Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 29 de abril de 2018

4 3 2 1. Paul Auster

A mi lado un hombre lee en el metro las primeras páginas de 4 3 2 1. Por un instante siento el impulso de darle mi opinión y decirle que es una historia plana y sin tensión, que las diferentes vidas posibles de Ferguson se hacen tediosas por momentos, que Auster tiene mejores libros, El palacio de la luna, Leviatán, El país de las últimas cosas, La invención de la soledad, por ejemplo, donde su escritura tiene una mayor profundidad y no hay lugar para el hastío o la trivialidad de su última novela. Podría decirle que esas primeras páginas que lee, la llegada del abuelo de Ferguson a Estados Unidos, la sempiterna tierra prometida, son las mejores, el dibujo del emigrante que tan bien mostraron Malamud o Philip Roth en alguna de sus obras y donde uno siente que coge aire y fuerza ante una novela que presiente titánica. Pero es ahí donde termina toda muestra de obra titánica, diría, en ese primer capítulo que habla de las raíces, y en dejar que crezcan y se mezclen las vidas posibles de Ferguson y lleven diferentes caminos, a veces empujados por ese azar que tanto busca Auster. Y es la idea del azar, como las primeras páginas, lo salvable de 4 3 2 1. La forma del libro es el azar en sí mismo y la especulación sobre los distintos caminos que podrían contener la vida de un ser humano, qué cambios se producirían, qué finales le esperarían, cómo un gesto, por pequeño que sea, contiene un gran cambio y un nuevo rumbo y mundo. Cuatro Ferguson posibles. Le diría a ese hombre que lee en el metro que se encontrará con las coordenadas esperadas en Auster, no sólo está el azar, también las calles de Nueva York y París (París como otra tierra prometida donde vivir la libertad y el arte y la gastronomía y la bohemia), el cine como cicatrizante de heridas profundas (en este caso las películas de el gordo y el flaco), los derechos civiles y las manifestaciones contrarias a la guerra, la visión de una América tan rica como convulsa (el posicionamiento de Auster hacia una política progresista), incluso reaparecen personajes de El libro de las ilusiones o El palacio de la luna, algo que, en apariencia, da una forma de cohesión a la obra de Auster pero que en este caso se ve forzado, no como en anteriores cruces de personajes y libros. Le comentaría a ese lector que eso que acaba de hacer, pasar del capítulo 1.0 al 1.1 e iniciar la primera de las vidas posibles es un pequeño logro, la sensación de dejar la vida de uno de los Ferguson para adentrarse en la de otro Ferguson más triste o feliz o enamorado o desilusionado o roto por alguna muerte, el padre ausente o muerto o un hombre cálido, la madre entre la magia, la calidez y el pragmatismo de sus diferentes encarnaciones, las chicas que se convierten en novias o hermanastras, los amores que basculan entre la inocencia y la crueldad: los mismos personajes en diferentes vidas. Y en el centro, los Ferguson que se dirigen hacia una meta clara: la escritura; ya sea periodística o novelística, alguien que, en sus diferentes encarnaciones, lee sin descanso, que descubre el poder evocador e impulsor de la literatura, la fuerza de las palabras, que hace semblanzas y edita periódicos caseros, que escribe cuadernos con observaciones modestas sobre la rutina para ponerse en forma, que aspira a algo grande, una obra total y propia. Es ese pasar de un capítulo 2.1 a un 2.2, por ejemplo, esos segundos donde cambias de vías de tren para ver qué otra vida posible le espera a Ferguson, segundos que tienen el misterio de los umbrales y las fronteras, donde queda un atisbo de magia y quimera, un atisbo que se desvanece con el avance de los capítulos, que aburre por no profundizar Auster en las posibilidades de ese cruce de vías y dotar a las vidas de Ferguson de algo previsible. Podría hablarle a ese hombre que lee 4 3 2 1 sin levantar la vista al vagón de metro que poco después de Auster leí Solenoide, de Cărtărescu, y que ahí, en esa otra novela-río, sí vi riesgo y diferentes capas de lectura y una escritura a veces febril, a veces realista; que en Solenoide sentía que todo era posible, que todo tenía cabida, la novela social y la ciencia-ficción, el diario y la aventura, el delirio y la cordura. O podría mencionarle La contravida, en la que Philip Roth contrapone las vidas posibles de su alter ego Nathan Zuckerman en una estructura más compleja y valiosa. Y por último, me quejaría de ese final que derrumba lo leído, un final que no le aclararía, pero que sentí extraño e inapropiado. Tantas páginas para las cuatro vidas de Ferguson, páginas que se leen con facilidad, y esa facilidad no es un buen halago en este caso, para llegar a un final que considero desacertado. Pero no digo nada, permanezco a su lado, en silencio, observando cómo el lector pasa las páginas, recordando mi lectura de 4 3 2 1, y me digo que lo que yo veo como aburrido y plano y falto de tensión a otro lector le puede parecer necesario y eléctrico.


