Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 25 de agosto de 2017

Un pueblo de Oklahoma. George Milburn



Son pequeñas impresiones de los habitantes de un pueblo de Oklahoma, retratos que hablan de granjeros, comerciantes, congregaciones religiosas, agentes de petróleo, médicos, barberos, abogados, recaderos, telegrafistas y vagabundos, un pueblo donde la vida transcurre en los colmados, la estación de tren, la oficina de correos, la calle Broadway y su cine, un microcosmos de racismo, amores (furtivos o tímidos), venganzas, picaresca, peleas, desapariciones y descubrimientos (del mundo adulto, de la vida fuera del pueblo, las grandes ciudades y una guerra en una tierra lejana).

Hay momentos donde los retratos que hace Milburn de los vecinos del pequeño pueblo se acercan al chiste y la anécdota, una última frase ingeniosa, un humor a veces entrañable (parecido al del cine de Frank Capra o los relatos de William Saroyan), a veces corrosivo, hombres y mujeres que se toman la vida con calma y una extraña serenidad, y otros donde, en un párrafo, muestra la parte mezquina y cruel del ser humano, una violencia soterrada que estalla de manera seca y efímera. Milburn deja algunos relatos abiertos, sin un final claro, retazos de un momento concreto, por momentos se parecen a los recuerdos de personas, espacios y tiempos que se mezclan en las reuniones de viejos amigos.

A los largo de los treinta y seis relatos Milburn retrata el día a día de un pueblo, nos imaginamos el First National Bank donde algunos planean negocios y fraudes, el almacén del viejo Farnum, la oficina de correos, las carnicerías de los alemanes, ninguneados en el periodo de guerra, los templos de baptistas y la iglesia apostólica, que compiten por convertir a sus vecinos y robarse fieles entre ellos, el cine donde ver películas mudas y escapar de la rutina, las granjas que plantan algodón o ajos. El pueblo de Oklahoma como reflejo del alma humana.  

Hay un par relatos que sobresalen sobre el resto, El defiendenegros, sobre un abogado que llega al pueblo y ayuda a los negros en una época y una tierra eminentemente racistas, un cuento lacónico, conciso y directo, El capitán Choate, un patriarca charlatán que asegura haber vivido las mayores y más increíbles aventuras en los viejos tiempos, o Granizo y despedida, autobiográfico, donde un muchacho de diecisiete años abandona el pueblo para hacerse periodista y dejar atrás a sus vecinos, el grito eufórico de despedida y el final amargo.



¡Adiós, pueblo de mi niñez! entonó al ritmo cada vez más rápido del traqueteo del tren―. Me voy a la ciudad a trabajar de periodista. ¡Adiós, vecinos insulso y aburridos! Me voy a conocer mundo y a hacerme famoso. ¡Adiós, labradores sin granja, petos andrajosos y gusanos intestinales! Voy a dejarme bigote y a comprarme un bastón. ¡El mundo es mío y voy a hacer con él lo que me venga en gana! ¡Adiós, pueblecito, adiós!
En aquella época David no sabía lo que era trabajar duro ni conocía la derrota. En aquella época era feliz. Tenía diecisiete años.



Los retratos de Milburn pasan de lo duro a lo afectuoso y son, sobre todo, afilados e incisivos, hombres y mujeres de la tierra que muestran egoísmo, cortedad, rudeza, racismo o infelicidad y, también, sueños y aspiraciones de otros lugares y otras vidas, un pueblo donde hay odios y amores enraizados y hay quien se marcha, desaparece sin dejar rastro y deja un hueco entre sus vecinos o un misterio sin respuesta, un pueblo del que es mejor marcharse aunque nos espere la derrota fuera de él.








Hubo una época en que, en el pueblo, nadie solía preguntar a los forasteros por qué se habían marchado del lugar del que venían ni cómo es que habían acabado en Oklahoma. Pero es fue al principio. Al cabo de un tiempo aquello cambió y empezó a hacerse lo contrario. De los recién llegados se esperaba que recorriesen las calles presentándose a los vecinos. Y así, mientras unos comentaban las costumbres locales, los otros hablaban de sus lugares de procedencia y de lo mucho que preferían nuestro pueblo.
John Parnell no lo hizo y por eso los vecinos desconfiaron de él desde el principio. En cuanto lo vieron colocar su placa de abogado junto a la escalera del edificio First National Bank, se preguntaron qué estaría tramando. Pero nunca llegaron a saberlo con seguridad.

***

No costaba mucho conseguir que el capitán A. J. Choate se pusiese a hablar, y una vez lo hacía, si estaba inspirado, daba gusto escucharlo. Había llegado a Oklahoma en los primeros tiempos y, según contaba, había hecho de todo un poco. Algunos vecinos todavía recordaban que había sido el dueño de un rancho situado al este del pueblo. El capitán dividió el rancho en parcelas y las alquiló como granjas, y durante muchos años su única ocupación fue silbar, matar el tiempo en la barbería De Luxe, contar historias fantásticas y jugar a las damas.
Un día, los muchachos que se reunían en la barbería se pusieron a hacer cuentas y llegaron a la conclusión de que, de haber hecho todo lo que decía, el capitán Choate tendría ciento cuarenta y seis años. El capitán aseguraba haber conocido a todos los individuos de dudosa reputación que a lo largo de los últimos cien años habían adquirido cierto protagonismo en el suroeste del país: había estado con Quantrill, el líder de la guerrilla confederada, durante la Guerra Civil; había participado en carreras de caballos con los hermanos James; y también afirmaba haber vigilado ganado con Billy el niño. Daba la impresión que todos los forajidos habían sido compinches suyos.
George Milburn. Un pueblo de Oklahoma. Traducción de Ana Crespo. Sajalín editores.

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