Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 21 de julio de 2018

León Felipe en Ganarás la luz (ii)

La muerte… ¿es un naufragio?

He visto nacer y morir. He asistido a un enterramiento y a un parto…
Y me ha parecido siempre que el que llega, llega como forzado,
que alguien lo empuja por detrás, que lo echan a puntapiés y puñetazos
de algún sitio y le arrojan aquí… que por eso aparece llorando.
El comadrón le coge en el aire como un futbolista la pelota…
En cambio,
¿no es verdad que una tumba es una dulce puerta, una mampara que nos abre en la tierra con cuidado
una mano cumplida y cortesana, una mano que nos indica reverente:  Por aquí, por aquí, pase usted por aquí; en su despacho,
está el señor Presidente esperándolo?
 Y hay hombres que estuvieron con la puerta entreabierta para pasar y no pasaron;
hombres en agonía que estuvieron casi del otro lado,
hombres en agonía larga, como Lázaro.
Lázaro… también es un lagarto.
Le volvieron al llanto cuando huía, tirándole del rabo…
Porque tal vez nos salvan desde allá… y a los ahogados,
a los definitivamente ahogados,
desde la otra ribera les arrojan un cabo.
¿Se salvan los que mueren?... ¿La vida es un naufragio?
Éste es el  reino, amigos, de la interrogación y del lagarto.

***

Diré algo más de mi patria

En  el mapa de mi sangre, España limita todavía:
Por el oriente, con la pasión,
al norte, con el orgullo,
al oeste, con el lago de los estoicos
y al sur, con unas ganas inmensas de dormir.
Geográficamente, sin embargo, ya no cae en la misma latitud. Ahora:
mi patria está donde se encuentre aquel pájaro luminoso que vivió hace ya tiempo en mi heredad.
Cuando yo nací ya no le oí cantar en mi huerto.
Y me fui en su busca, solo y callado por el mundo.
Donde vuelva a encontrarlo, encontraré mi patria porque allí estará Dios.
Un día creí que este pájaro había vuelto a España y me entré por mi huerto nativo otra vez.
Allí estaba en verdad, pero voló de nuevo
y me quedé solo otra vez y callado en el mundo,
mirando a todas partes y afilando mi oído.
Luego empecé a gritar… a cantar.
Y mi grito y mi verso no han sido más que una llamada otra vez,
Otra vez un señuelo para dar con esta ave huidiza
Que me ha de decir dónde he de plantar la primera piedra de mi patria perdida.

***

El poeta y el filósofo

Yo no soy el filósofo.
El filósofo dice: Pienso… luego existo.
Yo digo: Lloro, grito, aúllo, blasfemo… luego existo.
Creo que la Filosofía arranca del primer juicio. La Poesía, del primer lamento. No sé cuál fue la palabra primera que dijo el primer filósofo del mundo. La que dijo el primer poeta fue: ¡Ay!

¡Ay!

Éste es el verso más antiguo que conocemos. La peregrinación de este ¡Ay! por todas las vicisitudes de la historia, ha sido hasta hoy la Poesía. Un día este ¡Ay! se organiza y santifica. Entonces nace el salmo. Del salmo nace el templo. Y a la sombra del salmo ha estado viviendo el hombre muchos siglos.
Ahora todo se ha roto en el mundo. Todo. Hasta las herramientas del filósofo. Y el salmo ha enloquecido: se ha hecho llanto, grito, aullido, blasfemia… y se ha arrojado de cabeza en el infierno. Aquí están ahora los poetas. Aquí estoy yo por lo menos.
Éste es el itinerario de la Poesía por todos los caminos de la Tierra. Creo que no es el mismo que el de la Filosofía. Por lo cual no podrá decirse nunca: éste es un poeta filosófico.
Porque la diferencia esencial entre el poeta y el filósofo no está, como se ha creído hasta ahora, en que el poeta hable con verbo rítmico, cristalino y musical, y el filósofo con palabras abstrusas, opacas y doctorales, sino en que el filósofo cree en la razón y el poeta en la locura.
El filósofo dice:
Para encontrar la verdad hay que organizar el cerebro.
Y el poeta:
Para encontrar la verdad hay que reventar el cerebro, hay que hacerlo explotar. La verdad está más allá de la caja de música y del gran fichero filosófico.
Cuando sentimos que se rompe el cerebro y se quiebra en grito el salmo en la garganta, comenzamos a comprender. Un día averiguamos que en nuestra casa no hay ventanas. Entonces abrimos un gran boquete en la pared y nos escapamos a buscar la luz desnudos, locos y mudos, sin discurso y sin canción.
Además, los poetas sabemos muy poco. Somos muy malos estudiantes, no somos inteligentes, somos holgazanes, nos gusta mucho dormir y creemos que hay un atajo escondido para llegar al saber.
Y en vez de meditar como el filósofo o de investigar como los sabios, ponemos nuestros grandes problemas en el altar de los oráculos o dejamos que los resuelva aleatoriamente una moneda de diez centavos.
Y decimos, por ejemplo: Puesto que no sé quién soy… que lo decida la suerte.
¿Cara o cruz?