(coda) Pienso en aquellos días de septiembre donde leí 4 3 2 1, las entrevistas a Auster que hablaba de su obra maestra, de la creencia de estar preparándose toda una vida para este libro y recuerdo mi esperanza por encontrar una página donde sentir que sí, que ahí empezaba un libro monumental, el intento de Auster de escribir la gran novela americana, recuerdo el paso de los capítulos, mi decepción ante un escritor que me había hecho disfrutar tanto en otros libros, el momento donde me quité la venda de los ojos y supe que estaba ante una historia que se me quedaba en la superficie, que Auster no conseguía la fuerza y profundidad suficientes para plasmar aquellos años de luchas por los derechos civiles o contra la guerra y que no insuflaba vida a Ferguson y sus ví(d)as cruzadas, recuerdo cuánto me sorprendió lo descafeinado de su escritura, algo que ya se mostraba en sus últimos libros, pero en los que aún había páginas que conservaban cierta frescura y nervio. Una pena.






Si Chuckie no hubiera llamado al timbre aquella mañana para pedirle que saliera a jugar, aquella idiotez no se habría producido. Si sus padres se hubieran mudado a otro de los municipios en donde estuvieron buscando la casa adecuada, no habría conocido a Chuckie Brower, ni siquiera se habría enterado de su existencia, y tampoco se habría producido aquella estupidez, porque el árbol al que había trepado no habría estado en su jardín. Qué idea tan interesante, dijo Ferguson para sí: imaginar lo diferentes que podían ser las cosas mientras él seguía siendo el mismo. El mismo niño en una casa diferente con un árbol distinto. El mismo niño con otros padres. El mismo niño con los mismos padres que no hacían las mismas cosas que ahora. ¿Y si su padre siguiera siendo cazador de fieras, por ejemplo, y vivieran todos en África? ¿Y si su madre fuera una famosa actriz de cine y todos vivieran en Hollywood? ¿Y si tuviera un hermano, o una hermana? ¿Y si el tío abuelo Archie no hubiera muerto y él no se llamara Archie? ¿Y si se hubiera caído del mismo árbol y se hubiera roto las dos piernas en vez de una? ¿Y si se hubiera roto los dos brazos y las dos piernas? ¿Y si se hubiera matado? Sí, todo era posible, y sólo porque las cosas ocurrían de una manera no quería decir que no pudieran pasar de otra. Todo podía ser diferente. El mundo podría ser el mismo, pero si no se hubiera caído del árbol, el mundo habría sido distinto para él, y si se hubiera caído del árbol y en vez de romperse la pierna se hubiera matado, el mundo no sólo sería diferente, sino que ya no habría mundo para él, y qué tristes estarían sus padres cuando lo llevaran al cementerio para darle sepultura, tan tristes que estarían llorando cuarenta días y cuarenta noches, cuarenta meses, cuatrocientos cuarenta años.

( … )

