1)
Hermans publicó La casa intacta a principio de los años cincuenta, en un tiempo de
posguerra donde se intentaba reconstruir el pasado reciente, apaciguar la
memoria y dictaminar dónde y de quién fue el horror o la crueldad, el heroísmo
o el sufrimiento. Se señalaba al otro por su perversidad mientras se intentaba
salvar la propia historia. Hoy se hablaría de imponer el relato y recrear la
realidad de tal manera que parezca exacta y verídica y se acerque a cómo nos
gustaría que fuese. Hermans, por lo que explica Nooteboom en su epílogo, fue
una nota discordante en la sociedad holandesa, habló de brutalidad y barbarie,
sí, pero no señaló en dirección alguna sino que abarcó todo aquel mundo que le
rodeaba, el de los vencedores y el de los vencidos. Viene a decir, Hermans, una
máxima que se ha repetido a lo largo de la historia y que por lugar común no
deja de acercarse a una verdad última y desnuda: la crueldad no tiene bandos. La
destrucción y el caos pueden desencadenarse en cualquier momento y todos y cada
uno de nosotros caer en ellos.
2)
El protagonista de La casa intacta recoge de manera fría y telegráfica aquello que ve
y piensa. No hay nombres. Está el sargento, el español, poco más. El narrador
avanza con una tropa de partisanos por una tierra desconocida, por unas
palabras desconocidas que pueden ser rusas, montenegrinas, rumanas —la incomunicación que,
en una paradójica vuelta de cuerda, hace pensar que el único lenguaje humano
reconocible sea el de la guerra—.
Hay reyertas, combates aéreos, sed, agotamiento, las miradas de los soldados
clavadas en el camino. El polvo no se posa en una tierra que parece tragarse
las bombas. Da igual el lugar, es uno de los frentes de la contienda. Y poco
sabemos del narrador, apenas unas frases esquemáticas donde habla de tres años
de guerra, de varios encierros en cárceles y campos, de huidas y fronteras. Todo
esto contado en apenas un par de páginas.
3)
Una casa abandonada en un pueblo sin civiles.
Una casa que ha sobrevivido a las bombas y parece fuera del espacio-tiempo de
la guerra. El narrador se adentra en ella como un fantasma que observa el mundo
de los vivos. Ve las huellas que los dueños dejaron en las habitaciones antes
de huir, su ropa, un puchero de sopa en la cocina, las ventanas tapadas para
evitar la luz en la noche que descubra su posición. Es una casa grande, de un
par de plantas, con una glorieta en el jardín y un plátano en la entrada. Sólo
una habitación permanece cerrada. El narrador se quita su traje, se da un baño,
se acuesta en una de las camas. Se sacude la guerra de la piel. Todo es extraño
y frío en la descripción de un narrador que, tras matar a unos soldados
alemanes cercados que huían, se adentra en un mundo ajeno al horror. Despojarse
de la guerra hasta un tiempo anterior a ella.
4)
Hay un momento, mientras el narrador se afeita
tras el baño donde dice que ver lo es todo. Me
afeité delante de un espejo en el que me podía ver de pies a cabeza. Si tuviera
una habitación de paredes totalmente cubiertas de espejos podría quedarme allí
sin aburrirme jamás, como Robinson Crusoe en su isla. El que se limita a pensar sólo está en contacto consigo a medias. Ver
es lo más valioso, ver lo es todo. Verse a sí mismo como otro significaría la
salvación, pero uno siempre permanece en el lado equivocado. El narrador
fracasa en su intento de ser otro. Los alemanes regresan al pueblo y, pensando
que se encuentran ante el dueño de la casa, se instalan en ella. Bajo la cama,
su uniforme y fusil, recordándole al narrador el lugar que realmente ocupa en
aquel tiempo, en aquel lugar. Después de los días de marchas y combates, de su
observación fría de aquello que le rodeaba y que le llevó a reflexionar sobre
cómo vería un hombre sin memoria la guerra, de cambiar uniforme por traje,
zanjas por una casa grande, el protagonista asume la condición de dueño de la
casa, de alguien ajeno a la guerra, y luchará por mantenerse en nueva posición.
Y lo hará con una crueldad desconocida, absurda, extraña, ante los alemanes,
ante los civiles que regresan, un combate por ser otro, por estar fuera del
caos de la guerra. Es a mitad de La casa
intacta donde se suceden un puñado de escenas de una brutalidad y una
violencia seca y cruda, la idea de la imposibilidad de escapar al caos de la
guerra.
5)
El protagonista, sin nombre, sin pasado fuera de
la guerra, se pondrá de nuevo su uniforme, regresará a su unidad de partisanos,
a su espalda la casa destruida y saqueada. Y, al cerrar esta novela corta, no
paro de pensar en esa casa, abandonada pero intacta, que guardaba las huellas
de otras vidas, convertida en escombros. Como el alma de quien se adentra en la
guerra y se deja arrastrar por su barbarie.
Me tumbé en la otra cama y palpé la mejilla de la mujer.
Aún no estaba más fría que la mía. Le bajé los párpados; se cerraron más que
los ojos de alguien que duerme.
Entonces, me incorporé y me senté, dándole la espalda,
sosteniéndome la frente entre las manos. De este caparazón óseo revestido de
piel elástica, de ahí sale todo: las demás personas, el mundo, la guerra, los
sueños, las palabras y los actos que uno realiza de forma tan automática que no
puede imaginarse haber sido capaz de pensar alguna vez; de forma tan automática
que uno podría creer que sus actos son los pensamientos del mundo. Uno debería
tener una segunda cabeza para comprender lo que es la primera, pero yo sólo
tengo una, está aquí entre mis manos, la sostengo como no se sostiene ninguna
otra cosa. Y no obstante, si no fuera porque lo asegura los expertos, no
sabríamos que la cabeza es algo diferente a una mano o a un pie.
La casa intacta. Willem
Frederik Hermans. Traducción Catalina Ginard Féron. Gatopardo ediciones.