Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 27 de enero de 2018

Entre ellos. Richard Ford

Una primera consideración. Hace unos años leí Mi madre, un texto que escribió Richard Ford poco después de la muerte de su madre y que recupera para Entre ellos. De aquel libro breve, sutil y preciso, guardaba una sensación agridulce, el intento de Ford por acercarse a la vida de su madre y mostrar cómo se moldeaba su forma de entender la vida a través de una relación con numerosos espacios en blanco. Marqué un largo fragmento donde Ford recordaba el encuentro con una vecina como la primera vez que veía a su madre no sólo como su madre sino como alguien a quien los demás veían (guapa, morena, menuda). En esta segunda lectura del texto volví a marcar el mismo fragmento, sin saberlo. Pero el texto había cambiado, y el final de dicho fragmento, creo, significaba algo diferente.
En Mi madre, Marco Aurelio Galmarini tradujo: Es una lección que vale la pena aprender. Y corremos el riesgo de no conocer nunca a nuestros padres si la ignoramos. Una guapa morena de metro sesenta y dos. Parte de ella era eso, y no me hacía ningún daño saberlo. Puede incluso que me ayudara, pues uno de los primeros retos que se nos presentan es saber que a nuestros padres, suponiendo que vivan el tiempo suficiente, merece la pena conocerlos, y eso es físicamente posible. Es parte de la vida normal. Y cuanto más se acerque nuestra visión de ellos a la que tiene el resto del mundo, más posibilidades tenemos de conocerlos. (1)
Y Jesús Zulaika tradujo: Se trata, cómo no, de una lección que conviene  aprender pronto (guapa, menuda, de pelo negro, de uno sesenta y cinco…), ya que uno de los retos primeros y más importantes que enfrentamos todos es el de conocer a nuestros padres cabalmente, siempre que vivan lo bastante, merezca la pena conocerlos y sea materialmente posible. Cuanto más veamos a nuestros padres enteramente, cuanto más los veamos como el mundo los ve, más posibilidades tendremos de ver el mundo tal cual es. (2)
Busqué la fuente original y comprobé que Ford había revisado y cambiado partes de Mi madre para su nuevo libro. Es el final en el texto lo que me sorprende y me hace vagar por ideas inconexas. En el primero, Ford habla de acercarse a la visión que se tiene de los padres por parte de otras personas para conocerlos bien, mientras que en el segundo dice que veremos el mundo tal como es si conseguimos ver a nuestros padres enteramente. Y es ese cambio ―el paso de llegar a los padres a través del mundo a llegar al mundo a través de los padres―, el que me hace pensar, tras la lectura de Entre ellos, en los padres y el mundo como una percepción, algo que se conecta entre sí pero que acaba siendo incompleto, cómo llenamos de códigos y señales a los padres y al mundo que habitamos ―tan diferentes a los distintos padres y mundos de los otros― y les damos significado ―un significado que se aleja de la cosa en sí misma. Decimos padres, decimos mundo, y dibujamos una realidad donde alejamos otros mundos posibles. Nuestros padres inician nuestra mirada al mundo, y es en ellos, en su figura mítica en nuestra infancia, donde empezamos a andar. En el caso de Ford, para volver a su libro Entre ellos, sus padres lo llevaron a ser testigo de aquello que sucedía delante de él, a observar y dejar constancia de la vida.

