de nuestro mundo/hogar. Me espera Glosa para continuar con Saer.







Lo exterior era su principal problema. No lograban, como hubiesen querido, verse desde afuera. Yo, en cambio, que había llegado del horizonte borroso, el primer recuerdo que tengo de ellos es justamente el de su exterioridad, y verlos atravesar la playa, entre las hogueras que ardían al anochecer, compactos y lustrosos, fue como saborear, por primera vez, el gusto de lo indestructible. Desde afuera, parecían al abrigo de duda y desgaste. En los primeros tiempos, me daban la impresión de ser la medida exacta que definía, entre la tierra y el cielo, el lugar de cada cosa. Después que sus fiestas espantosas pasaban, cuando se los veía gobernar, con rapidez y eficacia, la aspereza del mundo, podía pensarse, con toda naturalidad, que ese mundo estaba hecho para ellos y que en su interior los indios, aún cuando pasaran por zonas de confusión, no desentonaban. A veces los contemplaba durante mucho tiempo, tratando de adivinar cómo vivían, desde dentro, esos gestos que lanzaban, en el centro del día, hacia el horizonte material que los rodeaba, y si esas manos tan seguras que aferraban hueso, madera, pescado, y que moldeaban el barro rojizo hasta darle la forma de sus sueños, nunca eran invadidas, en contacto con el aire ardiente, por ninguna vacilación. Pero sus ademanes eran mudos y no dejaban transparentar ningún signo. Parecían, como los animales, contemporáneos de sus actos, y se hubiese dicho que esos actos, en el momento mismo de su realización, agotaban su sentido. Para ellos, el presente preciso y abierto de un día recio y sin principio ni fin parecía ser la sustancia en la que, de cuerpo entero, se movían. Daban la impresión envidiable de estar en este mundo más que toda otra cosa. Su falta de alegría, su hosquedad, demostraban que, gracias a ese ajuste general, la dicha y el placer les eran superfluos. Yo pensaba que, agradecidos de coincidir en su ser material y en sus apetencias con el lado disponible del mundo, podían prescindir de la alegría. Lentamente sin embargo, fui comprendiendo que se trataba más bien de lo contrario, que, para ellos, a ese mundo que parecía tan sólido, había que actualizarlo a cada momento para que no se desvaneciese como un hilo de humo en el atardecer.
Esa comprobación la fui haciendo a medida que penetraba, como en una ciénaga, en el idioma que hablaban. Era una lengua imprevisible, contradictoria, sin forma aparente. Cuando creía haber entendido el significado de una palabra, un poco más tarde me daba cuenta de que esa misma palabra significaba también lo contrario, y después de haber sabido esos dos significados, otros nuevos se me hacían evidentes, sin que yo comprendiese muy bien por qué razón el mismo vocablo designaba al mismo tiempo cosas tan dispares. Engui, por ejemplo, significaba los hombres, la gente, nosotros, yo, comer, aquí, mirar, adentro, uno, despertar, y muchas otras cosas más. Cuando se despedían, empleaban una fórmula, negh, que indicaba también continuación, lo cual es absurdo si se tiene en cuenta que, cuando dos hombres se despiden, quiere decir que el intercambio de frases se da por terminado. Negh viene a significar algo así como Y entonces, como cuando se dice y entonces pasó tal o cual cosa. Una vez oí que uno de los indios se reía porque los miembros de una nación vecina lloraban en los nacimientos y daban grandes fiestas cuando alguno se moría. Le señalé que ellos, cuando se despedían, decían negh, y él me miró largamente, con los ojos entrecerrados, con aire de desconfianza y de desprecio, y después se alejó sin saludar. En ese idioma, no hay ninguna palabra que equivalga a ser o estar. La más cercana significa parecer. Como tampoco tienen artículos, si quieren decir que hay un árbol, o que un árbol es un árbol dicen parece árbol. Pero parece tiene menos el sentido de similitud que el de desconfianza. Es más un vocablo negativo que positivo. Implica más objeción que comparación. No es que remita a una imagen ya conocida sino que tiende, más bien, a desgastar la percepción y a restarle contundencia. La misma palabra que designa la apariencia, designa lo exterior, la mentira, los eclipses, el enemigo. El horizonte circular, que me había parecido al principio indiscutible y compacto, era en realidad, tal como lo designaba el idioma de esos indios, un almacén de supercherías y una máquina de engaños. En ese idioma, liso y rugoso se nombran de la misma manera. También una misma palabra, con variantes de pronunciación, nombra lo presente y lo ausente. Para los indios, todo parece y nada es. Y el parecer de las cosas se sitúa, sobre todo, en el campo de la inexistencia. La playa abierta, el día transparente, el verde fresco de los árboles en primavera, las nutrias de piel tibia y palpitante, la arena amarilla, los peces de escamas doradas, la luna, el sol, el aire y las estrellas, los utensilios que arrancaban, con paciencia y habilidad, a la materia reticente, todo eso que se presenta, nítido, a los sentidos, era para ellos informe, indistinto y pegajoso en el reverso contra el que se agolpaba la oscuridad.
Juan José Saer. El entenado. Rayo verde editorial.