De manera que allí estaban, en julio de 1961, a punto de emprender viaje rumbo a Camp Paradise al principio de aquel verano crucial cuando todas las noticias del mundo exterior parecían malas: el muro alzándose en Berlín, Ernest Hemingway volándose la tapa de los sesos en las montañas de Idaho, turbas de racistas blancos atacando a los Pasajeros de la Libertad que recorrían el Sur en autobuses. Amenaza, desaliento y odio, prueba evidente de que el universo no lo regían hombres racionales, y mientras Ferguson se adaptaba al agradable y conocido ajetreo de la vida en el campamento, regateando pelotas de baloncesto y robando bases mañana y tarde, oyendo la cháchara y las chorradas de sus compañeros de cabaña, disfrutando de la ocasión de estar de nuevo con Noah, lo que por encima de todo significaba mantener con él una conversación incesante durante dos meses, bailando al anochecer con las chicas de Nueva York que tanto le gustaban, la animada y pechugona Carol Thalberg, la delgada y pensativa Ann Brodsky y en su caso Denise Levinson, llena de acné pero muy atractiva y de acuerdo con él para perderse la «reunión social» de después de cenar y realizar en cambio intensos ejercicios de lengua en boca en el prado de atrás, tantas cosas buenas que agradecer, y sin embargo ahora que tenía catorce años y la cabeza rebosante de pensamientos que no se le habían ocurrido ni siquiera seis meses antes, Ferguson estaba siempre buscándose a sí mismo en relación con personas desconocidas y distantes, preguntándose, por ejemplo, si no habría besado a Denise en el preciso momento en que Hemingway se volaba la tapa de los sesos en Idaho o si, justo cuando bateaba una doble en el partido de Camp Paradise contra Camp Greylock el jueves pasado, un miembro del Klan de Mississippi no atizaba un puñetazo en la mandíbula a un Pasajero de la Libertad flacucho y de pelo corto procedente de Boston. Uno recibe un beso, otro un puñetazo, o, si no, alguien asiste al entierro de su madre a las once de la mañana del 10 de junio de 1857, y en el mismo momento, en la misma manzana de la misma ciudad, una mujer coge en brazos por primera vez a su hijo recién nacido, el dolor de una persona acaeciendo al mismo tiempo que la alegría de otra, y a menos de ser Dios, que debía estar en todas partes y ver lo que pasaba en todo momento, nadie podría saber que esos acontecimientos estaban ocurriendo a la vez, y mucho menos el hijo de luto y la madre feliz. ¿Era por eso por lo que el hombre había inventado a Dios?, se preguntaba Ferguson. ¿A fin de superar los límites de la percepción humana mediante la reivindicación de la existencia de una todopoderosa inteligencia divina que todo lo abarcaba?
Paul Auster. 4 3 2 1.  Traducción de Benito Gómez Ibáñez. Seix Barral.

viernes, 27 de abril de 2018

Mañana nunca lo hablamos. Eduardo Halfon

Acercarse por primera vez a un escritor del que no se sabe nada tiene algo de espacio en blanco. No hay prejuicios ni ideas preconcebidas. Ni ecos externos. Todo puede ser. El asombro, el delirio, la duda, la aversión, el aburrimiento, la reincidencia. Así, ese primer libro se convierte en una lectura libre, el peregrinaje a un territorio nuevo del que se desconocen las coordenadas y que acerca a la literatura a lo ilimitado. Vi el libro de Eduardo Halfon en la biblioteca del pueblo y me convenció el texto de la contraportada donde el escritor habla de volver a la infancia y de escribir para regresar a la pureza de la niñez (1). Y algo así es Mañana nunca lo hablamos, un puñado de relatos/capítulos que captan momentos de una infancia en la Guatemala de finales de los setenta y principios de los ochenta, un libro que se inicia con un padre y un hijo de la mano en la orilla del mar, una imagen que se repetirá a lo largo de los relatos de manera simbólica, la relación padre e hijo que busca tanto la unión como la primera independencia, que se asienta en viejas historias familiares, que avanza entre el sonido del mar y la confesión paterna de haber muerto ahogado en aquel mismo mar para luego ser revivido por un soldado americano, la pregunta final del niño de quién sería él sin su padre. Halfon captura momentos cotidianos en la vida de un niño, una vida sencilla en la que irrumpe una violencia externa en forma de temblores de tierra o las escaramuzas entre militares y guerrilleros, temblores y escaramuzas que otorgan al mundo que rodea al niño un aspecto de ciudad en ruinas. En esa vida infantil también (sobre todo) se cuela el mundo mítico de los adultos, el tío que lee posos del café turco, el abuelo secuestrado por la guerrilla, el chico para todo que recuerda las mojarras que pescaba antes de abandonar su hogar, el nórdico que no hablaba español y le regalaba muñecos de alambre, el padre que es una presencia totémica y la calidez y los reclamos de la madre. Hay una especie de cuentos junto a la hoguera en Mañana nunca lo hablamos, alguien que recuerda un momento revelador de su vida o que narra una anécdota a veces intrascendente o que habla de tierras desconocidas. El niño ¿Halfon? intenta entender y esclarecer los códigos y significados del mundo adulto en el que aún no ha ingresado, y lo hace desde un presente que le da una mirada abarcadora desde la que verse de manera completa, lo que para el niño es miedo y desconocimiento y aventura para el narrador ya adulto es secreto desvelado, las miradas y los gestos que adquieren un nuevo sentido, una nueva realidad. Los relatos/capítulos funcionan como diapositivas, como recuerdos de la infancia salvados del olvido, momentos que esconden una lección profunda y una verdad. Así, el niño recorrerá los edificios y las casas en ruinas tras el temblor que dejó a miles de personas sin hogar, verá el cadáver de una guerrillera desde la ventana de un autobús escolar, encontrará revistas pornográficas de las que no entenderá por entero su sentido, mirará atónito los muñones de una niña o las escopetas de unos militares que irrumpirán en la casa del abuelo, escenas que muestran una época y una tierra convulsas, que hacen recapacitar al niño sobre aquello que vive. Me admiran la sencillez y el poder evocador de la escritura de Halfon en estos relatos/capítulos, su manera de captar un instante de la infancia y describir cómo se muestra la realidad poco a poco a un  niño, desvelando sus diferentes capas y haciendo visible lo que antes permanecía oculto. Ahora tengo una primera pincelada de la obra de Halfon, una pequeña idea y algo que esperar.