Recuerdo que una vez una vecina de edad avanzada me paró en la acera y, con toda naturalidad, me preguntó quién era. Puede que yo tuviera nueve años, o siete, o cinco. Era algo que podía pasarte en Jackson. Pero cuando le dije mi nombre ―Richard Ford―, ella dijo: «Oh, sí. Tu madre es esa mujer menuda y guapa, de pelo negro, que vive un poco más arriba.» Aquellas palabras me impresionaron profundamente de inmediato, pues encarnaban la primera noción que tenía de mi madre como alguien más que mi madre, como alguien a quien los demás veían, y consideraban, no solo como mi madre. Una mujer guapa, cosa que no era; de pelo negro, cosa que sí era. Medía un metro y sesenta y cinco, pero nunca he sabido si eso es ser alta o baja. Creo que siempre he creído, y sigo creyendo, que era de estatura normal. Recuerdo esto, sin embargo, como una especie de hito en mi vida. Un momento no transcendental pero importante. Me hizo tomar conciencia de, ¿cómo decirlo…?, ¿del lado público de mi madre? de la dimensión de su persona que la gente veía y con la cual se relacionaba, y que estaba siempre ahí, coexistiendo con mi percepción de ella. No creo que volviera a pensar en ella sin pensar en eso, o que volviera a dirigirme a ella sin ese conocimiento. El saber que era Edna Ford, una persona que era mi madre pero que también era alguien más.
Se trata, cómo no, de una lección que conviene  aprender pronto (guapa, menuda, de pelo negro, de uno sesenta y cinco…), ya que uno de los retos primeros y más importantes que enfrentamos todos es el de conocer a nuestros padres cabalmente, siempre que vivan lo bastante, merezca la pena conocerlos y sea materialmente posible. Cuanto más veamos a nuestros padres enteramente, cuanto más los veamos como el mundo los ve, más posibilidades tendremos de ver el mundo tal cual es.

***

Una segunda consideración. Uno puede leer Entre ellos como un homenaje de Ford a sus padres, como un intento de asumir cierto desconocimiento con respecto a la vida de sus padres, quiénes fueron, qué sueños les definían y qué pensaban con respecto a su vida, cómo afrontaron el paso de la infancia al mundo adulto, y, también, como una forma de definirse en el mundo, de aquello que hemos perdido cuando echamos la vista atrás. Hay momentos donde Ford conjetura sobre las ideas y los sueños de sus padres. Y tal vez ahí está el poder de estas memorias, la falta de una verdad inquebrantable. Entre ellos no es una biografía completa y caudalosa donde conocer cada detalle de la infancia y la madurez de los padres sino un acercamiento a las orilla de otras vidas. Ford escribe sobre dos personas normales, relata sus primeros años juntos, él viajante y ella su compañera en aquellos viajes, los años de carretera y moteles, la llegada, a una edad tardía, de un hijo y el cambio que ello supuso: buscar un hogar fijo, las ausencias del padre entre semana, la vida cotidiana de madre e hijo, la muerte temprana del padre y la nueva realidad junto a la madre. Y en esas vidas, la mirada que se forma en el joven Ford, su idea de percatarse de las cosas, como dice en el epílogo, de observar a su alrededor y registrar el mundo.
El texto dedicado al padre, inédito hasta ahora, me parece igual de agridulce que el que trata sobre la madre. Hay una pérdida y una asunción de una verdad incompleta que parecen sacadas de sus relatos cortos o de novelas como Incendios o la trilogía dedicada a Frank Bascombe. Es lo mejor de Ford, su capacidad de análisis y descripción de unas vidas corrientes ―no dejarlas caer en el olvido―, y cómo éstas llegan a una revelación no siempre satisfactoria pero de la que se puede sacar una enseñanza. Indagar en el pasado del padre es darse cuenta de aquello que falta, de lo desconocido, y escribir sobre nuestros primeros años de vida es tomar distancia y ajustar cuentas con el pasado; encontrar, a veces, explicaciones a antiguos misterios, a quiénes somos, a cómo afrontamos la vida. Ford no detalla en profundidad la vida del padre ni su propia vida, su evocación del pasado es sencilla, pausada y breve, y tiene una parte de confesión, de mostrar lo aprendido. Como escribe en una parte de Entre ellos: (…) gracias al hecho de ser su hijo hoy soy capaz de reconocer que la vida es corta y tiene imperfecciones, que para ser aceptable, además, requiere tanto evitaciones cruciales como provisión de contenidos. Casi todo desaparece, salvo el amor. Una enseñanza breve y concisa.
Si Ford escribió el texto del padre cincuenta años después de su muerte, el de la madre está escrito al poco de morir ella. Ford habla de la muchacha que fue, de las difíciles infancia y adolescencia que tuvo, donde la madre está ausente o pretende pasar por hermana a su hija, de su matrimonio y los viajes con su marido viajante. Hay una mayor cercanía en esta memoria, no sólo es el pasado de una madre, también los años de convivencia, la muerte del marido y padre, cómo encajar su ausencia, cómo siguen viviendo madre e hijo y qué sacó Ford de esa época, la separación de ambos, los trabajos que enlaza la madre y cómo se convierte en una superviviente. Es en este texto donde vuelven a estar las claves de Ford, la observación de la vida y cómo la percibimos, y las enseñanzas que extraemos de ella.  
Richard Ford tiene un puñado de libros que estimo (los dedicados a Bascombe, los relatos de Rock Springs, Incendios), y me gusta esta faceta de memorialista por su forma pausada y breve, sin ahondar en datos biográficos sino en percepciones y emociones. Ford busca la palabra precisa en vez de la preciosa y siento que me acerco a la verdad de dos vidas desconocidas.


