Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 27 de junio de 2018

Diario de Praga (1941-1942). Petr Ginz

Paisaje lunar 1942-1944
Tiene catorce años. Petr Ginz. Vive en la Praga ocupada por los nazis. Le gusta dibujar, leer a Verne, escribir relatos. Ginz es un muchacho inquieto, creativo y observador, y traslada su mundo a un diario hecho con tapas y hojas de viejos cuadernos, un mundo que desaparece poco a poco. Porque esa es la impresión tras leer su diario. Que es un libro de desapariciones. Desaparecen las calles por las que poder pasear y los vagones de tranvía en los que viajar, desaparecen la fruta y la verdura de las cartillas de racionamiento, desaparecen los negocios, los muebles y las ropas, desaparecen los compañeros y vecinos de Ginz, primero a la espera de un transporte que los lleven a Terezin y luego dentro del campo de concentración, y desaparece el propio Ginz. De lo pequeño y externo a lo interno e inmenso. Ése es el orden de las desapariciones.

Ginz inicia sus anotaciones diarias sobre el tiempo que hace, sus encuentros con amigos, la visita de familiares, las clases y los deberes escolares, incluso incluye alguna travesura infantil, una repetición sencilla y, casi, musical, en la que irrumpe la guerra, la ocupación alemana y el cerco a los judíos. Ginz mira con asombro a su alrededor, describe su vida familiar impregnada por el peligro de la guerra y su condición de judíos: a los días donde habla de las primeras nieves o del casamiento de un profesor le siguen las noticias del atentado a Heydrich, el llamamiento a familiares y amigos para los transportes a Terezin, cómo los judíos son despojados primero de sus derechos y sus pertenencias para luego acabar con su vida. 

El diario de Ginz es duro y cruel tanto por lo que describe, la persecución y el exterminio de los judíos, como por cómo lo hace, la escritura de un muchacho despierto y creativo que con catorce años convive con el horror y la sinrazón. Hay momentos de una dulzura y ternura extremas, los regalos entre padres e hijos, los paseos con los amigos, los dibujos y los sellos y las noticias de la radio y las travesuras y los motes a profesores que hablan de una vida en apariencia normal y que se rompen por la guerra y la barbarie, por ese muro primero invisible y luego real que rodeó a los judíos de Praga. Es esa confrontación entre ternura y guerra, entre familia y desapariciones lo que da a estos diarios un valor extraño y diferente, no son memorias de supervivientes sino las impresiones de un muchacho mientras sucede la guerra y el exterminio.


Jueves, 1 de enero de 1942 Me hice con corteza de árbol un violín precioso, pero todavía no puedo tocarlo porque ahora sólo tiene dos cuerdas (de goma).
Por la mañana hice deberes. Por lo demás nada especial. En realidad pasan muchas cosas, pero no se notan. Lo que resulta ahora totalmente corriente, hubiera sido motivo de escándalo en una época normar. Los judíos, por ejemplo, no pueden comprar fruta, gansos y aves en general, queso, cebolla, ajo y muchas otras cosas. No les dan cartillas de racionamiento de tabaco a los presos, a los locos y a los judíos. No pueden viajar en el vagón delantero de los tranvías, en los autobuses y en los trolebuses; no pueden pasear por la orilla del río, etc., etc.


La edición de los diarios de Ginz se completa con unos cuadernos encontrados de sus meses en Terezin donde Ginz recuerda su partida al campo y la despedida de su familia, escribe sobre el encuentro con otros prisioneros o inventa relatos en los que hay una mirada sobre la condición humana. Petr Ginz acabará asesinado en Auschwitz con apenas dieciséis años. Leer su diario es asistir a la destrucción de la inocencia (la otra cara de las novelas de iniciación): un muchacho despierto y creativo que dibuja paisajes lunares o praguenses, crea códigos secretos, escribe poemas y observa cómo el mundo que le era propio se convierte en un lugar irreconocible.


Ghetto 1944

Habitación de jóvenes 1943



Tejados y torres de Praga 1939-1940
Una calle de Terezin 1944



Petr Ginz

Ahora ya todo el mundo sabe
quién es judío y quién es ario
porque al judío se le reconoce
por la estrella amarilla y negra.