En algún momento el tío Salomón se había inclinado hacia la mesa y había cogido la taza de café y el platito y estaba ahora estudiando las distintas formas y sombras de los granos secos. Todos los mirábamos en silencio, maravillados salvo el militar, que seguía fumando y muy serio en el umbral del comedor y no tenía ni idea de qué estaba haciendo el tío Salomón. Todos lo mirábamos manipular la taza y rotar el platito y de repente alzar las cejas y sacudir la cabeza o suspirar muy ligero o hasta sonreír a medias. Y todos también sonreímos a medias o quisimos sonreír a medias o al menos nos calmamos un poco. Pero el tío Salomón no dijo nada. Nunca dijo nada. Nunca quiso decir qué leyó en aquellos granos, y tampoco quiso decir por qué nunca más aceptó volver a leer otro café turco. Algunos familiares creían que había visto allí la próxima muerte del Nono. Otros, que había visto el retorno precipitado y ansioso de Berenice y sus padres a Buenos Aires. Otros, que había visto el reflejo del presente, de ese momento, de todos los militares merodeando por la casa de mis abuelos como bichos salvajes. Yo siempre estuve convencido de que en aquellos granos secos, en aquellas manchitas de café, logró vislumbrar la eventual destrucción de todo palacio. Pero nunca supimos. Nunca dijo nada. El tío Salomón sólo terminó de leer ese último café turco y colocó la tacita y el plato sobre la mesa y encendió otro cigarrillo como si nada importante hubiese ocurrido, medio sonriendo, medio fumando, medio burlándose de algo con todo su rostro beduino.
Eduardo Halfon. Mañana nunca lo hablamos. Editorial Pre-textos.

***

Coda

(1) Sin proponérmelo, casi sin darme cuenta, vuelvo una y otra vez a las narrativas de mi infancia. A mis historias infantiles. Como si, al escribirlas, quisiera también recuperar algo, o recordar algo, o simplemente regresar a ese espacio tan blanco del cual fui desterrado. Toda infancia tiene sus puertas de salida. En toda infancia hay momentos –a veces magnánimos, a veces prolijos, a veces breves y volátiles– que son como pórticos hacia la grandeza del futuro. Los atravesamos con pasos inocentes, llenos de ímpetu y curiosidad, sin entonces lograr comprender, por supuesto, que esos precarios pasos son irrevocables, que no tienen marcha atrás. A veces pienso que por eso escribo. Para intentar regresar a la ilusoria y frágil pureza de mi niñez, en la Guatemala de los turbulentos años setenta. Para meter el plumón en la tinta de mi memoria infantil hasta encontrar allí los momentos que fueron mis puertas de salida. Para volver sobre mis pasos de niño y caminar nuevamente en aquellos pórticos y quizás así, ahora, en un puñado de páginas, y a través del prisma nebuloso de la memoria y la ficción, recuperar destellos de un paraíso perdido.

viernes, 13 de abril de 2018

Amalia Bautista en Estoy ausente

Negra bilis

Hace meses que vivo rodeada
de una sustancia negra y pegajosa
que ha invadido mi casa. Las paredes,
el suelo, las ventanas y los muebles,
la comida, los libros y la ropa,
las teclas del ordenador, las plantas,
el teléfono… Todo está impregnado
de esta brea, la misma que respiro,
la que me está matando poco a poco.
Dicen que los dichosos y los necios
llaman melancolía a esta basura
que pudre el corazón y asfixia el alma.

