Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 19 de noviembre de 2017

Bajo cielos inmensos. A.B. Guthrie, Jr.

a) Afrontar una lectura como Bajo cielos inmensos te traslada a las novelas de Twain, las películas clásicas de aventuras y del oeste, los sueños de la niñez de dormir al raso junto a una hoguera y los peligros en la oscuridad. Es vérselas cara a cara con el recuerdo de quienes fuimos y la mirada sencilla que teníamos hacia el mundo y compararnos con quienes somos ahora (entendiendo la dificultad del análisis). El inicio es el acceso al mundo adulto de un muchacho de diecisiete años. Tras pelearse con su padre y huir de su casa en Kentucky, Boone Caudill se dirige a San Luis para seguir los pasos de su tío y convertirse en un hombre de las montañas. Hay una candidez innata en Boone, fascinado por las historias de su tío que hablaban de grandes paisajes y enfrentamientos contra osos e indios, la imagen de un mundo donde se mezclaban la realidad, la bravuconería y la fantasía. Boone sueña con las grandes montañas y la libertad y la soledad bajo el cielo, y mantendrá esas ensoñaciones que le impedirán ver el final de una época y los cambios que traerán los pasos abiertos y los colonos. Se unirá con Jim Deakins, otro muchacho que cree en la vida libre, y Dick Summers, un experimentado hombre de montaña que siente la llegada de la vejez y el fin de su mundo.

b) Los tiempos han cambiado. Es una idea que se repetía en los westerns crepusculares de Sam Peckinpah. Boone llega a los grandes paisajes del oeste cuando el mundo de los tramperos y los hombres de frontera se desvanece poco a poco. Las pieles de castor escasean, los encuentros entre hombres de montaña son más pequeños, los viejos tramperos se retiran, los indios caen ante la viruela, se habla de la llegada de colonos en carromatos para plantar sus cosechar. Boone reniega ante estos cambios, no cree posible las cosechas o que se acaben los búfalos mientras haya indios. Pero Boone vive en un mundo en extinción, los últimos años antes de las grandes caravanas hacia el oeste, de la multitud que busca una oportunidad en tierras extrañas.

c) Hay una tristeza y un calor que recorren Bajo cielos inmensos. La tristeza por el final de una época, por la testarudez humana, por la pérdida de la libertad y la aniquilación de una forma de vida apegada a la tierra. El calor de la aventura, los enfrentamientos contra los indios, los encuentros con osos, el hambre y los pasos cortador por la nieve, las peleas entre los hombres de la montaña por una idea personal de la justicia. Por un lado Guthrie muestra las huellas del futuro de forma casi invisible, una conversación sobre los carromatos al otro lado del territorio y los sueños de asentarse de un puñado de hombres y mujeres en otra tierra, por otro lado, se centra en el aprendizaje de Boone, su destreza en la vida de las montañas, y en ese aprendizaje, las escaramuzas y el hambre, las peleas y los grandes espacios, el Carro en las noches despejadas y el humo de una hoguera, los poblados indios abandonados, las cabelleras arrancadas, las fanfarronerías de los hombres de la montaña, la libertad y la soledad puras, los ríos que cortan llanuras y las cumbres azules de las montañas, los signos del invierno.

d) Están la pequeñez ante los espacios abiertos y bajo el cielo y la impresión de ser el primer ser humano que ve un pedazo de tierra, está el encuentro con el otro, ya sean indios, tratantes de pieles o soñadores que planean crear rutas entre las montañas para alcanzar nuevos territorios, está la incapacidad del ser humano por conservar aquello que ama, ya sea un modo de vida, un paisaje, una mujer, y destrozarlo por emociones mezquinas, están la figura que desaparece en las sombras y esas sombras que son el pasado, está el retiro de los viejos tramperos y cazadores y su regreso a la civilización como granjeros y su mirada llena de recuerdos. Guthrie consigue algo difícil, aunar grandeza e intimismo, aventura y reflexión, la nostalgia por tiempos que no volverán y la búsqueda de horizontes desconocidos. La violencia es seca y dura, los personajes se dividen entre soñadores y desencantados, los paisajes son magnéticos, y la vida al aire libre, y las dificultades que son desafíos y muestran el reflejo de quién eres y qué eres capaz de aguantar.

e) Guthrie construye una historia circular. Coge a un muchacho como Boone y lo saca de su granja de Kentucky en busca de grandes espacios y lo hace regresar trece años después a esa misma granja, el padre muerto, la madre anciana, su hermano con una nueva familia, Boone que ya no es capaz de dormir entre cuatro paredes o comer con sal, que bebe agua del arrollo, que ve cómo no pertenece a ningún lugar, su hogar de infancia un lugar inalcanzable y las vida en las montañas en extinción.

f) Bajo cielos inmensos es tan grande como los paisajes que describe y los hombres y mujeres que lo habitan, habla de esa parte de la condición humana que aniquila la vida y el sustento y los sueños, es aventura y tristeza y el tiempo que convierte a todo y todos en sombras.









