Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 25 de febrero de 2018

fórmula matemática

I

Conocer es recordar.
Lo dice Platón
en su teoría de la reminiscencia.
Ideas, objetos y almas
unidos en un mismo mundo inmaterial
antes de llegar a este mundo sensible
en el que
tú y yo
estamos
y nos reconocemos.


II

Recordar significa
volver a pasar
por el corazón.
Es ahí, en nuestro pecho,
donde se cruzan lo espiritual
la mente y la memoria
(el deshielo de los dioses que somos).
Si recuerdo mis pequeños pasos en la nieve,
la sacudida de la infancia.
Si nuestro primer beso,
la agitación y el miedo y el vuelco.
En fin, si la vela encendida
la última noche de los difuntos,
la compasión, la pérdida, la sombra futura.


III
Fórmula matemática

Entonces, si conocer es recordar
y recodar es volver a pasar
por el corazón,
tú y yo
amor a favor de corriente.

viernes, 23 de febrero de 2018

pirámides

Hoy las farolas se han apagado a las 07.57 de la mañana.
Esperaba la salida del sol 
entre las pirámides del viejo parque de atracciones,
esas que vimos nevadas
en nuestro primer invierno juntos.
Fue profético,
todas esas luces apagadas en un mismo instante.
Fuera, los coches congelados aguardaban el deshielo.
Cuando era niño y me sentía alterado
respiraba sobre la ventana
para dejar marcado mi nombre,
un corazón o una estrella de puntas infinitas.
Era un gesto que me apaciguaba.
Había creado algo, por muy frágil
o efímero que fuera.
Hoy dibujé un asterisco
en el cristal empañado,
como Vonnegut en sus libros,
y lo vi desvanecerse poco a poco
a este lado del invierno.
Es mi ritual diario,
espero la salida del sol
y recuerdo aquel día donde la nieve
cubrió las pirámides
del parque de atracciones abandonado
y pensé en lo asombroso del paisaje
que teníamos delante.
Así nuestro amor, Elena,
la sencillez y la pureza de la nieve
lo inesperado de las pirámides y
la primera luz del sol.

viernes, 16 de febrero de 2018

Zorba el griego (Vida y andanzas de Alexis Zorba). Nikos Kazantzakis

Cuéntame, decía el abuelo del narrador a los forasteros que llegaban a su aldea cretense. Cuéntame de otros lugares y otras personas, y si el forastero lo hacía bien, si llevaba a esa casa un mundo desconocido, hermoso y atrayente ―e importaba poco que mezclase mentiras y verdades―, el abuelo le permitía quedarse para así viajar fuera de su aldea sin necesidad de moverse de ella. Y eso es lo que hace el narrador, un ratón de biblioteca que alquila una mina en tierra cretense, tierra de sus antepasados, para salir al mundo, con Zorba, un sexagenario vitalista y hablador que sabe cómo hacerse con la vida, cómo saciarse de ella. Cada noche espera a Zorba en su cabaña junto al mar. Escucha cómo le fue el día en la mina, le pide que le hable de su juventud, de sus amores, de sus viajes, de la exuberancia con la que encara la vida. Y Zorba habla por la noche, guerras, mujeres, hijos, paisajes, y cuando no sabe cómo explicar la emoción de un recuerdo, lo baila para así hacerse entender.

Zorba domina la narración de Kazantzakis, se convierte en un gigante mitológico, alguien que ha vivido y cometido los mayores horrores y que a sus  sesenta y cinco años conserva la capacidad de sorprenderse y emocionarse por aquello que sucede ante sí, y que ve el mundo por primera vez y lo celebra: la luz pálida del amanecer, el cielo estrellado, el cuerpo de una mujer voluptuosa. El narrador encuentra en Zorba a un hombre sencillo que tiene un conocimiento íntimo de la vida y del secreto para liberarse de odios y patrias, un sexagenario que ama el cuerpo de la mujer y busca su calidez, que baila y canta para contar una historia, Zorba como un filósofo de otros tiempos que nos dice que nos saturemos de odio y pasiones para poder liberarnos de ellos.

Kazantzakis hace de Zorba el griego una novela de iniciación: un escritor-ratón de biblioteca, que sale al mundo para medirse con él y mostrar a su mejor amigo, un aventurero que viaja al Cáucaso a salvar a sus compatriotas, de lo que es capaz; un intelectual que domina la palabra y la historia pero al que le falta la experiencia de la vida, ser un hombre de acción. Es en el viaje a Creta, en la compañía de Zorba, un hombre nacido en el monte Olimpo, donde empieza a ver más allá de los libros. Novela de iniciación y deslumbre: la figura de Zorba es fundamental para el crecimiento del escritor, su cuestionamiento de creencias y religiones y su nuevo posicionamiento en el mundo.