Una vez que hube llegado a este mundo, mi madre se quedaba sola en casa conmigo mientras mi padre salía a trabajar los lunes por la mañana y volvía los viernes por la noche. Era nuestro visitante de los fines de semana. La vida, para mi madre, se convirtió en una rutina de días, tardes, noches, aceras, vestirme, darme de mamar, escuchar la radio y mirar por la ventana… Mi madre, una sombra precisa en una fotografía mía.
Nunca habían hecho nada semejante: estar separados, criar a un hijo. E ignoro lo que sucedía entre ellos. Pero, dados sus respectivos caracteres, mi barrunto más digno de crédito es que nada que entrañara dramatismo. Que su vida cambió radicalmente, que yo estaba allí ahora, que el futuro tenía un significado diferente del que había tenido antes, que al parecer no se hablaba de otros hijos, que se veían mucho menos… Todo ello ofrecía pocas claves de cómo se sentían el uno con el otro, o de cómo registraban esa forma de sentirse. La psicología no era una disciplina que practicaran más que la historia. No eran de natural indagador; no se preguntaban a menudo cómo se sentían respecto de las cosas. Simplemente caían en la cuenta –si es que no lo sabían de antemano– de que habían firmado un pack todo incluido. No creo que mi padre tuviera otras mujeres en sus viajes de trabajo. No creo que mi intrusión en sus vidas la consideraran algo fuera de lo normal, sino algo, como mínimo, bueno. La vida, en ese momento, había tomado esa dirección y había dejado la anterior. Se amaban. Me amaban. Poco importaba lo demás. Se adaptaron.
Richard Ford. Entre ellos. Jesús Zulaika. Anagrama.

***
notas

(1)               It is a good lesson to learn. And we risk never knowing our parents if we ignore it. Cute, black-headed, five-five. Some part of her was that, and it didn't harm me to know it. It may have helped, since one of the premier challenges for us all is to know our parents, assuming they survive long enough, are worth knowing, and it is physically possible. This is a part of normal life. And the more we see them fully, as the world sees them, the better all our chances are.

(2)               It is, of course, a good lesson to learn early—cute, little, black-haired, five-five—since one of the premier challenges for us all is to know our parents fully—assuming they survive long enough, are worth knowing, and it is physically possible. The more we see our parents fully, after all, see them as the world does, the better our chances to see the world as it is.

viernes, 12 de enero de 2018

El séptimo pozo. Fred Wander

El narrador de El séptimo pozo se pregunta cómo contar una historia. Un compañero del campo de concentración, un viejo y sabio judío que cuenta pequeñas historias y sabe captar la atención de quien le rodea, recordando un mundo anterior a las alambradas y la guerra, le da la solución: tomar distancia para observar mejor aquello que nos rodea, que el yo sea el narrador pero no el protagonista, mirar al otro a la cara para hablar del mal, los campos de exterminio, las víctimas, los muertos o el hambre, ser el canal transmisor de historias, llegar a una verdad pura aunque no se sea testigo, aunque no sea exacta pero sí real, El séptimo pozo no como un libro testimonial sino con apariencia de novela.