***

¿Cara o cruz? ¿Águila o sol?

Filósofos,
para alumbrarnos, nosotros los poetas
quemamos hace tiempo
el azúcar de las viejas canciones con un poco de ron.
Y aún andamos colgados de la sombra.
Oíd,
gritan desde la torre sin vanos de la frente:
¿Quién soy yo?
¿Me he escapado de un sueño
o navego hacia un sueño?
¿Huí de la casa del Rey
o busco la casa del Rey?
¿Soy el príncipe esperado
o el príncipe muerto?
¿Se enrolla
O se desenrolla el film?
Este túnel
¿me trae o me lleva?
¿Me aguardan los gusanos
o los ángeles?
Mi vida está en el aire dando vueltas.
¡Miradla, filósofos, como una moneda que decide! ¿Cara o cruz?
¿Quién quiere decirme quién soy?
¿Oísteis?
Es la nueva canción,
y la vieja canción,
¡nuestra pobre canción!
¿Quién soy yo?... ¿Águila o sol?

–Mirad. Perdí… Filósofos, perdí.

Yo no soy nadie.
Un hombre con un grito de estopa en la garganta
y una gota de asfalto en la retina.
Yo no soy nadie.
Y no obstante, estas manos, mis antenas de hormiga,
han ayudado a clavar la lanza en el costado del mundo
y detrás de la lupa de la luna hay un ojo que me ve como
a un microbio royendo el corazón de la Tierra.
Tengo ya cien mil años y hasta ahora no he encontrado
otro mástil más fuerte que el silencio y la sombra
donde colgar mi orgullo;
tengo ya cien mil años y mi nombre en el cielo se escribe con lápiz.
El agua, por ejemplo, es más noble que yo.
Por eso las estrellas se duermen en el mar
y mi frente romántica es áspera y opaca.
Detrás de mi frente –filósofos, escuchad esto bien–,
detrás de mi frente hay un viejo dragón:
el sapo negro que saltó de la primera charca del mundo
y está aquí, aquí, aquí,
agazapado en mis sesos,
sin dejarme ver el Amor y la Justicia.
Yo no soy nadie, nadie.
Un hombre con un grito de estopa en la garganta
y una gota de asfalto en la retina… Yo no soy nadie, filósofos…
Y éste es el solo parentesco que tengo con vosotros.

***

Tampoco soy el gran loco

Ya no hay locos, amigos, ya no hay locos. Se murió aquel manchego,
aquel estrafalario fantasma del desierto
y… ni en España hay locos. Todo el mundo está cuerdo,
terrible, monstruosamente cuerdo.
Escuchadme, loqueros:

El sapo iscariote y ladrón en la silla del juez repartiendo castigos y premios,
en nombre de Cristo, con la efigie de Cristo prendida del pecho,
y el hombre aquí, de pie, firme, erguido, sereno,
con el pulso normal, con la lengua en silencio,
los ojos en sus cuencas y en su lugar los huesos…
El sapo iscariote ladrón repartiendo castigos y premios,
y yo, callado aquí, callado, impasible, cuerdo…
¡cuerdo! sin que se me quiebre el mecanismo del cerebro.
¿Cuándo se pierde el juicio? (yo pregunto, loqueros)
¿Cuándo enloquece el hombre? ¿Cuándo, cuándo es cuando se enuncian los conceptos absurdos y blasfemos
y se hacen unos gestos sin sentido, monstruosos y obscenos?
¿Cuándo es cuando se dice por ejemplo:
No es verdad, Dios no ha puesto
al hombre aquí en la Tierra, bajo la luz y la ley del universo;
el hombre es un insecto
que vive en las partes pestilentes y rojas del mono y del camello?
¿Cuándo si no es ahora (yo pregunto, loqueros),
cuándo es cuando se paran los ojos y se quedan abiertos, inmensamente abiertos,
sin que puedan cerrarlos ni la llama ni el viento?
¿Cuándo es cuando se cambian las funciones del alma y los resortes del cuerpo
y en vez de llanto no hay más que risas y baba en nuestro gesto?
Si no es ahora, ahora que la Justicia vale menos, infinitamente menos
que el orín de los perros;
si no es ahora, ahora que la Justicia tiene menos, infinitamente menos,
categoría que el estiércol;
si no es ahora… ¿cuándo, cuándo se pierde el juicio? Respondedme, loqueros,
¿cuándo se quiebra y salta roto en mil pedazos el mecanismo del cerebro?
Ya no hay locos, amigos, ya no hay locos. Se murió aquel manchego,
aquel estrafalario fantasma del desierto
y… ¡ni en España hay locos! ¡Todo el mundo está cuerdo,
terrible, monstruosamente cuerdo!...
¡Qué bien marcha el reloj! ¡Qué bien marcha el cerebro!,
este reloj, este cerebro —tic… tac, tic, tac…
es un reloj perfecto…m perfecto…, ¡perfecto!

***

La ventana

Diré algo más de la Poesía. Diré que la Poesía es una ventana. La ventana. La única ventana de mi casa.
Por esta ventana irrumpe la luz e ilumina todo lo que yo escribo en las paredes.
Y también entra el Viento. El Viento entra y sale por la venta y un día se lo lleva todo: las paredes, las palabras escritas y este yo que tiene una orgullosa cola de renacuajo y que también parece torpe y lento gusano que camina movido por el hilo viscoso de su baba. Prefiero la metáfora del gusano.
Diré entonces que este yo, el pronombre personal que he escrito tantas veces en la paredes, es un gusano nada más.
Diré también que el viento es un gigante burlón que se lleva los sueños, como los huevos de la perdiz y que los acuesta en lechos blandos y propicios.
Y diré que la luz puede abrir las cajas fuertes de los Bancos, derribar las presas, romper las cuerdas de los paquetes certificados y hacer juegos asombrosos de prestidigitación.
Diré algo más de la luz. La luz puede ablandar y descerrajar los sueños. ¿He dicho sueños o huevos? Porque un huevo es un sueño y un gusano es un sueño que camina.
Yo sé además que entre el Viento y la luz hay ciertos planes.
He oído decir que entre el Viento y la Luz pueden convertir a un gusano en mariposa. Y ¿quién sabe lo que serán capaces de hacer algún día con el hombre?...
Pero… ¡Silencio!... que no se entere la policía porque podrían cerrarme la ventana.

***

Me voy porque la Tierra y el Pan y la Luz ya no son míos

Volveré mañana en el corcel del Viento.
Volveré. Y cuando vuelva, vosotros os estaréis yendo:
Vosotros, los alcabaleros de la muerte, los centuriones en acecho
bajo la gran ojiva de la puerta, los constructores de ataúdes que al medir el cuerpo
amarillo de los que se van, con la cinta de metro y medio
de los alfayates, decís siempre: ¡Cómo crecen los muertos!
¡Oh, sí! Los muertos crecen. El último traje que se hicieron,
al amortajarlos, ya les viene pequeño.
Crecen. Y apenas los entierran, rompen los tablones de pino y los catafalcos de acero;
crecen después en la tumba, fuera de la caja, abren las tierra como las semillas del centeno
y ya, bajo el sol y la lluvia, en el aire, sueltos,
y sin raíces, siguen y siguen creciendo.

Yo me voy a crecer con los muertos.