Y Kazantzakis también hace de Zorba el griego una novela donde se cruzan espacios y tiempos mitológicos, la huella de la Grecia clásica donde los dioses aún habitaban los montes con los hombres y mujeres de la Creta del presente que respetan un código antiguo, una forma de vivir la vida abrupta y exuberante donde la sangre bulle y domina las emociones. El escritor observa la tierra y las costumbres a su alrededor, y aprende de ellas y de las historias que le cuenta Zorba, confrontándolas con las ideas aprendidas en los libros, aquello que le parecía férreo y seguro, las divinidades, las pasiones, el destino de los hombres. El escritor mira en la distancia la poesía y el pensamiento profundo en el mundo, Zorba, en cambio, es la acción pura y la experiencia.

Exuberancia y voluptuosidad. Eso es lo que regala Zorba al escritor. Desaparece Zorba un par de semanas y le cuenta, luego, que se ha gastado el dinero en una muchacha con la que dormía cada noche, o intenta que el escritor salga de su caparazón y conquiste a una viuda de movimientos sensuales, o le habla tierras rusas y macedonias, de los combates vividos en los bosques, de las entrañas de las montañas o de todas las mujeres con las que ha vivido, de joven y viejo, y de las que se ha llevado una verdad: la vida tomada con alma infantil. Zorba como guía en el aprendizaje. La novela de Kazantzakis es la mezcla del alma aventurera de Zorba y de las reflexiones íntimas del escritor, una historia vitalista.










Este obrero analfabeto, que cuando escribe rompe las plumas por su impaciente fogosidad, está dominado igual que los primeros hombres que escaparon a la condición de monos, o que los grandes filósofos, por los problemas fundamentales de la vida y los vive como necesidades inmediatas y urgentes. Como un niño, él también lo ve todo por primera vez, y no deja de maravillarse y preguntar, y todo le parece un milagro, y cada mañana que abre los ojos y ve los árboles, el mar, las piedras, un pájaro, se queda con la boca abierta. «¡¿Qué es esta maravilla?!», grita. «¿Qué significa árbol, mar, piedra, pájaro?».

***

―Me liberé de la patria, me liberé de los popes, me liberé del dinero, cribo. Conforme pasa el tiempo, más cribo; me aligero. ¿Cómo puedo explicártelo? Me libero, me vuelvo un ser humano.
Los ojos de Zorba brillaban, su ancha boca reía satisfecha.
Tras un breve silencio, volvió a coger impulso; su corazón se desbordaba, no conseguía controlarlo:
―Hubo una época en la que decía: éste es turco y éste búlgaro, éste es griego. Yo he hecho cosas por la patria, patrón, que te pondrían la piel de gallina; maté, robé, quemé aldeas, deshonré mujeres, exterminé familias enteras… ¿Por qué? Porque, ya ves tú, eran búlgaros, turcos. ¡Púdrete, imbécil, me digo con frecuencia, y me mando al diablo!; ¡púdrete, mentecato! Después entré en razón, ahora miro a las personas y digo: éste es un buen hombre, aquél es malo. ¿Qué me importa que sea búlgaro o griego? Me da lo mismo; es bueno, es malo, es lo único que quiero saber. Y cuanto más viejo me hago, lo juro por el pan que como, creo que comienzo a no querer saber ni eso. ¡Qué más da que sea bueno o malo! A todos los compadezco, se me desgarran las entrañas cuando veo a un ser humano, aunque finja que me importa un bledo. Mira, me digo, también este infeliz come, bebe, ama, teme, también él tiene su dios y su antidios, también él estirará la pata y se quedará tieso en la tierra, se lo comerán los gusanos… ¡Ay, el pobre! hermanos somos todos… ¡Alimento para los gusanos!
Nikos Kazantzakis. Zorba el griego (Vida y andanzas de Alexis Zorba). Traducción de Selma Ancira. Acantilado. 