El séptimo pozo se construye a través de las historias y de los hombres que acompañan a Wander en el horror de los campos, cada capítulo parece un relato corto donde un hombre es protagonista, un músico que toca un blues con sus dedos sobre la madera, un muchacho que trabajaba en los crematorios, un sastre que recuerda con nostalgia los trajes que realizaba, un niño que ayuda y salvaguarda a los otros niños de su pabellón, un niño que es un padre para ellos, que no recuerda el significado de la libertad, un idealista y revolucionario francés que acaba sucumbiendo a las historias sobre la vida de sus compañeros judíos muertos, un hombre que abandonó los estudios de medicina y que acabó en la enfermería del campo, hombres que luchan por sobrevivir en el infierno hasta que se apartan a un lado en las largas caminatas sabiendo que recibirán un disparo en la cabeza. Hay más, por supuesto, soldados rusos que enmascaran el dolor de un pie hinchado, muchachos sin apenas ropa atados a postes en espera de la muerte por congelación, hijos que ven morir a sus padres y padres que se preguntan qué y a quién encontraran a su regreso a casa.


Pero cuando regrese, dice Feinberg de noche en el bloque dieciséis, si llego a vivirlo y puedo regresar a la vivienda del bajo en la rue des Roisiers, me quedaré de pie y miraré, las paredes hablarán: Aquí has vivido, dirán las paredes, aquí has criado y educado a tus hijos, dónde están ahora, ¿cómo los has protegido? Y yo responderé: He creído, he confiado en Dios. Era feliz, diré. Cada día era feliz. Tenía problemas, me peleaba con mis seres queridos, con mi esposa, con mis hijos, maldecía, cometía pecados de todo tipo, mentía, miles de pequeñas mentiras decía, ésa fue mi vida. Y, sin embargo era feliz, fueron mis años más bellos, con mis hijos, con mi mujer, todos juntos… Pero los paredes exigirán cuentas, preguntarán: Aquí te has sentado y has desperdiciado tu tiempo. Has soñado. Has estado soñando. No sabías nada. ¿Y qué ha pasado, dónde están ahora? – No lo sé, diré, y después lloraré. Pero las paredes estarán completamente frías: Ahora lloras porque te ha caído la desgracia. ¿Entonces no lloraste? Y sin embargo el mundo estaba lleno de miseria. ¿No lo veías?
Lloraré pero no entenderé nada. Comprendemos el dolor de los otros, hallamos incluso palabras de consuelo, consejos para otros que lo han perdido todo. Nuestro propio dolor resulta inconcebible. No hallamos consuelo ni consejo. Y por eso huyes de la gente que te da consejos, porque no saben y no han sufrido. Te escondes. Hablas con las paredes. Sólo ellas saben. Sólo ellas callan porque saben…

Y todas estas historias permiten a Wander salvar del olvido a un puñado de hombres, darles un nombre y un pasado (nombre que niega a los soldados de las SS, a los que llama bota altas), describir su hambre o sus ideas o su muerte, un retrato que les haga permanecer en nuestra memoria. Y en estas historias, el ruido de los raíles y los vagones de aquellos trenes que cruzaron Europa con su cargamento de seres humanos hacinados, los trabajos forzados en fábricas de madera o en canteras al aire libre, el pan duro como única comida durante días, la lucha por una patata y, también, la generosidad, los traslados en largas caminatas, las horas pasadas a la intemperie en formación, bajo la lluvia o el frío y la muerte de alguno de ellos en la espera, las columnas de cadáveres en los campos sin crematorio. Y en esas historias, que terminan en la liberación de los supervivientes por las tropas americanas, están los soldados alemanes, sin nombre, que no consideran seres humanos a los prisioneros y ven en esa condición ajena a lo humano una forma de excusar sus acciones.

Hay algo poderoso en Wander, confronta el horror de los campos de exterminio con la naturaleza circundante, el presente donde el pan es una obsesión y los sacos de cemento un complemento contra el frío con el recuerdo de los viejos tiempos y de las antiguas creencias y las preguntas por el regreso a casa, la crueldad de los soldados con un compañerismo casi infantil, en el sentido de una amistad y un amor leales y sin límites, que lleva a compartir el pan o a esconder a los heridos de los guardias para evitar su ejecución, un amor y una amistad que sorprenden, el último refugio ante la barbarie.

Por último, me gustaría mencionar la cita de Rabí León de Praga con la que Wander inicia su libro: El séptimo pozo, agua del alborozo, libre de toda impureza; inmune a la suciedad y la turbidez; de inmaculada transparencia; presta para la descendencia venidera, que de la tiniebla surjan, los ojos claros, los libres corazones. El séptimo pozo es un libro excepcional capaz de hablar sobre el amor o la purificación en el Holocausto judío.