***

El ángel perplejo

Nunca hubo dios, ni vírgenes, ni santos,
ni icono que proteja, ni oración que consuele;
ni salvación del alma o vida eterna;
ni mágicas palabras, ni bálsamo efectivo
contra el dolor que no remite nunca;
ni luz al otro lado de las sombras,
ni salida del túnel, ni esperanza.
Sólo nos acompaña en esta travesía
un ángel de la guarda perplejo que soporta
la misma vida perra que nosotros.

***

Cada día me digo, susurrando

Cada día me digo, susurrando,
mantén el equilibrio. Todo acecha,
todo asusta, tu vida entera pende
de un frágil hilo y de un azar injusto.
Tu voluntad no puede demasiado.
No pierdas pie. Mantén el equilibrio.

***

Luz de mediodía

Ni tu nombre ni el mío son gran cosa,
sólo unas cuantas letras, un dibujo
si los vemos escritos, un sonido
si alguien pronuncia juntas esas letras.

Por eso no comprendo muy bien lo que me pasa,
por qué tiemblo o me asombro,
por qué sonrío o me impaciento,
por qué hago tonterías o me pongo tan triste
si me salen al paso las letras de tu nombre.

Ni siquiera es preciso que te nombren a ti,
siempre nombran la luz del mediodía,
la fruta, el paraíso
antes de la expulsión.

***

Matar al dragón

Ha llegado la hora de matar al dragón,
de acabar para siempre con el monstruo
de las fauces terribles y los ojos de fuego.
Hay que matar a este dragón y a todos
los que a su alrededor se reproducen.

Al dragón de la culpa y al dragón del espanto,
al del remordimiento estéril, al del odio,
al que devora siempre la esperanza,
al del miedo, al del frío, al de la angustia.
Hay que matar también al que nos tiene
aplastados de bruces contra el suelo,
inmóviles, cobardes, desarraigados, rotos.

Que la sangre de todos
inunde cada parte de esta casa
hasta que nos alcance la cintura.
Y cuando ese montón de monstruos sea
sólo un montón de vísceras y ojos
abiertos al vacío, al fin podremos
trepar y encaramarnos sobre ellos,
llegar a las ventanas, abrirlas o romperlas,
dejar que entren la luz, la lluvia, el viento
y todo lo que estaba retenido
detrás de los cristales.
Amalia Bautista. Estoy ausente. Editorial Pre-Textos.

miércoles, 11 de abril de 2018

La fiebre del heno. Stanisław Lem

0) Me resulta difícil escribir sobre La fiebre del heno. A veces me ocurre cuando un libro me proporciona un puñado de buenas horas lectoras y algunas preguntas interesantes que nos hagan reflexionar sobre nuestra percepción del mundo y qué reglas lo dominan. Lem se vale de unas muertes extrañas, tal vez asesinatos, que parecen seguir un patrón ―extranjeros de unos cincuenta años, viajeros solitarios y alérgicos que visitan un balneario en Nápoles y enloquecen antes de suicidarse―, para preguntarse si estamos sometidos al azar, al caos, las probabilidades matemáticas o a alguna clase de predeterminación. Lem introduce elementos de sus novelas de ciencia-ficción dentro de una historia de suspense donde no sólo importa descubrir la causa de la muerte de los viajeros, también cómo entendemos el mundo y qué nos guía por él. El humor soterrado de Lem se muestra especialmente en las últimas páginas de La fiebre del heno, donde pone en entredicho nuestra construcción de la realidad y nuestra seguridad en los códigos creados para nombrar el mundo que nos rodea, unos códigos precarios y frágiles que no sirven para someter y dominar la realidad.

1) Nápoles-Roma. Hay algo extraño e hipnótico en el primer capítulo de La fiebre del heno. Un astronauta retirado ejerce de máscara y doble de Adams, uno de los viajeros muertos de manera enigmática con el que comparte la edad, la procedencia, una alergia. Durante unas horas el astronauta reproduce las últimas horas de Adams, se aloja en los mismos hoteles, lleva su ropa, realiza la misma rutina y viaja en un coche alquilado a Roma, donde murió Adams. Un hombre convertido en el reflejo del otro que se pregunta si encontrará la muerte en esa repetición de otra vida. Cada detalle, cada escena cotidiana, cada persona con la que se cruza puede significar su final. Poco sabemos de la trama y los personajes, sólo descubrimos al narrador, un astronauta que se retiró de los viajes espaciales por su alergia y que en un momento llega a decir algo interesante sobre el ser humano y la peregrinación interestelar: no servimos para el cosmos, y precisamente por eso jamás renunciaremos a él.

