Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 31 de agosto de 2018

El astillero. Juan Carlos Onetti


La herrumbre sobre los objetos y la vida misma, la farsa y los espejismos, los pequeños infiernos individuales, vivir conscientemente en el engaño como una forma cruel de supervivencia, los ambientes alucinados y desprovistos de memoria o la realidad deformada son algunas de las coordenadas en las que se mueve El astillero. Larsen regresa a Santa María tras su expulsión años atrás, aquella Santa María que surgió de la imaginación del protagonista de La vida breve, Brausen que reaparece en forma de estatua de prócer fundador: entonces, la pregunta de qué es real en El astillero, quién el narrador que recoge los pasos de Larsen por Santa María a través de los diferentes testigos no del todo fiables—, y que no es más que una ilusión, cruce de seres desterrados y extraños, de vidas en extinción. Larsen busca una oportunidad en un pueblo cercano de calles de barro y sin huellas y consigue que Petrus le nombre gerente general de su astillero en ruinas, una oportunidad que se muestra quimera y engaño y una espera constante por tiempos mejores que nunca llegarán. No sólo trabaja para Petrus, Larsen, también intenta convertirse en el amante de la hija de Petrus, congraciarse con los dos únicos empleados del astillero —sabedores de la farsa que suponen las buenas palabras de Petrus sobre la pronta reanudación de los trabajos—, encontrar un refugio. Pero cómo encontrar un refugio en un lugar donde todo se herrumbra, cómo sobrevivir si no es fuera de la realidad, en un engaño donde creer que hay un sentido a la espera, que hay una vida subterránea a punto de salir a flote, que la salvación última es posible, el engaño de no ver el paso del tiempo, la decrepitud física y moral o el otro mundo que existe fuera de la farsa. Larsen deambula entre las ruinas del astillero, la casilla donde malvive uno de sus empleados, la glorieta donde se cita con la hija de Petrus, las visitas a Santa María, enclaves donde la memoria se tambalea y deja espacio a ese otro mundo en suspenso dominado por la espera y la farsa. Qué fácil es crear un engaño y creérselo: la salvación del astillero, el reinicio de los trabajos y la plata al final del mes, el amor y la construcción de un hogar, la fe en borrar el pasado. Si el engaño pervive, hay una posibilidad de supervivencia. Brausen creó esta Santa María y le dio forma y habitantes en La vida breve. Y ahora, en El astillero, los personajes se pasean por ese lugar espectral, ellos mismos espectros.

(coda) El astillero no es una lectura fácil. Por su densidad, por la morosidad en la narración, incluso por la ausencia de una línea argumental clara y la sensación de algo no del todo definido. Larsen regresa tras años de ausencia, sí, pero más parece la descripción de un viaje enajenado donde memoria y realidad se desintegran y cada personaje se aferra a una máscara, a la ficción de una vida ilusoria. No es una lectura fácil, pero sí estimulante y que deja un poso profundo y extraño.  La escritura a veces seca y austera, a veces exhaustiva de Onetti para hablar de la herrumbre de la vida, la memoria, el ser. Cada frase parece estudiada al milímetro para crear una atmósfera gris y opresiva, y así mostrar la carga interior de unos personajes que prefieren verse fuera de la realidad y recrear una vida donde la espera y el tiempo detenido les brindan la quimera de un porvenir. El astillero es asistir a una degradación completa, la humillación de Larsen, el paisaje mísero, el desagrado entre los personajes, la estupidez de su autoengaño y el infierno que arrastran. Me gusta Onetti, su dominio de la escritura y del tiempo narrativo, sus personajes a la deriva, sus historias que muestran una violencia soterrada, la vida que se herrumbra.







—Así que usted está allí —dijo Díaz Grey, con repentina alegría—. Todo está bien, todo está en orden. Déjeme hablar; casi nunca bebo, aparte de la cuota de las siete de la tarde en el bar del hotel. Y siempre, casi siempre, la misma gente, las mismas cosas. Usted y Petrus. Tendría que haberlo profetizado; me doy cuenta y me avergüenzo. No hay sorpresas en la vida, usted sabe. Todo lo que nos sorprende es justamente aquello que confirma el sentido de la vida. Pero nos educaron mal, exigimos ser mal educados. Tal vez usted no, tampoco Petrus —sonrió cariñosamente y llenó la copa que había dejado Larsen sobre el escritorio; después la suya, lentamente, sosteniendo con velada piedad la sonrisa. Oyó el chasquido de la máquina en el silencio: sólo quedaba una cara de disco, no había lluvia ni viento.
—La última, doctor —pidió Larsen—. Me quedan algunas cosas que hacer esta noche y muy importantes. No se imagina el gusto de verlo y estar así con usted. Siempre pensé y dije que el doctor Díaz Grey era lo mejor del pueblo. Salud. No hay sorpresas en la vida, tiene razón; por lo menos para los hombres de veras. La sabemos de memoria, permítame, como a una mujer. Y en cuanto al sentido de la vida, no se piense que hablo en vano. Algo entiendo. Uno hace cosas, pero no puede hacer más que lo que hace. O, distinto, no siempre se elige. Pero los demás…
—Los demás también, créame —dijo el médico con paciencia, con la costumbre de ser claro y obvio que le habían inculcado en la Facultad para beneficio de los enfermos pobres—. Usted y ellos. Todos sabiendo que nuestra manera de vivir es una farsa, capaces de admitirlo, pero no haciéndolo porque cada uno necesita, además, proteger una farsa personal. También yo, claro. Petrus es un farsante cuando le ofrece la gerencia general y usted otro cuando acepta. Es un juego, y usted y él saben que el otro está jugando. Pero se callan y disimulan. Petrus necesita un gerente para poder chicanear probando que no se interrumpió el funcionamiento del astillero. Usted quiere ir acumulando sueldos por si algún día viene el milagro y el asunto se arregla y se puede exigir el pago. Supongo.
Juan Carlos Onetti. El astillero. Debolsillo.