El ser humano carga piedras, arrastra madera, revienta piojos con las uñas, se pelea por una patata, busca un clavo oxidado en el camino para poder colgar por la noche su chaqueta de la pared del barracón, cose mitones de un trozo de toldo que ha robado, se aprieta las heridas, se lamenta, gime, reza y también llora en la oscuridad, aprende a sonarse la nariz con un dedo la espalda hacia el viento, envuelve en harapos sus pues enfermos, asa una patata después del trabajo y devora su ración de pan. ¿De qué vive el ser humano?
Mientras arrastra madera y revienta piojos con las uñas, su alma humillada se recoge en profundos espacios desconocidos. Observa a los compañeros de prisión como un hombre que se ha caído bajo una manada de lobos y está esperando que lo descuarticen. Pero escucha hacia dentro, se asombra del patético rostro de un muerto, se asombra de un cristal de hielo, respira llenándose la nariz del perfume de los bosques puros y busca, busca las desaparecidas huellas de belleza en su vida, busca de pronto a un compañero que pueda escuchar, y cuando lo encuentra se extasía de su pasado, despliega un cuadro tras otro. Porque tiene que sacarlo a gritos: ¡Soy un ser humano! ¡A mí me respetaban!, le gustaría exclamar. Me amaban, tenía un hogar, una mujer e hijos, tenía amigos. Hice el bien y no exigí ningún agradecimiento a cambio. He visto cosas hermosas, conozco el olor de las ciudades antiguas. Podía haber hecho todo y haber alcanzado todo, si no lo hice, si no lo alcancé, fue sólo porque no sabía, no tenía idea… Quisiera exclamar todo eso, brillar, lucirse, encandilarse sin cesar. No puede, le faltan las palabras, le falta el arte. Pero de eso vive el ser humano, de no haber agotado el sueño de su bella vida perdida, de la libertad y de la pureza del corazón.
Fred Wander. El séptimo pozo. Traducción de Teresa Ruiz Rosas. Galaxia Gutenberg.

