Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 31 de agosto de 2017

Llenos de vida. John Fante



Fante habla de sí mismo, de su vida, su familia su mujer embarazada del primer hijo, las chifladuras de sus padres y sus pequeños rituales para que nazca el primer nieto varón de los Fante, su carrera como escritor y guionista o cómo pasa de escribir libros a la comodidad del cheque mensual de los estudios de cine, y lo hace tanto con cariño como con cierta amargura, la ilusión de lo que está por llegar ―una vida acomodada y agradable en una casa espaciosa, y lo que se ha quedado en el camino la lucha ante la máquina de escribir, los libros protagonizados por Bandini, la renuncia a una vida impulsiva.

Fante consigue una emoción sencilla y pura en el dibujo de los personajes y el costumbrismo de su historia. Está el propio Fante, un escritor reconvertido en guionista y que asiste sorprendido al embarazo de su mujer y sus reacciones inesperadas, de la ternura al distanciamiento, de la actividad frenética a la ensoñación, de las lágrimas a una euforia desatada. Está Joyce, su mujer, su emoción y miedos ante el primer hijo y una recuperada religiosidad que hará que se planteé su matrimonio y sus ideas previas, está el padre de Fante, que quiere su primer nieto varón, un hombre entrañable y terco, alguien capaz de conseguir que un vagón de tren miré con desdén al hijo por cómo trata al padre, un italiano sentimental y manitas. Está la casa espaciosa y que será la base del nuevo hogar de los Fante, una casa con termitas que hunden no sólo el suelo de la cocina sino también la fe y los sueños del matrimonio, el hueco en el suelo que parece hacer zozobrar a John y Joyce, las termitas que obligan a Fante buscar a su padre para que le eche una mano y sienta que apenas pinta nada en su casa.

No hay más en Llenos de vida, un embarazo, una casa que se cae por las termitas, un matrimonio y un padre que conviven y se acercan y alejan los unos de los otros según el día y los sentimientos de cada uno de ellos, un escritor continuamente sorprendido ante la vida, alguien que recuerda los viejos tiempos con nostalgia y extrañeza y que mira los nuevos con igual extrañeza. Lo que sorprende, lo que hace de Llenos de vida una buena lectura, es la escritura de Fante, su emoción y sencillez para hablar de lo cotidiano, su humor desopilante y su ternura que tienen algo de congoja. Y el padre de Fante que se adueña de la historia, un viejo italiano con arranques sentimentales y una manera de entender la vida simple y campechana.

Fante se detiene en un momento de inflexión, un momento donde todo parece nuevo en su vida: la ilusión por la casa recién comprada y la espera del primer hijo, y cierra una época dominada por los sueños y la libertad de un camino aún sin elegir y sentirse dueño del mundo y de un destino especial. La euforia de la paternidad, la sorpresa ante los cambios en su mujer y la valentía en su mirada contrapuesta a la tristeza por no acabar de comprender del todo esos cambios en su vida y creer que ha cerrado una puerta que no volverá a abrir, que hay algo que siente se ha perdido.








Yo no era tan ignorante como se figuraba. Había aprendido mucho de mi familia, desde la infancia, un inapreciable acervo de sabiduría que nuestros antepasados de los Abruzos habían transmitido de generación en generación. Pero gran parte de aquel conocimiento me resultaba inútil. Por ejemplo, sabía desde hacía muchos años que la mejor manera de burlar a las brujas era llevar un pañuelo de flecos, porque cuando la bruja te atacaba se distraía contando los flecos y no acababa de pasar a la acción. Y también sabía que la orina de vaca era mano de santo para que a los calvos les saliera el pelo, pero hasta el momento no había tenido ocasión de comprobarlo. Sabía, como es lógico, que el sarampión se curaba con un pañuelo rojo y que con un pañuelo negro se curaba el dolor de garganta. Cuando era pequeño y tenía fiebre, mi abuela me ataba una rodaja de limón a la muñeca; todas las veces me bajaba la temperatura. Sabía igualmente que el mal de ojo producía dolor de cabeza y, cuando llovía, mi abuela me mandaba que saliese y clavara un cuchillo en tierra, para alejar los rayos. Sabía que si dormía con la ventana abierta, todas las brujas de la comunidad entraban en la casa, y que si era obligatorio dormir al fresco, un poco de pimienta negra, espolvoreada en el alféizar de la ventana, hacía estornudar a las brujas y las ahuyentaba. Sabía asimismo que para evitar el contagio cuando se visitaba a un amigo enfermo había que escupir en su puerta. Hacía muchos años que sabía estas y otras cosas, y no las había olvidado. Pero las personas viven y aprenden, y el método del ajo y la sal en el lecho conyugal era algo fuera de lo común. Seguramente mi padre tenía razón: yo no era tan listo después de todo. Pero aún tenía dudas acerca de que el embarazo de Joyce hubiera empezado aquella noche de noviembre, en el sofá cama de mi madre.

***

Para mí fue una temporada extraña. Me sentaba con ella, incapaz de rezar, de expresar ningún sentimiento relacionado con Cristo. Pero los recuerdos llegaron en tropel, imágenes de la infancia, de la época en que aquel espacio frío y melancólico significaba mucho para mí. Joyce había supuesto desde el principio que yo volvería a la fe católica con ella. Parecía lo más lógico. De un modo u otro yo recuperaría los antiguos sentimientos, alargaría los dedos de mi alma y asiría la abundante y magnífica alegría de creer.
De un modo u otro yo había sabido siempre que estaba allí, que para acercarme a ella me habría bastado murmurar el deseo, y en aquel punto y hora me habría cobijado la inmensa paz del útero de Dios. Y era el perfume del incienso, el crujido de los bancos y reclinatorios, los haces de luz que se filtraban por los vitrales, la tibieza del agua bendita, la risa de las velas, el impresionante transporte a la antigüedad, la pasmosa percatación de que antes que yo habían estado allí infinitos millones de personas, y se habían ido, y de que después de mí llegarían y se irían muchos más millones, durante un millón de mañanas. Estos pensamientos tenía yo sentado junto a mi mujer. Estos pensamientos más la creciente convicción de que me había equivocado, de que no era fácil volver a la religión de siempre, de que la Iglesia no había cambiado pero yo sí. Y los años de incredulidad me habían cubierto como una montaña de arena. No era fácil volver a la superficie. No era fácil emitir una débil llamada y creer que se me oía. Estaba sentado junto a ella y sabía que iba a ser muy difícil. Es más, sabía que iba a ser casi imposible.
John Fante. Llenos de vida. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama.

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