2) Roma-París. Y la extrañeza sigue en el siguiente capítulo, cuando el astronauta ha completado su tarea como doble sin descubrir ninguna pista. Lem se detiene a describir las nuevas medidas de seguridad en los aeropuertos por miedo a ataques terroristas imposibles de prever. En ese caos, en la tensión por la cercanía de la muerte y el no saber qué o quién atenta contra los demás pasajeros, Lem se adelanta a la histeria terrorista actual. Si en Nápoles las muertes parecían tener un patrón, en el aeropuerto de Roma está lo imprevisto, lo inesperado y la pregunta sobre qué ley rige en la vida cotidiana, el azar o el destino, y cómo podemos entender y enfrentarnos a cualquiera de las dos opciones.

3) París (Orly-Garges-Orly). El último y más extenso capítulo de La fiebre del heno también es el mejor. El astronauta se entrevista con el Dr. Barth y le pone al tanto de las extrañas muertes. Repasa cada una de ellas, los episodios que se repiten, los viajes, balnearios, locuras y suicidios que parecen unidos por un sistema férreo, dando a las  muertes la sospecha del asesinato. Es aquí donde entra el equipo de Barth y, como en La Voz del Amo, se intenta analizar un mensaje y llegar a una conclusión lógica tras desmenuzarlo: por qué mueren un determinado tipo de personas y por qué enloquecen y sufren alucinaciones antes de suicidarse, qué importancia tienen sus alergias y sus visitas a los balnearios. Si en La Voz del Amo el narrador dudaba de que fuésemos los receptores de un mensaje estelar, en La fiebre del heno también aparece ese azar que, parece, desvirtúa nuestra forma de describir y catalogar la realidad y nos convierte en piezas arrastradas por la corriente.









El hombre desearía que todo fuera sencillo, aun cuando fuera al mismo tiempo misterioso. Un tipo de Dios, y desde luego en singular; un tipo de leyes naturales; un solo tipo de razón en el universo, etc. Tómese la astronomía, por ejemplo. Siempre había mantenido que todo cuanto existe son estrellas; estrellas en el presente, en el pasado y en el futuro, más pedazos escindidos que formaban planetas. Sin embargo, teníamos que admitir que muchas manifestaciones del cosmos no cuadraban con ese esquema. La necesidad humana de sencillez hizo posible el éxito del argumento defendido por la navaja de Ockham, que prohíbe la multiplicación de existencias, o sea, de casillas de clasificación, más allá de lo estrictamente necesario. Sin embargo, la diversidad que nosotros no queríamos admitir terminó venciendo nuestros prejuicios, y hoy los físicos ya han vuelto del revés la sentencia de Ockham, afirmando que todo cuanto no está prohibido es posible. Al menos en el campo de la física. Y la diversidad de las posibles civilizaciones superaba con crecer la diversidad de la física.
Stanisław Lem. La fiebre del heno. Traducción de Pilar Giralt y Jadwiga Maurizio. Editorial Impedimenta.

martes, 3 de abril de 2018

Pablo García Casado en García

Todo sobre mi padre

Estoy pensando en mí mismo, justo antes de nacer, sentado en la sala de espera de una maternidad. Tengo veinticinco años y ya he aprendido algunas certezas. Algunas amargas renuncias. Pero ahora eso da igual, porque ha nacido mi hijo y estoy dispuesto a jurar los Principios del Movimiento. Por este niño moreno y enfermizo. Por este amor que todavía desconozco, esta mujer que me fascina.
Estoy pensando en mí mismo, tengo veinticinco años, pronto emprenderé un largo viaje. A las playas desiertas de Salou, a los apartamentos vacíos del invierno, donde hemos sido felices, ajenos al ruido de una España mortecina. Él y yo, y esa mujer que en la foto nos abraza. Esa mujer que hoy abraza a mi hijo, también con gafas, con la misma sonrisa de mi padre.
Estoy pensando en mi hijo cuando veo a mi padre. Yo soy mi padre.