viernes, 2 de febrero de 2018

tras la niebla

Tenía setenta y cinco años cuando aprendí a leer y escribir, señorita. Lo hice por mi nieta. Se llama Mara y es muy despierta. Cuando Mara tenía cinco años me inventaba cuentos antes de dormir. Érase una vez unos seres de lluvia que vivían en las nubes. Así empezaba su cuento favorito, señorita. Mi nieta abría sus ojos castaños y suspiraba nerviosa bajo la manta. Yo imitaba el idioma de los seres de lluvia, un silbido que aprendí en mi niñez y que parece viento. Mi nieta trataba de silbar como yo y se reía. Quise aprender a leer cuando mi nieta me pidió una noche que leyese Caperucita Roja. Cogió el libro de su mesita y me lo puso en las manos. Me dijo con su voz de dibujos animados: lee, abuelito. Señorita, se me rompió el corazón. Nací en los años cuarenta del siglo pasado. ¡El siglo pasado, señorita! Había una escuela donde estudiábamos los niños de la zona. La escuela sólo tenía una clase, señorita. Los niños mayores aprendían matemáticas y los pequeños las letras y los números. Yo sólo fui unos pocos días. Mi padre me llevaba a cavar al monte o a recoger piñas para el invierno o le ayudaba con sus trabajos de carpintería. No había tiempo para libros. Una vez tardamos cincuenta y dos días en hacer un armario. Madera de nogal, señorita, la mejor para esos trabajos. Hace poco mi hija me enseñó una foto de ese armario. Seguía en pie. Mi hija tocó su madera negra y sintió que nos abrazaba a mí y a su abuelo. Eso me dijo, señorita. Mi hija tiene alma de poeta. Vine joven a la ciudad. En aquellos años no faltaba trabajo. Si pasea por la avenida Trueba fíjese en los edificios más viejos. Los construí yo. Quiero decir, señorita, trabajé en ellos. Usábamos arena de playa para el cemento. ¡Qué cosas! Me casé pronto y tuve cuatro hijos. No tuve tiempo para aprender a leer y escribir. Me decía a mí mismo: Antonio, el año que viene podrás. Tampoco tuve tiempo para ver crecer a mis hijos. Imagine, catorce o dieciséis horas diarias levantando casas. Y los años pasaron hasta el día que mi nieta me puso aquel libro en las manos y se me rompió el corazón. Por eso vine a sus clases, señorita. Antes me las arreglaba como podía. Firmaba los certificados con una cruz o con tres rayas. Pedía a mi mujer o a alguno de mis hijos que me acompañasen al banco y al médico. Aprendía las calles por sus edificios más raros. Sentía un poco de vergüenza, no se lo niego, señorita, todos aquellos signos y dibujos eran garabatos para mí. Recuerdo mi primer día de clase. Tenía miedo a hacer el ridículo y a que no se me quedase la lección en la cabeza. Pero había otros hombres y mujeres mayores que querían aprender como yo. Lloré al llegar a casa por lo que no viví en mi infancia, por tantos años perdidos y por reconocer las cinco vocales entre todas las letras. ¡Llorar a mis años por ver lo que había sido invisible tantos años! Usted nos avisó, señorita, nos dijo que poco a poco descubriríamos el mundo que se ocultaba ante nuestras propias narices. Y tanto que fue así. Iba por la calle y me paraba ante cada placa, leía los nombres de las cafeterías, los anuncios en las paredes, las estaciones del tren. En mi casa hice un hallazgo tras otro, las cartas con la letra redonda y grande de mi hija o la torcida y apretada de mi hijo el pequeño ya no eran un guirigay. Los libros dejaron de ser objetos sin título y pasaron a tener un nombre: La isla del tesoro, Rebeca, El guardián entre el centeno. Podía leer los informes médicos, las facturas, las revistas del corazón, ¡las etiquetas del champú, los medicamentos y la mayonesa! Y mi firma, señorita, con mi nombre y mis apellidos y no una x. Me sentía como de niño, cuando me despertaba y había niebla. Miraba por la ventana y sólo distinguía sombras borrosas tras aquel blanco tan espeso. Luego la niebla se desvanecía y se formaban las casas, los bosques, los campos, los pájaros, el camino. Visitaba a mi nieta y me sentaba con ella a repasar nuestras lecciones. Porque ella también había empezado a leer, señorita. Teníamos el mismo gesto: el dedo índice bajo las frases que leíamos en voz alta y con mucho cuidado. Y la misma letra grande y torpe. Nos ayudábamos el uno al otro, sobre todo con las palabras largas que no terminábamos de leer: arquitectura, extraterrestre, perversidad. Ahora mi nieta lee que es un primor y apenas se equivoca. Una cosa más antes de terminar mi redacción, señorita. Cuando me detengo ante las estanterías de la biblioteca municipal y escojo un libro que llevarme a casa, entiendo a mi nieta cuando tenía cinco años y me miraba ilusionada por la historia que me iba a inventar y pienso en todas las vidas que me esperan tras la niebla.