Y el judío, una vez marcado,
tiene que acatar las ordenanzas:

Todos los días, a partir de las ocho,
debe dedicarse a su familia,
sólo puede trabajar de peón,
y no prestarle a nada atención,
no ser dueño ni de un cachorro
y de afeitarse ni hablar.
Y la judía que antes era rica
no puede tener ni siquiera un gato,
tiene que enseñar a los niños en casa,
hacer las compras de tres a cinco,
no puede haber joyas, ajo o vino,
conciertos, teatro o cine,
coches, casas, gramófonos,
pieles, esquís, teléfonos,
carne de cerdo, cebollas, queso,
aparatos o balanzas,
armónicas para tocar
o un canario para entretenerse,
bicicletas o barómetros,
calcetines o suéteres.

Y sobre todo el criminal judío
debe abandonar sus hábitos:
comprar  zapatos o trajes, no,
las tiendas no son para él,
ni aves de corral o jabón de afeitar,
carné de conducir o licores,
revistas o periódicos,
bombones o máquinas de coser,
calzoncillos de abrigo, ni siquiera un par,
ni tiendas, campos o minas,
ni acciones, fábricas o casas,
ni sardinas, ni fruta, ni pescado.

Puede que aún falte algo.
Hay aún muchas más cosas.
¡Mejor que no compres nada!

Acostúmbrate a ir a pie
haga buen tiempo o llueva.
No salgas de tu edificio
y ni se te ocurra tomar el tren.
Claro que tampoco puedes tomar un rápido
o un tranvía o un taxi
y por grande que sea la tentación
ni se te ocurra entrar al bar,
ni andar junto al río, ni ver una exposición,
o ir al museo o la piscina,
al correo o andar por los andenes,
a tomar café o a los estadios,
al templo, a la sala de juegos
o a los baños públicos.
¡Y anda también con cuidado
por las avenidas principales
o las grandes tiendas!
Y si quieres disfrutar del mundo
mejor es que vayas al cementerio,
ponte elegante para ver las tumbas
y aprovecha para respirar aire puro allí,
ya que no puedes entrar en ningún otro jardín.

El judío, por listo que sea,
tiene la cuenta del banco bloqueada,
ha abandonado las malas costumbres,
y con los arios ya no se relaciona.

Ninguno de ellos podía antes disponer
más que de mochila, maleta y correa.
Ahora ya no tiene ni ese derecho,
pero el judío sigue sin quejarse.
Sólo atiende al reglamento
y sigue siempre con todo contento.
Petr Ginz. Diario de Praga (1941-1942). Traducción de Fernando Valverde. Acantilado.

viernes, 22 de junio de 2018

Memorias de una superviviente. Doris Lessing

Es un mundo de percepciones más que de certidumbres. El gobierno, la ley, la sociedad en su totalidad se han convertido en esbozos y gestos apenas entrevistos tras su derrumbe por algo desconocido —“ello”, una fuerza subterránea que se hace con la vida de la comunidad, destruyendo unos valores en apariencia arraigados con una potencia devastadora—. Sólo queda observar y sobrevivir. Y es lo que hace la narradora de estas memorias. Desde la ventana de su piso vigila la calle y ve pasar a grupos de hombres y mujeres que abandonan la ciudad y parten en busca de un refugio ante la caída del gobierno. Grupos que se asemejan a salvajes que adoran a un dios extraño y sangriento, que se han desprendido de todo aquello que los definía años atrás y han vuelto a un primitivismo olvidado. La narradora, una mujer madura testigo de los avances del caos, el abandono y la violencia en la ciudad, aún conserva recuerdos de una época distinta donde nada hacía prever el trastorno actual. Mira a través de la ventana, y ese gesto inocente la lleva a la inmovilidad, a describir aquello que se despliega ante ella pero sin darse realmente cuenta de la inercia y la peligrosidad de los cambios de una ciudad y una sociedad que se colapsan. Sólo la llegada de una niña de doce años a su apartamento y sus incursiones en un mundo onírico dentro de la pared del salón, poblado de habitaciones, familias desconocidas e imágenes añejas, rompen con su vigilancia de la anarquía y el salvajismo del otro lado de la ventana.

Hasta aquí un intento de reseña.