Volveré mañana en el corcel del Viento.
Volveré ¡y volveré crecido! Entonces vosotros que os estaréis yendo
no me conoceréis. Mas cuando nos crucemos
en el puente, yo os diré con la mano:
¡Adiós, alcabaleros,
centuriones,
sepultureros!...
A crecer, a crecer,
a la tierra otra vez…
al agua,
al sol, al Viento… al Viento…
¡Otra vez al Viento!
León Felipe. Ganarás la luz. Editorial Cátedra.

miércoles, 18 de julio de 2018

La soledad de las vocales. José María Pérez Álvarez

las letras se apagan del rótulo de neón de la pensión Lausana, desaparecen una a una, sin apenas ruido, dejan de ser un faro o una hoguera para aquellos que buscan refugio en la ciudad y cambian el significado de la palabra primigenia, pasando Lausana de un ideal a una pensión destartalada y corroída por el tiempo, se apagan las letras y las vidas que habitan la pensión, el narrador borracho de la 9 que convive con el espectro de una suicida, el escritor de la 6 que aspira a una grandeza que lo sacuda de la miseria en la que vive, el viento en la 8, habitación abandonada y secreta que alberga nuestros miedos y derrotas, la pareja de homosexuales de la 5, el pintor de la 4, la ex nadadora de la 2, el tapicero serbio de la 7, el encargado, seres que parecen haber llegado al final de un camino, que se ven atrapados en las habitaciones de la pensión, evas y adanes y orfeos que salieron del paraíso metamorfoseados en sombras, eurídices atrapadas en el infierno, cada uno apagándose poco a poco como lo hacen las letras del rótulo, solitarios que se acercan unos a otros y hablan de sueños que saben inalcanzables, deseos que no son más que humo y recuerdos de un pasado sin conquistas, sombra sobre todo la del narrador de la 9, insomne y borracho que enlaza una pensión tras otra en una caída casi bíblica, su voz enquistada en las repeticiones de una rutina grotesca, los muebles, manchas y grietas de su habitación, la espera de alguna mujer que lo acompañe, el recuerdo de tantas que huyeron de su lado, los paseos por parques, barras de bar y estaciones de tren donde cruzar la mirada con otro ser humano que le haga sentirse a este lado de la vida, las conversaciones con el escritor de la 6 (que siente nostalgia de las manos de Joyce) o con el espectro de la mujer que se suicidó en su habitación años atrás, los viajes imaginarios a París que rompen la realidad y abren el muro de la pensión para respirar otros aires y otras vidas, el deseo de los cuerpos de las nadadoras olímpicas, su voz que avanza en círculos, las conversaciones, los objetos, los paseos, las mujeres ausentes, los deseos insatisfechos, y agranda lo grotesco de su figura, el narrador de la 9 como un don quijote desquiciado y pordiosero, como un observador fuera del paraíso, alguien que sólo sabe moverse por lugares de paso, pensiones, bares y estaciones de tren, su voz llena la soledad de las vocales, su voz que empieza como el despertar tras el sueño y termina con el despertar a una muerte ficticia.

Qué extraño y triste libro es La soledad de las vocales, el monólogo de un borracho e insomne que no hace más que dar vueltas por las mismas coordenadas, las mismas expresiones, los mismos recuerdos una y otra vez y que dan un ritmo hipnótico a la novela, una especie de voz en duermevela, qué personajes tan al límite, seres habituados a sufrir, a permanecer en una esquina donde ver pasar otras vidas o a sentir nostalgia de un deseo no satisfecho, qué escenarios de miseria, la pensión donde desaparecen las letras de su rótulo y que da cobijo a los perdidos y los abandonados, los bares y estaciones donde esperar un chispazo, una presencia que cambie en algo el rumbo de sus vidas. José María Pérez Álvarez ha construido una novela insólita y hermosa, fragmentos de la voz del borracho de la 9 que aspira a ser apátrida, apóstata y alcohólico, que le gustan los trenes que pasan de largo y el cuerpo de las nadadoras, que espera en su habitación a alguna mujer que se apiade de él, como la última prostituta, y habla con fantasmas y quiere que sus cenizas acaben en un fiordo noruego o en alguna copa para ser bebidas por una mujer hermosa y que se sabe fuera del paraíso o del infierno. Más allá de los personajes y espacios (que pueden recordar a Hurbert Selby), son el ritmo repetitivo de la novela y los fragmentos con apenas comas que dan al monólogo del narrador un aire febril y alucinado lo que acaba por atraer de La soledad de las vocales.







