Creo que no hace falta decirte cuánto me ha tocado este lunes. Lo he leído varias veces a lo largo del día, y cada una de esas veces he terminado con el corazón del revés. Te podría hablar de las mañanas donde mi padre me aguantaba la bicicleta para que aprendiera a andar en ella, o de las tardes en la cocina, mi madre con un libro de historia y yo repitiendo una lección hoy ya difusa, o de la última vez que busqué a mi madre para que me consolara, hace unos años, el llanto puro, su mano en mi cabeza, mi cabeza en su vientre.
Hoy he soñado con mi madre. Apenas aparece en mis sueños, al contrario que mi padre, al que veía andar sin temblores, su cuerpo viejo pero atlético, o sonreír porque había superado su fiebre o aquel en el que me decía que me quería. En el sueño, la cara blanca de mi madre, su cabeza ladeada en la cama y la lengua entre sus labios, como la tarde que murió, y una mano que le limpiaba con un pañuelo todo ese blanco de la cara.
Sonreí en el reparto, esta mañana. Si con la muerte de mi padre sentía que me protegía de algún modo allá donde esté, mi madre me trae su nombre, Luz. Si sonrío hay luz, y si hay luz está ella. Hubo más de un momento memorable. Una mujer de ochenta y cuatro años, mientras firmaba un certificado, me decía con voz traviesa que aún iba a la escuela —después de una pausa, apuntilló, de adultos—. Se juntaba con sus amigas antes de las clases, hacían excursiones, recordaban sus días de escuela. Tenía una cara radiante, esta mujer estudiante. Una niña miraba sorprendida las revistas y cartas en mi mano. Me preguntó que eran. Al responderle me dijo que llevaba muchas. Los niños me miran fascinados, como si fuese un mago o mi oficio no fuese cosa de otros tiempos. Y el viernes pasado, un hombre mayor de mi sección, jubilado hace tiempo, llevaba, vestido de ciclista en ruta, un ramo de rosas en equilibrio sobre su bicicleta.
He abierto una de las hojas de nuestro ventanal de cinco metros. Hace un calor extraño, hay margaritas en la campa junto a casa donde los perros corren y se revuelcan en la hierba y el cielo parece en pausa. Suenan algunos pájaros y la estela de coches lejanos. Es un atardecer tranquilo, ýb, de esos que se posan poco a poco en mi ánimo, que me hacen seguir el cambio de la luz y la aparición de las primeras estrellas. No necesito más —ayer, cocinaba mientras e. meditaba en otra habitación. Cortaba las verduras y preparaba el cuscús. Gestos que amé porque veía la luz junto al ventanal, cocinaba, e. estaba en la otra habitación y sentía todo el camino hasta ese instante extraordinario—.
El sábado cumplí cincuenta años (sigo asombrado, ýb, no sólo por la rapidez, también por sentir todos estos yoes que he sumado desde mi niñez). E. me regaló un poemario de Chūya Nakahara y su título, Triste y bello, define con precisión ese día. Lo bello fue salir con ella, el triple que me dedicó mi sobrino en su primera canasta del partido, tantos mensajes. Lo triste, el primer cumpleaños sin mi madre, sin mis padres, esas ausencias que abarcan cada espacio y cada tiempo, este sentimiento de orfandad, de no tener nadie por encima de mí —y eso me hace sentir vulnerable y desconcertado—, la extrañeza por no ver la cara de niño en mi padre al estirarme de las orejas o la voz risueña y con un matiz de gallego de mi madre cuando me decía zorionak.
He pensado estos días en esos cincuenta años. O mejor dicho, he imaginado el siete, ocho y nueve de febrero de hace cincuenta años, también viernes, sábado y domingo, como este año. El viernes tarde pensaba en mi madre en el hospital, con las contracciones y a la espera; el sábado imaginé mi nacimiento, los gestos de mis padres, mis primeros gestos; el domingo inventé lo que pudieron sentir ese día, el futuro que creaban para mí. Durante esos tres días estuve entre dos tiempos, entre lo real y lo imaginado.
Me preguntan si siento la crisis de los cincuenta. Sonrío y niego. Siento, en realidad, la crisis de la orfandad. Pasé días desnortado por las repeticiones en los días y en los gestos que no entendía. Me costaba encontrar un sentido. Había terminado el mundo de mi madre y empezaba uno nuevo donde la tristeza por no volver a sus caricias o su voz o el sabor de sus platos. Hace poco vi una entrevista a Pepe Mújica. Aplaudía el tiempo perdido. Dejarse de esas necesidades que nos han impuesto desde fuera y disfrutar de sembrar un campo, leer, mirar alrededor, conversar pavadas. Ahora, en este nuevo mundo, el sentido es E., este cielo de luz y sombra, mi familia, los libros y los caminos que me esperan, saberme habitado por la memoria de mis padres.