Lessing crea una obra perturbadora y hermosa en Memorias de una superviviente. Muestra el final de una comunidad, un apocalipsis del que desconocemos su inicio y del que sólo vemos las consecuencias: ruina, salvajismo y abandono. Todo aquello que definía a la comunidad, el gobierno, las leyes, las reglas sociales, aparecen apagados, apenas sombras que desaparecen poco a poco hasta que el caos se hace con la ciudad. Niños salvajes que viven en el metro y con un lenguaje compuesto de gruñidos en un regreso simbólico a las cuevas prehistóricas, edificios que se agrietan y arruinan lentamente, rumores que sustituyen a los canales de noticias, la humanidad que huye mientras la naturaleza recupera su lugar entre el cemento. No sabemos nada del colapso y aún así lo sentimos posible, una amenaza real, un primer gesto que se convierte en inercia y que acaba en el caos y el desorden. Hay palabras que pierden su significado: familia, burocracia, política, el lenguaje se degrada y los habitantes de la ciudad se escudan en la esperanza, vacua e inmadura, de que todo volverá a ser como antes de manera milagrosa. La narradora habla de aquella época de anarquía, la suponemos en un presente donde todo aquello pasó, donde hay una salvación o, al menos, un refugio. Pero sólo es una intuición, no una certeza. La voz que le otorga Lessing a esta mujer/testigo es profunda, inteligente, sorprendida. Y conmovida. A través de la ventana de su piso ve los cambios sin asumirlos (o sin saber cómo hacerlo), se pregunta si las migraciones al norte tendrán algún sentido, ya que nadie ha vuelto para decir qué hay allí, es la observadora inmóvil por la curiosidad, por descubrir cuál será el siguiente paso, qué será lo próximo que se apague. Pero no es este caos el que mueve a la narradora, sino la llegada de una niña de doce años de la que se hace cargo y sus incursiones dentro de la pared del salón, donde asiste a un mundo fértil compuesto por otras habitaciones, jardines y tiempos. Entonces, Lessing despliega una historia política, social y feminista. Es Emily, la niña de doce años, la protagonista de esta historia, su madurez temprana y la mujer en la que se convierte de manera prematura. La narradora se adentra en el mundo irreal tras la pared poblado por docenas de habitaciones desconocidas, ve la infancia de Emily junto a sus padres y hermano y los roles familiares enraizados en la cultura pasada y lo compara con la nueva época donde la burocracia, el orden, las viejas costumbres y el gobierno son líneas difusas. Emily pasa de la niñez a la edad adulta en apenas unos meses, tendrá el papel de madre y cuidadora, se enamorará de un muchacho que aspira a liderar y salvar a los niños salvajes del metro, se sentirá fatigada, sufrirá por un amor que “no era una puerta hacia nada, sino una puerta en sí misma” y tomará conciencia de una nueva naturaleza. Emily, la niña que llora como mujer (“que es como decir que la tierra está sangrando”), que se considera “fuente”, como la define la narradora, porque así la ven los hombres y los muchachos, que vive en los nuevos tiempos sin recordar aquellos años lejanos de bienestar y que asume el dolor atávico de las mujeres . Lessing consigue equilibrar el lenguaje poético de las incursiones tras la pared blanca de la narradora, donde cada paso está teñido de imágenes oníricas, con el tono reflexivo de una mujer que ve el mundo derrumbarse sobre sus cimientos y se pregunta por lo ocurrido, los cambios que están trasformando una comunidad y qué se puede esperar de esos cambios, su mirada certera y crítica hacia los años de pretendida prosperidad y las reflexiones sobre cómo reanudar la sociedad y la política tras el caos y transformarlas en una luz que alumbre un nuevo camino. Memorias de una superviviente, una novela política, revolucionaria, apocalíptica, surrealista.

Una última idea: la tentación de unir lecturas e iniciar una línea que empezase en Memorias de una superviviente y continuase por El muro de Marlen Haushofer y El cuento de la criada de Margaret Atwood, tres escritoras que imaginan el fin de una época de manera reflexiva y aguda, y donde lo importante es el papel de la mujer tanto en el mundo extinto como en el nuevo mundo. Mujeres que narran los cambios brutales e inesperados de una comunidad a través de sus diarios o sus memorias y hablan de una regresión a un pasado brutal, como Lessing o Atwood, o imaginan una reentrada en el paraíso (vallado con un muro invisible), donde la mujer se convierte en una solitaria Eva capaz de hacer suyo un mundo, en un inicio, inhóspito. Tres voces lúcidas, impetuosas e inteligentes.