permanezco desnudo en la cama, escucho la lluvia que cae desde el primer piso de la pensión Lausana habitación 9, un eco que parece provenir de muy lejos como si estuviese lloviendo en un fiordo de noruega, en lysefjord no en sognefjord y el sonido se arrastrase hasta aquí, la lluvia cae como alguien que se precipita al vacío desde un fiordo de noruega, desde lo alto de la torre eiffel, desde los acantilados de finisterre, desde la cima de estaca de bares, contemplo la mancha de humedad en el techo que se parece a la isla de jamaica, uno debería poder adivinar el futuro por medio de las manchas de humedad o conjurar el pasado, mejor no saber nada del futuro que es también irreparable, me miro los dedos de los pies y pienso: un hombre descalzo es un hombre muerto, recuerdo las escenas de los atentados nueva york madrid denpasar bagdad Freetown, atentados terroristas en países remotos o provincias limítrofes, siempre hay una bomba esperándonos en cualquier esquina, vagón de tren o restaurante, piso o maleta, mezquita u hotel, somos sujetos que llevamos inscrita la muerte en nuestro apellido, en nuestros genes, en nuestros gestos, en nuestros antebrazos, en nuestras palabras, en nuestros ojos, en nuestros sexos, sujetos que despertamos resacosos en la habitación de una pensión que tiene una mancha de humedad similar a la isla de jamaica y escuchamos caer la lluvia, jamaica es una isla a la que no podrá dirigirse nunca el Ford rojo del encargado de la pensión que oigo arrancar como un trueno o una bomba, una noche me encontré en un bar al encargado, un setentón medio borracho que se puso a hablar de tiempos mejores, yo estaba viendo la televisión, contemplaba las pruebas de natación de los 200 metros libres femeninos en atenas, veía los cuerpos irrepetibles de las nadadoras como seres de otro mundo, sentía en mi piel el fresco de las piscinas de aguas azules y el olor del cloro, imaginaba lo hermoso que sería hacer el amor con una cualquiera de aquellas mujeres, la que ganase o quedase quinta o la que llegase la última a la meta, se sentó el encargado y empezó a hablar de cuando regresó de suiza y con los ahorros inauguró en enero de 1969 la pensión lausana, me aburren las personas que recuerdan el ayer irrectificable con la nostalgia de los tiempos mejores, de los buenos tiempos y olvidan que tuvieron que emigrar, que tragar miseria, que aprender otro idioma, que renunciar al fútbol de los domingos o al tabaco rubio, a las fiestas de su pueblo, así es la vida dijo la vida como el azar favorece siempre a los ricos, así es la vejez —pensé— se miente para sobrevivir como son mentira los cuerpos gloriosos de las nadadoras que sólo existen en las piscinas olímpicas, le invité a otra botella y entonces ni el ayer ni el presente fueron buenos tiempos, todo era una mierda, los emigrantes que paraban en la pensión como pájaros tristes, los oficinistas solitarios, las mujeres orgullosas, los yonquis intranquilos, los enfermos desahuciados que echaba a la calle como a perros para que no murieran en la pensión y la gente murmurase con asco del negocio, las putas, los camellos, las parejas que hacían el amor, algún pintor, el extranjero, los extranjeros siempre sospechosos, apostadores, locos, estudiantes, mercachifles, viajantes, homosexuales, ladrones, gente de sombra y desamparo, iluminados, ateos, anarquistas, de vez en cuando yo ojeaba la televisión, admiraba los músculos de aquellas mujeres, sus hombros anchos, sus cinturas rotundas, sus muslos incansables y nadaba con ellas en las series de clasificación de los juegos olímpicos, huía del ambiente tórrido del bar sumergiéndome en las piscinas azules que olían a cloro, ah y en la habitación que usted ocupa se cortó las venas en 1980 una mujer, nos miramos y sólo acerté a preguntarle si iba a arreglar algún día las letras fundidas del letrero, para qué —dijo— tenía razón, para qué, qué importan los nombres, los nombres de las pensiones los nombres de los bares los nombres de las mujeres los nombres de las plazas los nombres de las personas que vivieron en la lausana si al final sólo queda el brillo de la sangre que fluye cuando en la habitación 9 una mujer sin nombre coge una cuchilla de afeitar y se corta las venas en silencio, una semana me quedó a deber la muy puta —dijo el encargado— hizo un gesto al camarero, a ésta invito yo, por los buenos tiempos y vi el rastro de sangre de la suicida de la pensión esparciéndose en las aguas azules de una piscina olímpica a la que se lanzan nadadoras como tiburones que olfatean la sangre y buscan su origen con los delicados movimientos de las nadadoras olímpicas
José María Pérez Álvarez. La soledad de las vocales. Ediciones B.

lunes, 16 de julio de 2018

León Felipe en Ganarás la luz (i)

¿Quién soy yo?