***

Cover

En esta casa envejeceremos. Y veremos nuestras sombras llegar a una estación de paso, ésa en la que habitan los vecinos. Parejas que llegaron a este bloque hace ya veinte años con los hijos de la edad de los nuestros. Tú y yo éramos entonces unos desconocidos. Nos amábamos y luego volvíamos al fuego materno, brasas que hoy esperan nuestra llamada.
En esta casa envejeceremos. Te lo digo hoy, cuando aún no sufrimos el signo del desencanto. Hemos sobrevivido, hemos ganado ya algunos pulsos a la muerte. Y ahora nos abrazamos inseguros pero todavía hambrientos. Todavía las paredes respiran un aire provisional. Todavía hay espacios posibles, espejos ocultos, regiones desconocidas. En la casa, en los armarios, en tu cuerpo. La vida no es aún algo irreversible.
En esta casa envejeceremos. Y los veremos salir altos y rotundos hacia las ceremonias. Y los veremos llegar derrotados y les diremos que nada es para siempre. Y su alegría será la nuestra, multiplicada. Y también el dolor. No sé si entonces seremos felices. No sé si existe ser feliz, desconozco esa fórmula matemática. Pero sé que querré volver a esta casa cuando arrecie la tormenta. Sé que aquí, al abrigo de esta casa, estaré a cubierto. Junto a ti, a cubierto.

***

Lectura con escolares

Me he sentado en la silla del maestro. Escuchan las palabras de la profesora, mi biografía y un breve comentario personal. Cariñoso, educado, agradecido. Me pregunto para qué me han llamado, cuál es mi aportación a su itinerario educativo. En qué me diferencio de un museo o de una fábrica de gaseosas. ¿Soy también una actividad extraescolar?
Ahora es mi turno. Ahora debo leer un poema de Luis Rosales, este es el año Rosales, según mandato del Ministerio. Ya no es hora de pensar sino de vivir. Y luego van mis poemas, esa mezcla destilada de fracasos, obsesiones y verdades a medias. Ellos siguen ahí, quietos, como fieras dormidas. Las palmas sobre la mesa, pensando en el fútbol, en su móvil y en los tangas de colores. Y yo hablando del tiempo, de mis náuseas, de mis pequeños naufragios. Hablándoles de la muerte en todas sus manifestaciones.
Si tuviera su edad, si fuera ellos, debería saltar de la silla, derribar la puerta. Salir a buscar ese mundo que me espera efervescente. Pero no lo soy. Pero no lo fui. También como ellos sentí el miedo a lo desconocido. El miedo a no ser escuchado, a no ser amado. Ese miedo les mantiene atados al pupitre. El miedo y su hermana gemela: la obediencia.
Yo también tengo miedo. Por eso sigo leyendo, uno a uno, mis poemas.

***

Volver

A una casa vacía e inhóspita donde ya no viven tus padres. Donde las puertas chirrían y no cierran los postigos de las ventanas. Donde los objetos agotaron su utilidad. Donde es mejor dejarlo todo a la deriva, pasto del escombro. Volver. Y querer marchar cuanto antes. Y no sentir nostalgia alguna. Ni desearlo.
Pablo García Casado. García. Visor.

domingo, 1 de abril de 2018

Mía es la venganza. Friedrich Torberg

Dejar la venganza en manos de Dios. De eso discuten los judíos de un pequeño campo de concentración durante las noches en las que escuchan los gritos de sus compañeros torturados. Si, como judíos, tienen posibilidad de elección y deben combatir su persecución o deben esperar una suerte de reparación divina que actúe por ellos y los resarza de sus penurias.

Escrito a principio de los años cuarenta, en plena guerra, en pleno exterminio, el relato que da título al libro es un acercamiento al Holocausto extraordinario, conciso, profundo y diferente. Diferente por mostrar las discrepancias entre un puñado de judíos sobre si actuar o inhibirse de lo que ocurre a su alrededor, qué significa ser judío y si son libres de elegir.

Más una sombra que un hombre entero, un extranjero espera en un muelle de Nueva Jersey la llegada de alguno de los setenta y cinco hombres con los que compartió barracón en un campo de concentración nazi. Le cuenta su historia a otro hombre que, como él, espera en el muelle. Le habla de un campo de concentración cerca de Holanda, pequeño y poco conocido, y de la llegada del SS Wagenseil, el nuevo comandante del campo y sus métodos: menos descansos y libertades, mayor jornada de trabajo y el confinamiento de los judíos en un mismo barracón. Y es con los judíos con los que practica unos interrogatorios que acaban con el suicidio del prisionero. Se lleva a uno de ellos, sus compañeros escuchan sus gritos durante la noche para descubrir horas más tarde que se ha pegado un tiro en la sien o se ha colgado de alguna viga. Es ahí donde se inician las discrepancias entre los que aún viven, si deben esperar a que suceda algo, dejar en manos de Dios la venganza o actuar.