—Caudill y Deakins quieren ser hombres de montaña.
—¡Uh! Será mejor que vuelvan a nacer.
—¿A qué te refieres?
—Han llegado diez años tarde —la mandíbula de tío Zeb machacó el tabaco—. ¡Ha desaparecido, maldita sea! ¡Ha desaparecido!
—¿Qué ha desaparecido? —preguntó Summers.
Boone podía ver el whisky en el rostro de tío Zeb. Era un rostro que seguramente había visto mucho whisky, rojo e hinchado.
—Todo lo que nos rodea. Ha desaparecido, por Dios, y nadie se preocupa a excepción de algunos de nosotros que la conocimos cuando era tierra virgen.
Desenfundó el cuchillo y comenzó a lanzarlo y clavarlo en tierra, como si eso calmara sus sentimientos. Se quedó en silencio durante un rato.
—Esta fue en otro tiempo una tierra para el hombre. En cada manantial había cientos de castores y multitud de búfalos allá donde uno miraba, y nada de estrecheces ni aglomeraciones de gente. ¡Jesús bendito!
Al este, donde el cerro y el cielo se juntaban, Boone divisó movimiento y supuso que eran búfalos hasta que la nube se desplazó por la ladera, dirigiéndose hacia ellos; resultó ser una manada de caballos.
Los ojos grises de Summers saltaron de Boone a tío Zeb.
—No se ha echado a perder, Zeb —dijo en voz baja—. Depende de los ojos que la contemplen.
—¡Que no se ha echado a perder! Han construido fuertes río arriba y río abajo, y hay gente en todos los lugares donde antes uno podía poner trampas. Y los novatos suben río arriba, un montón de ellos… vienen novatos en cada barco, se quedan merodeando por aquí y echan a perder toda la diversión. ¡Jesús! ¿Por qué no se quedan en sus casas? ¿Por qué no nos dejan esta tierra a nosotros tal como la encontramos? Por Dios, esta tierra es nuestra por derecho propio —apartó la boca de la botella—. Dios, era una belleza hace un tiempo. Bella y virgen, y no estaba horadada por las rutas de los hombres, a excepción de las de los indios, en toda su amplitud.
Los caballos se aproximaban rápido, corrían y daban coces como potros por el frío que se había apoderado de la tierra. La taltuza había salido de nuevo de su agujero, corría breves tramos y miraba hacia arriba silbando. Estaba comenzando a oscurecer. El fuego al oeste estaba a punto de apagarse; una estrella ardía baja por el este. Boone deseó que alguien hiciera callar a aquel ternero.
—Parece que te hayas tragado un higo chumbo, amigo —dijo Summers.
—¡Uh! —tío Zeb se metió los dedos en la boca, atrapó el bolo de tabaco y puso otro fresco dentro.
—Se paga buen precio por el castor, muy buen precio. Ahora —mencionó Summers.
—El precio da lo mismo cuando no se tienen los castores —afirmó tío Zeb mientras movía la boca para masticar bien la bola.
Los caballos pasaron trotando, levantando polvo, esquivándolos y bufando mientras pasaban junto a los hombres sentados. Tras ellos cabalgaban cuatro jinetes vestidos con los ponchos blancos que llevaban los trabajadores del fuerte.
—Echo de menos los tiempos en los que había castores por todos lados —dijo tío Zeb. Su voz se había vuelto más suave y se notaba un tono remoto en ella, como si el whisky hubiera empezado a hacerle efecto de una forma profunda y tranquila. ¿O, tal vez, sólo se debía a que estaba viejo y no era capaz de controlar sus emociones?—. Los echo de menos ahora. Por todos lados. En aquellos tiempos era un fracaso no atrapar un buen fardo de ellos. ¿Y ahora? —se calló a media frase, como si no existiera la palabra adecuada que un hombre pudiera pronunciar—. Mira —dijo, irguiéndose ligeramente—, dentro de cinco años no habrá más que piel de baja calidad, y ya está ocurriendo rápidamente. Tú, Boone, y tú, Deakins, si os quedáis aquí tendréis que patear la pradera, cazando pieles, persiguiendo búfalos y desollándolos, y viendo cómo también eso termina por perderse.
—No, en cinco años no —dijo Summers—. Más bien cincuenta.
—¡Ah! El castor ahora ya casi ha desaparecido. El búfalo es el siguiente. No habrá ni un maldito toro dentro de cincuenta años. Veréis cómo aparecen surcos arados en las praderas y estableciéndose en ellas —se apoyó hacia delante, poniendo las manos arriba—. La gente se ríe de este desgraciado que os habla, pero sigue diciendo la verdad. No puede ser de otra manera. Sólo la Compañía envía veinticinco mil pieles de castor al año, y cuarenta mil pieles de búfalo, o más. Además, un montón de búfalos son sacrificados por cazadores y no son desollados, y un montón de pieles son usadas por los indios, y muchos se ahogan todas las primaveras. ¡Ah!
—Todavía hay mucho castor —respondió Summers—. Se tiene que buscar. No se les caza dentro de un fuerte, o mientras se está cazando carne.
—¡Amén y vete al infierno, Dick! Pero es difícil conseguir whisky siendo cazador. Dame un trago de tu botella. Tengo el gaznate torriblemente seco.
Boone escuchó su propia voz, que sonaba tensa y neutra.
—Esta tierra a mí todavía me parece virgen, virgen y bella.
En la creciente oscuridad, pudo sentir los ojos de tío Zeb clavados en él, mirándolo por debajo de sus frondosidades… unos ojos viejos y cansados que el whisky había surcado con ríos rojos.
A.B. Guthrie, Jr.  Bajo cielos inmensos. Traducción de Marta Lila Murillo. Editorial Valdemar.