domingo, 7 de enero de 2018

típica estampa navideña

Quién sabe, puede que el viaje no haya sido en balde. Tal vez haya aprendido algo sobre mí mismo que desconocía. Especulaba sobre mi epifanía mientras espiaba a una mamá Noel en la tienda del aeropuerto. La minifalda roja, la redondez de sus nalgas, las medias trasparentes, el gorrito navideño ladeado. En el televisor se mostraba una gran nevada en el norte de Estados Unidos. Típica estampa navideña, titulaban. Y yo pensaba en los más de treinta grados en Buenos Aires el veinticinco de diciembre y en que era verano y no invierno, en las pequeñas barricadas ante los colegios judíos y los monumentos en recuerdo de la migración árabe de los parques. Por una vez, la Navidad carecía del significado conocido, diciembre era cálido y agotador, había miles de dioses que no reconocían al niño del pesebre ni a los tres reyes magos, ni siquiera tenía que seguir el calendario gregoriano, podría estar en el año cinco mil si me encontrase al otro lado del mundo y no en este dos mil cinco. Creábamos señales y las llenábamos de un sentido propio. Dicho de otra manera, una vez que delimitamos un hecho y le damos un sentido, eliminamos un sinfín de posibilidades. El veinticinco de diciembre nieva y todos celebramos la Navidad.
Regresaba a casa tras un mes en la Argentina. Me había dirigido al norte, lugar de choros, me avisaban antes de explicarme su significado: ladrones. ¿Lo ven? Por un instante choro fue cualquier cosa, paletos o una tribu indígena como los ona, pero no, ya no, choro es nuestro vulgar ratero. Viajaba sin prisa por una ruta no siempre asfaltada y veía banderas rojas y pequeños altares en los arcenes de las carreteras. Es por el Gauchito Gil, volvían a aclararme, un antiguo forajido reconvertido en santo milagrero, un muerto que anda entre los vivos, alguien a quien rezar imposibles. Nunca faltaba nadie que me explicase aquello que desconocía. Sentían mi acento español y se acercaban para confesarme que les tiraba la sangre y me preguntaban por la madre patria, me hablaban de sus abuelos murcianos o castellanos viejos, eso decían, y me preguntaban si eran hermosos esos lugares y cuánto costaba el pasaje de avión. Cuanto más al norte, más descendientes de españoles me encontraba. Y cuanto más al norte, mayor la sensación de estar ante un reflejo. Quiero decir, cruzaba ciudades llamadas Córdoba, La Rioja o Belén. Entonces, imaginaba a nuestros conquistadores llenos de miedo y pasmo en estas tierras ignotas, y cómo bautizaban los asentamientos con nombres del viejo mundo para acotar el salvajismo de este nuevo.
Les confieso una cosa. Mi viaje era una huida de esos días típicamentenavideños donde comía y bebía hasta gatear por el suelo y felicitaba las fiestas a cada persona, conocida o no, con la que me cruzaba. Me sentía arrastrado por una energía superior a mí y necesitaba poner distancia con ella, vivir estos días sin villancicos, los fantasmas dickensianos, las lágrimas de James Stewart y la capa de Ramón García.
Y ahora les cuento el momento culmen de mi viaje. Me había detenido en San Miguel de Tucumán a comer algo rápido en un bar de la plaza Independencia. Fuera, tres hombres vestidos de gauchos cabalgaban entre el tráfico. Llevaban sombrero, poncho y bombacha. Y boleadoras. El calor del asfalto les hacía parecer un espejismo, tres Martín Fierro salidos del desierto. Desmontaron frente al bar y entraron a pedir agua para los caballos. Era el único cliente en las mesas. Me preguntaron de dónde venía. Les dije la ruta que había tomado, Buenos Aires, Rosario, Santiago del Estero y que me quedaban Salta y Jujuy antes de regresar al punto de partida y volver a casa en el año nuevo. Antes de salir del bar y desaparecer, se acercaron uno a uno para darme algo, una antigua moneda de dos pesos, un puñado de hojas de coca para el mal de altura, una bolsita con la tierra roja de los valles calchaquíes.
Y aquí estoy ahora, en Ezeiza, contemplando las largas piernas de una mamá Noel mientras siento que he aprendido algo sobre mí. Y querrán saber qué es, ¿verdad? Ahí fuera hay un mundo de señales y, si respiro y me dejo llevar, puedo ver tres reyes magos en tres tipos duros y lacónicos, cruzar las casas bajas y antiguas de Belén y detenerme en un altar improvisado en medio de una ruta desértica para rezar a un santo milagrero.

lunes, 1 de enero de 2018

Años luz. James Salter

Es el tiempo y la luz lo que rodea a los personajes de Años luz, el tiempo que transcurre rápido y sin estridencias y los arrastra hacia un futuro temido sin que se den cuenta, la luz que cambia en cada estación y pasa de una claridad a veces cegadora a la penumbra y el caos. Ese tiempo y esa luz avanzan por las vidas de Viri y Nedra y los arrolla o los acuna, dejando a ambos con un poso de tristeza y de algo incompleto, de un conocimiento que llega tarde: la valentía como motor de una vida libre.

Años luz es la lucha de Nedra por alejarse de su vida acomodada junto a Viri, sus amantes que la complementan y la llenan de vida y la ausencia palpable cuando se marchan, sus viajes a Nueva York para encontrarse con una realidad electrizante tan diferente de su familia, el sueño de Europa que es el sueño de una vida de conocimientos, viajes y amores. Y es la lucha de Viri por ser un famoso arquitecto y por conservar su vida, la falta de valentía para afrontar los cambios y buscar algo que lo impulse a nuevos estadios. El matrimonio de Viri y Nedra como una apacible luz de atardecer, un amor ya consumido, los gestos cotidianos en las cenas y los encuentros con los amigos, los deseos que ante los demás parecen ir parejos pero que en la intimidad muestran la distancia entre ambos, los momentos donde el matrimonio renace en veranos familiares y parecen volver el uno al otro, un hombre, una mujer y dos niñas que forman una comunidad secreta, una felicidad plena. El tiempo agranda las grietas y separa a los cónyuges y muestra las vulnerabilidades y las disonancias que les definen, la vida que creen vivir y la que realmente están viviendo.


