Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 17 de enero de 2020

La casa intacta. Willem Frederik Hermans

1)                 Hermans publicó La casa intacta a principio de los años cincuenta, en un tiempo de posguerra donde se intentaba reconstruir el pasado reciente, apaciguar la memoria y dictaminar dónde y de quién fue el horror o la crueldad, el heroísmo o el sufrimiento. Se señalaba al otro por su perversidad mientras se intentaba salvar la propia historia. Hoy se hablaría de imponer el relato y recrear la realidad de tal manera que parezca exacta y verídica y se acerque a cómo nos gustaría que fuese. Hermans, por lo que explica Nooteboom en su epílogo, fue una nota discordante en la sociedad holandesa, habló de brutalidad y barbarie, sí, pero no señaló en dirección alguna sino que abarcó todo aquel mundo que le rodeaba, el de los vencedores y el de los vencidos. Viene a decir, Hermans, una máxima que se ha repetido a lo largo de la historia y que por lugar común no deja de acercarse a una verdad última y desnuda: la crueldad no tiene bandos. La destrucción y el caos pueden desencadenarse en cualquier momento y todos y cada uno de nosotros caer en ellos.

2)                 El protagonista de La casa intacta recoge de manera fría y telegráfica aquello que ve y piensa. No hay nombres. Está el sargento, el español, poco más. El narrador avanza con una tropa de partisanos por una tierra desconocida, por unas palabras desconocidas que pueden ser rusas, montenegrinas, rumanas la incomunicación que, en una paradójica vuelta de cuerda, hace pensar que el único lenguaje humano reconocible sea el de la guerra. Hay reyertas, combates aéreos, sed, agotamiento, las miradas de los soldados clavadas en el camino. El polvo no se posa en una tierra que parece tragarse las bombas. Da igual el lugar, es uno de los frentes de la contienda. Y poco sabemos del narrador, apenas unas frases esquemáticas donde habla de tres años de guerra, de varios encierros en cárceles y campos, de huidas y fronteras. Todo esto contado en apenas un par de páginas.

3)                 Una casa abandonada en un pueblo sin civiles. Una casa que ha sobrevivido a las bombas y parece fuera del espacio-tiempo de la guerra. El narrador se adentra en ella como un fantasma que observa el mundo de los vivos. Ve las huellas que los dueños dejaron en las habitaciones antes de huir, su ropa, un puchero de sopa en la cocina, las ventanas tapadas para evitar la luz en la noche que descubra su posición. Es una casa grande, de un par de plantas, con una glorieta en el jardín y un plátano en la entrada. Sólo una habitación permanece cerrada. El narrador se quita su traje, se da un baño, se acuesta en una de las camas. Se sacude la guerra de la piel. Todo es extraño y frío en la descripción de un narrador que, tras matar a unos soldados alemanes cercados que huían, se adentra en un mundo ajeno al horror. Despojarse de la guerra hasta un tiempo anterior a ella.

4)                 Hay un momento, mientras el narrador se afeita tras el baño donde dice que ver lo es todo. Me afeité delante de un espejo en el que me podía ver de pies a cabeza. Si tuviera una habitación de paredes totalmente cubiertas de espejos podría quedarme allí sin aburrirme jamás, como Robinson Crusoe en su isla. El que se limita a pensar sólo está en contacto consigo a medias. Ver es lo más valioso, ver lo es todo. Verse a sí mismo como otro significaría la salvación, pero uno siempre permanece en el lado equivocado. El narrador fracasa en su intento de ser otro. Los alemanes regresan al pueblo y, pensando que se encuentran ante el dueño de la casa, se instalan en ella. Bajo la cama, su uniforme y fusil, recordándole al narrador el lugar que realmente ocupa en aquel tiempo, en aquel lugar. Después de los días de marchas y combates, de su observación fría de aquello que le rodeaba y que le llevó a reflexionar sobre cómo vería un hombre sin memoria la guerra, de cambiar uniforme por traje, zanjas por una casa grande, el protagonista asume la condición de dueño de la casa, de alguien ajeno a la guerra, y luchará por mantenerse en nueva posición. Y lo hará con una crueldad desconocida, absurda, extraña, ante los alemanes, ante los civiles que regresan, un combate por ser otro, por estar fuera del caos de la guerra. Es a mitad de La casa intacta donde se suceden un puñado de escenas de una brutalidad y una violencia seca y cruda, la idea de la imposibilidad de escapar al caos de la guerra.