domingo, 12 de noviembre de 2017

umbrales

Se acerca a la ventana, el mejicano, y enciende una vela. Es para que me encuentren mis ancestros, dice, y que me hablen durante el sueño. Mi vida ha pasado siguiendo huellas marcadas por otros, dice, sólo sigo una estela invisible. Los amores, los miedos, las decisiones tomadas y los proyectos que no me atreví a emprender, todo lo que me ha traído hasta esta noche, me han sido impuestos por la sangre, dice. La sangre me tira, dice. La llama titila en la ventana y se refleja fuera, en la oscuridad. Sus ancestros dejarán esta noche su escondite entre las sombras y guiarán sus pasos una vez más. Soy un hombre sin azar, dice.
El mejicano tiene ochenta años y ha vuelto a la tierra de su infancia para buscar una iglesia. Tiene cinco calaveras incrustadas en el pórtico blanco, dice. Descubrí al mejicano en la plaza del Obradoiro. Vestido de azul, con una boina francesa, su figura espigada y su mirada quijotesca, el mejicano siguió camino a Finisterre sin detenerse entre los peregrinos. Quería llegar a la costa y ver el camino de oro que el sol extendía sobre el mar al atardecer. Es el camino de los muertos, dice, y yo lo hice con cinco años. Algunas palabras, ancestros, sangre, muertos, mueven la llama de la vela. Lo último que vi de esta tierra fue la iglesia de las calaveras, dice, luego el mar y Méjico. Méjico ya no es tierra para conquistadores, dice.
Tardamos tres días en llegar a Finisterre. El mejicano se detenía en las señales del camino con cartas y fotografías. Leía las cartas que recordaban promesas hechas a los muertos, los pequeños tótems de piedras, las botas rotas, y asentía en silencio. Sentados en una roca del fin del mundo, vimos crecer el camino amarillo sobre el mar y desaparecer en la noche. El mejicano rezó por su infancia y su vida. Nos comunicamos con los muertos, dice, y los necesitamos más que ellos a nosotros. Mi madre me enseñó a llamar a nuestros ancestros con velas, dice. Cruzaban el mar en la noche de los difuntos y nos repetían su historia, dice. Mi madre vestía de negro por ellos, y ese negro se le incrustó en la piel, dice. Yo quería enseñarle las máscaras mejicanas de la muerte, la música y los bailes del día de los muertos, dice, pero ella rechazaba aquella luminosidad. Nunca sabías quién se escondía tras las máscaras, dice. Por dos días, vivos y muertos cruzábamos el umbral que nos separaba, dice.
El mejicano hace un gesto con la mano, se aparta de la ventana y se acuesta. Es hora de que me hablen mis ancestros, dice.
Mañana subiremos un camino asfaltado entre montes. Apenas quedarán en pie un par de casas del poblado y la iglesia en un montículo. El mejicano se sentará en el pequeño muro de entrada y observará las cinco calaveras en la pared blanca. Tendrán la boca abierta, las calaveras, su último aliento atrapado por la eternidad. Antes el camino era de tierra y piedras, dirá, había una escuela y un colmado y en las noches de septiembre escuchábamos las ratas en el tejado y sentíamos el viento entre los pinos y las piñas caer al suelo, dirá. Hay un silencio que sólo existe en los pueblos abandonados, dirá, y hay una muerte que canta por nosotros, dirá.
El mejicano se levantará y se dirigirá hacia el pórtico. Buscará una calavera con una muesca con forma de estrella en la frente. Cuando la encuentre, seguirá su forma con la mano, una caricia lenta y delicada, el reconocimiento de la sangre que le tira. Mis ancestros me hablaron en sueños, dirá.  

Apago la vela y le cuento nuestra historia.