He aquí una buena pregunta para hacérsela el hombre por la tarde, cuando ya está cansado y se sienta a esperar en el umbral de la noche.
Si se abriese ahora, de improviso, la puerta y alguien se adelantase a preguntarme quién soy yo, no sabría decir cómo me llamo.
En la mañana nos bautizan, al mediodía el sol ha borrado nuestro nombre y en la tarde quisiéramos bautizamos nosotros.
Salimos de aventura en la madrugada por el mundo, con un nombre que nos prenden en la solapa, como una concha en la esclavina y creemos que por este nombre van a llamarnos los Pájaros. ¡No nos llama nadie! Y cuando ya estamos rendidos de caminar y el día va a quebrarse, gritamos enloquecidos y angustiados, para no perdernos en la sombra: ¿Quién soy yo?
¡Y nadie nos responde!
Entonces miramos hacia atrás para ver lo que dicen nuestros pasos. Creemos que algo deben de haber dejado escrito en la arena nuestros pies vagabundos. Y comenzamos a descifrar y a organizar las huellas que aún no ha borrado el viento.
Es la hora en que el caminante quiere escribir «sus memorias». Cuando dice:
Les contaré mi vida a los hombres para que ellos me digan quien soy.
Si es un poeta, querrá contársela también a los pájaros y a los árboles. Y un día buscará un cordoncito o un mecate para ceñir y ligar bien su «antología». Entonces dirá:
Reuniré en un manojo apretado mis mejores poemas porque tal vez así, todos juntos, sepan decir mejor lo que quieren, a dónde se dirigen... y acaso al final apunten vagamente mi nombre verdadero.
Si el poeta es un poco arquitecto y algo más orgulloso, tal vez se atreva a contarle su vida a las piedras también. Y dirá:
Construiré mi morada —mi templo y mi sepulcro— con las piedras más firmes que he tallado.
Yo no sé si soy un poco arquitecto, pero soy tan orgulloso como el hombre que quiere hacer eterna su casa y su palabra; como el hombre que, enloquecido y angustiado, se afana en bautizarse a sí mismo con un nombre por el que puedan llamarle

los pájaros
los árboles
las piedras...

con un nombre que no derribe el Viento.

***

Pero, ¿por qué habla tan alto el español?

Sobre este punto creo que puedo decir también unas palabras.
Este tono levantado del español es un defecto, viejo ya, de raza. Viejo e incurable. Es una enfermedad crónica. Tenemos los españoles la garganta destemplada y en carne viva. Hablamos a grito herido y estamos desentonados para siempre, para siempre porque tres veces, tres veces, tres veces tuvimos que desgañitarnos en la historia hasta desgarrarnos la laringe.
La primera fue cuando descubrimos este Continente, y fue necesario que gritásemos sin ninguna medida: ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra! Había que gritar esta palabra para que sonase más que el mar y llegase hasta oídos de los hombres que se habían quedado en la otra orilla. Acabábamos de descubrir un mundo nuevo, un mundo de otras dimensiones al que cinco siglos más tarde, en el gran naufragio de Europa, tenía que agarrarse la esperanza del hombre. ¡Había motivos para hablar alto! ¡Había motivos para gritar!
La segunda fue cuando salió por el mundo, grotescamente vestido con una lanza rota y una visera de papel aquel estrafalario fantasma de la Mancha, lanzando al viento desaforadamente esta palabra de luz olvidada por los hombres: ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!... ¡También había motivos para gritar!
El otro grito es más reciente. Yo estuve en el coro. Aún tengo la voz parda de la ronquera. Fue el que dimos sobre la colina de Madrid, en el año de 1936, para prevenir a la majada, para soliviantar a los cabreros, para despertar al mundo: ¡Eh! ¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo!...
El que dijo Tierra y el que dijo Justicia es el mismo español que gritaba hace seis años nada más, desde la colina de Madrid a los pastores: ¡Eh! ¡Que viene el lobo!
Nadie le oyó. Los viejos rabadanes del mundo que escriben la historia a su capricho, cerraron todos los postigos, se hicieron los sordos, se taparon los oídos con cemento, y todavía ahora no hacen más que preguntar como los pedantes: ¿pero por qué habla tan alto el español?
Sin embargo, el español no habla alto. Ya lo he dicho. Lo volveré a repetir: El español habla desde el nivel exacto del hombre, y el que piense que habla demasiado alto es porqué escucha desde el fondo de un pozo.