5)                 El protagonista, sin nombre, sin pasado fuera de la guerra, se pondrá de nuevo su uniforme, regresará a su unidad de partisanos, a su espalda la casa destruida y saqueada. Y, al cerrar esta novela corta, no paro de pensar en esa casa, abandonada pero intacta, que guardaba las huellas de otras vidas, convertida en escombros. Como el alma de quien se adentra en la guerra y se deja arrastrar por su barbarie.









Me tumbé en la otra cama y palpé la mejilla de la mujer. Aún no estaba más fría que la mía. Le bajé los párpados; se cerraron más que los ojos de alguien que duerme.
Entonces, me incorporé y me senté, dándole la espalda, sosteniéndome la frente entre las manos. De este caparazón óseo revestido de piel elástica, de ahí sale todo: las demás personas, el mundo, la guerra, los sueños, las palabras y los actos que uno realiza de forma tan automática que no puede imaginarse haber sido capaz de pensar alguna vez; de forma tan automática que uno podría creer que sus actos son los pensamientos del mundo. Uno debería tener una segunda cabeza para comprender lo que es la primera, pero yo sólo tengo una, está aquí entre mis manos, la sostengo como no se sostiene ninguna otra cosa. Y no obstante, si no fuera porque lo asegura los expertos, no sabríamos que la cabeza es algo diferente a una mano o a un pie.
La casa intacta. Willem Frederik Hermans. Traducción Catalina Ginard Féron. Gatopardo ediciones.

jueves, 2 de enero de 2020

hacer lumbre

Ayer encontré una cabaña en un bosque. Como en los cuentos. Salía humo de la chimenea. Ese humo hacia el cielo me recordó las aldeas de tejados de pizarra de mis padres. De niño me agachaba para abrir el tiro de la cocina mientras mi madre o alguna de mis tías encendía una piña y la dejaba caer dentro de aquel agujero abisal del que pronto saldrían las primeras llamas. Creo que lo llamaban hacer lumbre.

Algunas tardes de agosto acompañaba a mi tía a recoger piñas para el invierno. Llevábamos una carretilla y sacos de arpillera. Seguíamos las rodadas del camino hasta que se convertían primero en senda y luego bosque. Mi tía hablaba en refranes. Decía, hay que desayunar como un rey, comer como un capitán general y cenar como un mendigo. Sus refranes eran su camino en la espesura de los días. El ruido en el bosque era el viento entre los árboles, nuestras pisadas en las hojas caídas, el salto de una ardilla. Años más tarde me adentré solo en el bosque. Entonces, el ruido era el latir de mi respiración.

El humo me ayudó a recordar.

Elegí a Bobin como primera lectura. Un asesino blanco como la nieve. Me senté en mi cocina, tan distinta a las de mis abuelos, de la que no salen llamas, y corté los bordes del libro. Era un libro intonso. El crepitar del cuchillo abriendo las hojas pegadas fue, por un instante, hacer lumbre.

Leo a Bobin poco a poco. Unas páginas suyas me llenan como docenas de otros. Me habla, de nuevo, de la pureza, la lentitud, dios, la importancia de lo que se ve a través de una ventana, que es mirar y esperar un ofrecimiento.

Y luego, al ir a trabajar, la luna creciente y una estrella binaria con su parpadeo azul y rojizo en el cielo.

Así mi primer día.