Torberg plantea esta lucha personal y moral de los prisioneros, hay quien quiere rebelarse ante su destino y quien le recuerda que la venganza está en manos de Dios, que ese Dios les ha escuchado porque siguen existiendo y por tanto no hay elección posible, la venganza le pertenece sólo a él, de ahí la maldición de ser el pueblo elegido. Es el SS Wagenseil, con sus interrogatorios y torturas y su pregunta final, suicidio por arma o soga, quien socava las certezas de los condenados, de si existen porque Dios les ha escuchado o si seguirían vivos de otro modo, si elegir es realmente posible para ellos y la venganza les pertenece.

Mía es la venganza no es sólo ese dilema, también es la escritura diáfana de Torberg en sus  preguntas sobre elección, libertad, judaísmo y divinidad.

Mientras aún hablaba, noté que las lágrimas me asomaban a los ojos… Veía el rostro luminoso, simplón y juvenil con que Landauer se había entregado a sus verdugos…
―¿Por qué? ―dije―. Por qué lo ha hecho. A lo mejor Wagenseil no quería elegir a nadie esta vez. A lo mejor ya no quiere a nadie más. A lo mejor ya está harto. A lo mejor lo relevan de Heidenburg. O sucede alguna otra cosa y no tiene que morir nadie más.
Aschkenasy me miró largamente, con la sonrisa triste y furtiva a la que solía recurrir cuando se daba cuenta de que los demás meneaban la cabeza al escucharlo.
―Ya ―dijo―. Y mientras uno solo de nosotros base sus esperanzas en ese «a lo mejor», mientras haya uno que crea que pasará «alguna otra cosa» antes de que lo alcance el destino que ya ha alcanzado a otros ―y, entonces, Aschkenasy se levantó y alzó la voz y alzó los puños cerrados hacia sus sienes―, mientras alguien aún tenga la esperanza de que les tocará a todos, pero a él no; mientras tanto, nos seguirá tocando a todos.
 

El regreso del Golem completa Mía es la venganza. En este caso, en vez de Dios y un campo de concentración, están la figura mítica del Golem y Praga. Los alemanes han creado un departamento de estudios judíos para revelar a través de sus libros y reliquias su dominio subterráneo del orden mundial. Este relato de Torberg es otra obra maestra de la concisión, medio centenar de páginas donde describir el horror y la supervivencia, los mitos y las elecciones. Torberg dibuja una Praga entre el relato gótico y la leyenda, los personajes se mueven por el cementerio y el barrio judíos o la sinagoga Vieja-Nueva mientras los alemanes intentan estudiar las costumbres judías para destruirlas y los judíos se preguntan sobre sus raíces.


Cuentan que:
Al rabí Yehuda Löw de Praga, hijo del rabí Becalel de Worms y llamado «el gran rabí Löw», se le manifestó la voz y le indicó que le quitara de la boca el aliento divino al Golem, al que él había creado con barro y al que había dado vida susurrando el nombre de Dios. Lo hizo y llevó la carne inerte y sin vida al desván de la sinagoga Vieja-Nueva, y lo tendió y lo cubrió con mantos de oración viejos y libros manoseados. Luego decretó la estricta prohibición para todos los tiempos y generaciones venideros: jamás persona alguna podría entrar en el lugar donde yacía el Golem. Esto ocurrió en las postrimerías del siglo XVI.
Cuentan también que:
Cuando el rabí Ezequiel Landau de Praga, hijo de Yehuda ben Zvi Segal Landau y conocido por su amplia erudición como «el sabio de Praga», infringió una noche la prohibición del gran rabí Löw y entró en el desván de la sinagoga Vieja-Nueva, salió de allí «temblando del miedo y horror» y renovó de inmediato la prohibición. Esto ocurrió al cabo de doscientos años.
Cuentan finalmente que:
Dirigidos por uno que se hacía llamar «Führer» y al que saludaban con «Heil», los alemanes sometieron a su dominio grandes partes de Europa durante unos años ―también Bohemia junto con su capital, Praga― y capturaron a los judíos que vivían en las tierras conquistadas, y saquearon sus templos y los despojaron de sus bienes y mataron a seis millones. Esto ocurrió ciento cincuenta años después, en nuestra época.
Friedrich Torberg. Mía es la venganza. Traducción de Lidia Álvarez Grifoll. Sajalín editores.