***

Hay dos Españas

Hay dos Españas: la del soldado y la del poeta. La de la espada fratricida y la de la canción vagabunda. Hay dos Españas y una sola canción. Y esta es la canción del poeta vagabundo:

Soldado, tuya es la hacienda,
la casa,
el caballo
y la pistola.
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo y me dejas desnudo y errante por el mundo...
Mas yo te dejo mudo… ¡mudo!
Y ¿cómo vas a recoger el trigo
y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción?

***

¡El salmo es mío!

Y la España que se llevó la canción, se llevó el salmo también.
Jamás oí en las catedrales españolas un salmo afilado que se pudiese clavar en el cielo, en la tierra o en la carne del hombre.
Y siempre me preguntaba al entrar en las iglesias: ¿dónde estará el salmo? ¿dónde le habrán escondido los canónigos?
Durante el expolio de la última guerra española, lo encontré. Lo habían guardado los sacristanes en una vitrina y allí lo retenían como un idolillo inútil ya y sin sentido, para que lo contemplasen la erudición eclesiástica, los poetas pedantes y los turistas.
Me lo llevé. Entonces me lo llevé. Al final ya de la contienda, allá por los últimos días del año 1938, cuando los «rojos» se habían ya incautado de las iglesias y de los ornamentos sagrados (de los utensilios y los cubiletes de los malabaristas y de los mercaderes del templo), y me llevé el salmo.
Denunciadme al Sumo Pontífice, dadle mis señas, mostradle mi cédula (este libro es mi cédula).
Decidle que es que va aullando en la ráfaga negra del Viento, por todos los caminos de la Tierra... es el salmo. Y que no me lo llevo, que me lo llevo en mi garganta, que es la garganta rota y desesperada del hombre a quien él ha dejado sin altar y sin tabernáculo.
No me lo robo. Me lo llevo... ¡lo rescato! El salmo es mío... ¡del poeta! El salmo es una joya que les dimos en prenda los poetas a los sacerdotes.
¡Fue un préstamo!
Y ahora me lo llevo.
Cuando los arzobispos bendicen el puñal y la pólvora y pactan con el sapo iscariote y ladrón... ¿para qué quieren el salmo?
El poeta lo rescata... se lo lleva, porque el salmo es del poeta... ¡Mío!... ¡El salmo es mío!

***

Soy un vagabundo

Yo no soy más que un hombre sin oficio y sin gremio, no soy un constructor de cepos. ¿Soy yo un constructor de cepos?
¿He dicho alguna vez: Clavad esas ventanas, poned vidrios y pinchos en las cercas?
Yo he dicho solamente: No tengo podadera ni tampoco un reloj de precisión que marque exactamente los rítmicos latidos del poema.
Pero sé la hora que es.
No es la hora de la flauta.
¿Piensa alguno que porque la trilita dispersó los orfeones tendremos que llamar de nuevo a los flautistas?
No.
No es ésta ya la hora de la flauta.
Es la hora de andar, de salir de la cueva y de andar…
de andar… de andar… de andar.

Yo soy un vagabundo.
Yo no soy más que un vagabundo sin ciudad, sin decálogo y sin tribu.
Y mi éxodo es ya viejo.
En mis ropas duerme el polvo de todos los caminos
y el sudor de muchas agonías.
Hay saín en la cinta de mi sombrero,
mi bastón se ha doblado
y en la suela de mis zapatos llevo sangre, llanto y tierra de muchos cementerios.
Lo que sé me lo han enseñado
el Viento,
los gritos
y la sombra... ¡la sombra!