Emily, con los ojos cerrados, las manos sobre los muslos, se meció hacia atrás y hacia delante y de un lado a otro, y lloró como llora una mujer, lo que es como decir que la tierra está sangrando. Estuve a punto de decir «como si la tierra hubiese decidido llorar a su antojo», pero esto restaría eficacia al hecho. Al escucharla, no podía hacer menos, sin duda, que rendir homenaje a la cualidad profunda del llanto de una mujer adulta cuando llora.
Quién más es capaz de llorar así. La mujer de edad, no. Las lágrimas de la anciana pueden ser dolorosas, pueden ser abyectas, tan terribles como podamos imaginar. Sin embargo, son lágrimas en las que la experiencia impide clamar pidiendo justicia, pues han aprendido demasiado y carecen de esa calidad abismal que recuerda un desangramiento. Un niño pequeño puede llorar como si toda la angustia y soledad del universo le pertenecieran exclusivamente, mas no es el dolor del llanto de una mujer lo que importa, no, es lo definitivo de esa aceptación de un mal. Allí estaba, como en aquel momento y como estaría siempre en el futuro, con los ojos cerrados, de los que caían lentamente las lágrimas, el cuerpo que se movía con lentitud, el pesar… el acto del duelo, eso es. Se ha enfrentado a un enemigo, se ha trabado lucha con él, pero se ha perdido una batalla, todo se ha derrumbado, todo se ha agotado, no queda nada, no cabe esperar nada… sí, a pesar mío, todo lo que escribo en este instante bordea la farsa, se oye con frecuencia una carcajada que es tan intolerable como las lágrimas. Seguí sentada mientras contemplaba a Emily, la mujer eterna, en su tarea de llorar. Hubiera querido poder alejarme, sabía que no tenía importancia alguna para ella que yo estuviese allí o no. Hubiera querido darle algo, reconfortarla, ofrecerle unos brazos abiertos, o… ¿una buena taza de té? (a su debido tiempo se la ofrecería). No, debía escuchar. Escuchar ese pesar, esa expresión de lo intolerable. «Qué cosa en el mundo —se habría preguntado quien la observara en aquel momento, marido, amante, madre, amigo, aun alguien que en un momento determinado hubiese llorado esas mismas lágrimas, pero en particular, desde luego, un marido o un amante— ¿qué puedes haber esperado de mí, de la vida, por Dios, que ahora lloras así? ¿No ves que es imposible, que eres imposible, que nadie podría haber recibido promesas suficientes como para justificar, siquiera, tales lágrimas… no lo ves?» Pero es inútil. Los ojos ciegos miran a través de uno, están viendo un enemigo ancestral que no es, gracias a Dios, uno mismo. No, es la vida, el azar, o el destino, una fuerza de este tipo, que ha golpeado a la mujer en lo más profundo del corazón, y allí permanecerá sentada siempre, balanceándose en su dolor arcaico y terrible, y los sollozos que desgarran su ser son uno de los pilares sobre los que debe descansar todo. Nada menos podría justificarlos.

( ... )

Estaba viendo a una mujer madura, una mujer que lo ha recibido todo hasta sentirse colmada, pero de quien se sigue pidiendo, exigiendo, a quien se sigue persuadiendo para que dé. Semejante mujer es en verdad generosa, sus fuentes y reservas están siempre repletas y siempre dispuestas a dar. Ama… sí, pero en alguna parte de su interior hay una inmensa fatiga. Lo ha conocido todo y no quiere nada más… pero ¿qué puede hacer? Se reconoce —los ojos de los hombres y de los muchachos se lo dicen— como fuente. Si no puede ser esto, no es nada. Por ello todavía piensa, porque todavía no se ha despojado de esa ilusión. Da, da, pero con el cansancio contenido y controlado… Por ello seguía acariciando la cabeza de Hugo, haciéndole el amor a sus orejas, murmurando palabras afectuosas pero sin sentido. Por encima de la cabeza de Hugo, la mirada de Emily se cruzó con la mía. Eran los ojos de una mujer madura, de unos treinta y cinco o cuarenta años… Nunca sufriría voluntariamente lo que había sufrido ya. Como la mujer de nuestra civilización extinguida, conoció el amor como una fiebre que era necesario sufrir, pasar. «Enamorarse», enfermedad que había que pasar, una trampa que podía llevarla a traicionar su propia naturaleza, su sentido común, sus verdaderas aspiraciones. No era una puerta hacia nada, sino una puerta en sí misma; como no era tampoco una norma para la existencia, era un estado, una condición, suficiente en sí misma, casi independiente de su objetivo… «estar enamorada». Si hubiese hablado de ello, lo habría hecho en términos semejantes a los que he utilizado. El hecho es que no deseaba hablar. Brotaba de ella la fatiga, la disposición a dar si era absolutamente necesario, a dar, pero sin convicción. Gerald, a quien había adorado, su «primer amor» acorde con la tradición, a quien había esperado, por quien había sufrido, pasado noches sin sueño, Gerald, su amante, ahora la necesitaba y la deseaba, por haber vivido ya el ciclo de sus propias necesidades; pero ella no tenía ahora la energía para levantarse y salir a su encuentro.
Doris Lessing. Memorias de una superviviente. Traducción de Mireia Bofill. Debolsillo.