Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 17 de diciembre de 2017

El olor humano. Ernő Szép

El olor humano comienza con un grupo de hombres en fila, una estrella de David sobre el portalón de un edificio, unos soldados jóvenes que buscan entre los pisos a hombres y riquezas escondidos, una espera y un destino incierto. De esa espera y de ese grupo de judíos detenidos bajo las ventanas de sus vecinos y que no saben qué pensar o a dónde los enviarán, Ernő Szép da un paso atrás y describe los últimos meses en Hungría, la caída del regente, el gobierno filo nazi de Szálasi, el temor por la llegada de los alemanes, los bombardeos sobre la ciudad o la rutina de la comunidad judía: el desalojo de sus hogares, la dificultad de las compras diarias, la conversión al cristianismo de algunos judíos para evitar la deportación, la invisibilidad o el señalamiento de quienes ven a los judíos como culpables de un crimen oculto.

Una foto. Un paso atrás que explica esa imagen. Y el movimiento.

Los hombres se ponen en marcha. El destino final cambia a cada hora. Una caminata los aleja de sus vidas para adentrarlos en campos desconocidos y la ignorancia. Hombres mayores y jóvenes, judíos conversos, ateos y creyentes, fuertes y débiles, ricos y obreros, desfilan por caminos de tierra y bajo las órdenes y los golpes y los disparos a bocajarro de un grupo de soldados que se han creído la propaganda oficial. El camino parece no tener fin. Szép muestra el extrañamiento de los judíos, su no pertenencia a la sociedad, su destino en manos ajenas, la espera continua. Y, también, los gestos cotidianos, las hojas de tabaco y los cigarrillos liados, las mochilas con pan y mermelada, las camisas de repuesto, las miradas de reconocimiento, las palabras de ánimo o temor, los recuerdos de una vida anterior

Entonces, el campo de trabajos forzados. La columna llega a una fábrica, cientos de hombres buscarán un sitio donde dormir en un desván, cavarán una zanja día tras días, bajo el sol o la lluvia, una zanja que podría servir para detener el avance de los tanques rusos o como fosa, el trabajo extenuante, las raciones cortas, el no saber qué ocurrirá a la mañana siguiente, la impunidad y crueldad de los soldados y la supervivencia y el miedo de los hombres.

Szép escribe a modo de diario las semanas que vivió en un campo de trabajo, breves entradas que muestran un momento y un espacio concretos, los últimos meses de 1944 en Hungría y la vida de la comunidad judía a la espera de algo que no acaba por concretarse: su destino. Szép va de la crudeza a la ternura, de la reflexión a la rabia y la incredulidad en su descripción de unos meses temibles, muestra la vida cotidiana y el horror adentrándose en ella, la supervivencia y la sinrazón. El libro atrae poco a poco, hay algo conocido en lo que cuenta Szép, las descripciones remiten a otros libros testimoniales sobre el Holocausto, y aún así, encuentra su hueco como relato costumbrista de un grupo de hombres judíos y sus conversaciones y gestos en unos días extraños y temibles, su forma de afrontar la llegada del fascismo, las diferentes ideas sobre su destino o qué desearían para Adolf Hitler.
 ―Permítanme, señores, que les cuente qué castigo me he imaginado para esa persona cuyo nombre no suelo mencionar. Si es que está con vida y no consigue quitársela antes de que lo capturen. Me parece, caballeros, que sería el único castigo que tal vez sea capaz de vengar las atrocidades que ha cometido este tipo.
―¿Y qué es? ¡A ver! ¿Qué ha imaginado? Chsss, por favor, silencio.
―Que viva eternamente, que nunca muera, nunca, jamás.
Alguien dijo entre risas:
―¡Vaya!
―Sí, querido señor, que viva para siempre. Que no lo maten las balas, ni lo ahogue el agua, ni le haga ningún daño el veneno cuando quiera suicidarse. Que nadie lo toque ni con un dedo. Pasará mil años, cien mil, otros cien mil, la Tierra se enfriará un día, no quedará ni una brizna de hierba, ningún ser vivo, solo él, el único. Que quede él solo en el mundo, en tinieblas y en el más absoluto silencio. Dios también puede morir un día, pero que él siga viviendo, y que no se vuelva loco, que recuerde para siempre.
 
Y, hacia el final, Szép habla del peso del mundo y la culpa en la mirada del testigo y víctima.

Ahora, como en la vieja guerra, a veces me pregunto asombrado: ¿cómo se atreven a hacer lo que están haciendo?, ¿cómo se atreven, sabiendo que yo estoy aquí, en este mundo? ¡Si yo lo veo y lo oigo todo! ¿Cómo es que no se han horrorizado ante lo que han hecho? ¿Cómo no se les cae la cara de vergüenza? ¿Cómo no paran de inmediato?
Estos pensamientos me atormentan con tal fervor como a un enloquecido.
Y me persigue, está vez también, me persigue la idea de que yo tengo la culpa de todo esto. El Creador ha puesto en mi pecho un corazón y me ha enviado con él entre los hombres. Y no sé cómo ha podido ocurrir que yo no les haya mostrado mi corazón, su corazón. ¿Acaso estaba dormido? La palabra salvadora, la palabra redentora esperaba en mi garganta: la palabra que tenía que imponer la paz a la Tierra. Y yo callaba.
No sé dónde tenía la cabeza. El mundo se me cayó de las manos. Y se hizo pedazos.
 

El olor humano está en lo cotidiano y en la amenaza de un destino incierto.









Yo, por lo que a mí respecta, parece que ni siquiera creo en la muerte. A mí también me soplará, desde luego, como una cerilla, pero no tendré conciencia de ello; yo lo único que sé es vivir, yo solo creo en la vida y no me puedo imaginar otra cosa. La vida no acabará nunca, tras mi último suspiro no contraeré los pulmones ni pondré un punto después de mi pensamiento final; idea y aliento huirán al infinito, a lo intemporal. Soy inmortal, es decir, incapaz de morir. Todos lo somos. Y tengo tanta curiosidad, tanta curiosidad por todo lo que pasa en esta Tierra; enloquezco por ver, oír y conocer este mundo, esta vida; incluso sentiría interés por mi propio ahorcamiento; no me tomaría un veneno ni siquiera si con ello pudiera evitar ser empujado a una cámara de gas.
Ernő Szép. El olor humano. Traducción de Eszter Orbán y José Miguel González. Gallo Nero Ediciones.

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