***

Pero diré quién soy más claramente

Pero diré quién soy, más claramente, para que no me ladre el fariseo
y para que registren bien la ficha
el psicoanálisis,
el erudito
y el detective:
Soy la sombra,
el habitante de la sombra
y el soldado que lucha con la sombra.
Y digo al comenzar:
¿Quién no tiene una joroba y un gran saco de lágrimas?
¿Y quién ha llorado ya bastante?
La luz está más lejos de lo que contaban los astrónomos,
y la dicha más honda de lo que cantabas tú, Walt Whitman.
¡Oh, Walt Whitman! Tu palabra hapiness la ha borrado mi llanto.
La vida, arrastrándose, ha cubierto el mundo de dolor y de lágrimas.
Este el mantillo de la tierra,
el gran cultivo junto al cual la esperanza de Dios se ha sentado paciente.
De la amiba de la conciencia se asciende por una escala de llanto.
Y esto que ya saben los biólogos,
lo discuten ahora los poetas.
Han llorado la almeja y la tortuga,
el caballo,
la alondra
y el gorila…
Ahora va a llorar el hombre.
El hombre es la conciencia dramática del llanto.
Antes que yo, lo habéis dicho vosotros, ya lo sé.
Y yo digo además:
Esta fuente es mía… y no la explota nadie.
Nadie me engañará ya nunca:
mi llanto mueve los molinos
y la correa de la gran planta eléctrica.
De mi sudor vivió el rey,
de mi canción, el pregonero,
y de mi llanto, el arzobispo.
Sin embargo, mi sangre es para el altar.
Sacad de los museos esa gran piedra azteca y molinera,
afilad otra vez el navajón de pedernal,
rasgadme el pecho de la sombra
y dad mi sangre al sol.
¡Que hay algo que los dioses no pueden hacer solos!

***

La espada

En el principio creó Dios la luz... y la sombra.
Dijo Dios: Haya luz
y hubo luz.
Y vio que la luz era buena.
Pero la sombra estaba allí.
Entonces creó al hombre.
Y le dio la espada del llanto para matar la sombra.
La vida es una lucha entre las sombras y mi llanto.
Vendrán hombres sin lágrimas...
pero hoy la lágrima es mi espada.

Vencido he caído mil veces en la tierra,
pero siempre me he erguido apoyado en el puño de mi espada.
Y el misterio está ahí,
para que yo desgarre su camisa de fuerza con mi llanto.

El llanto no me humilla.
Puedo justificar mi orgullo:
el mundo nunca se ha movido
ni se mueve ahora mismo sin mi llanto.

No hay en el mundo nada más grande que mis lágrimas,
ese aceite que sale de mi cuerpo
y se vierte en la tumba
al pasar por las piedras molineras
del sol y de la noche.

Dios contó con mis lágrimas desde la víspera del Génesis.
Y ahí van corriendo, corriendo,
gritando
y aullando
desde el día primero de la vida, a la zaga del sol.

Luz...
cuando mis lágrimas te alcancen,
la función de mis ojos ya no será llorar
sino ver.

***

Agradecimiento

Hay poetas que trabajan con la palabra solamente, como los lapidarios;
otros trabajan con la metáfora, como los joyeros que cambian las piedras de lugar;
otros empalman y enciman los ladrillos con una musiquilla monótona e interminable de romance;
otros se valen del termómetro y del compás, como los geómetras impasibles que miden los ángulos y la temperatura del tabernáculo;
otros trabajan con el símbolo y con la fábula, como los estofadores y los que emploman los vidrios de los grandes ventanales;
algunos muy entendidos son maestros en el arabesco, en el jeroglífico y en la alegoría, como los tejedores sagrados y los criptógrafos que dejan su secreto en las cenefas de las casullas y los frisos de los cenotafios;
otros trabajan con la arcilla blanda de su ejido solamente, como el alfarero municipal;
otros cavan en las profundidades del subterráneo donde se han de apoyar un día los cimientos, como los tejones y los topos;
otros se afanan allá arriba, cerca del cielo, en las cornisas de los campanarios, como la cigüeña y las golondrinas…
Pero el Poeta Prometeico trabaja con su sangre donde van disueltos los esfuerzos de todos estos poetas especializados.
Y a todos estos artífices humildes, cuyo nombre se llevará un día despiadadamente el Viento, el Poeta Prometeico les agradece todo lo que le han dado, todo lo que le han traído para edificar el templo venidero y levantar la torre donde se ha de colocar mañana el pabellón rojo del hombre.
León Felipe. Ganarás la luz. Editorial Cátedra.