Su vida es misteriosa, es como un bosque; desde lejos parece una unidad que es posible comprender y describir, pero más cerca empieza a separarse, a disolverse en luz y sombra de una densidad que ciega. Dentro de esa vida no hay forma, sólo un detalle prodigioso que llega a todas partes: sonidos exóticos, astillas de luz solar, follaje, árboles caídos, animalillos que huyen al oír el crujido de una rama, insectos, silencio, flores.
Y todo ello, dependiente, estrechamente entretejido, todo eso es engañoso. Hay en realidad dos clases de vida. Hay, como dice Viri, la que la gente cree que estás viviendo y hay la otra vida. Es esta otra la que causa el problema, la que anhelamos ver.

Salter realiza algo difícil y hermoso en Años luz. Muestra el devenir de una pareja en apariencia feliz y describe los claroscuros de su relación, los instantes donde alcanzan entendimiento y felicidad y los momentos donde la separación de sus mundos es enorme, la búsqueda de libertad de Nedra frente a la comodidad de Viri. Salter habla de la pasión y el amor como de la luz, algo que nos ciega, algo que nos muestra lo que está oculto, algo que es bello y triste a la vez. Y esa es la mejor manera que tendría para definir esta novela, algo bello y triste, la vida que pasa y qué somos capaces de hacer con ella, si somos sinceros y valientes o nos dejamos arrastras únicamente por el tiempo sabiendo que es una cobardía.

Hay un momento crucial en la novela, la asunción de Nedra del pasado como algo borroso y la imposibilidad de revivir las emociones que en otros tiempos eran fuertes y seductoras, y es ahí donde se naufraga si se queda atrapado al sentimiento de pérdida o se sobrevive al saberse libre e independiente.


¿Adónde va?, pensó, ¿adónde se va?
La desconcertaban las distancias de la vida, todo lo que se perdía en ellas. Ni siquiera lograba recordar —no llevaba un diario— lo que le había dicho a Jivan la primera vez que almorzaron juntos. Se acordaba sólo de la luz del sol que la incitaba al amor, la certeza que sentía, el vacío del restaurante mientras hablaban. Todo lo demás se había erosionado, ya no existía.
Las cosas que ella creyó imperecederas —imágenes, olores, el modo en que él se ponía la ropa, los actos profanos que la habían pasmado— se oscurecían ahora, se tornaban falsas.

Salter encuentra en esta pareja en apariencia modélica una forma de hablar de la búsqueda de la felicidad, de nuestros sueños y anhelos, del paso del tiempo y los cambios que traen, de llegar al instante donde descubrimos que no estamos a merced de nadie. Años luz es una gran novela.










No hay una vida completa. Hay sólo fragmentos. Hemos nacido para no tener nada, para que todo se nos escurra entre los dedos. Y, sin embargo, esta pérdida, este diluvio de encuentros, luchas, sueños... hay que ser irreflexivo, como una tortuga. Hay que ser resuelto, ciego. Porque cualquier cosa que hagamos, incluso que no hagamos, nos impide hacer la cosa opuesta. Los actos demuelen sus alternativas, he aquí la paradoja. La vida, por tanto, consiste en elecciones, cada cual definitiva y de poca trascendencia, como tirar piedras al mar. Hemos tenido hijos, pensó; nunca podremos no tener hijos. Hemos sido mesurados, jamás sabremos lo que es despilfarrar nuestra vida...

***

Yacía solo entre las sábanas de la cama todavía caliente. Se había subido las mantas hasta la cintura, notaba algo mojado, denso y frío debajo de una pierna; solo en aquella ciudad, solo en aquel mar. Los días se desperdigaban alrededor, estaba ebrio de días. No había logrado nada. Tenía su vida —no valía gran cosa—, que no era como una que, aunque consumada, hubiese sido realmente notable. Si hubiese tenido el valor, pensó, si hubiese tenido fe. Nos protegemos como si eso fuera importante, y siempre lo hacemos a expensas de otros. Nos acaparamos. Triunfamos si ellos fracasan, somos sabios si ellos son necios, y seguimos adelante, aferrados, hasta que no queda nadie, hasta que no nos queda más compañía que Dios. En quien no creemos. De quien sabemos que no existe.
James Salter. Años luz. Traducción de Jaime Zulaika. Ediciones Salamandra.