Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 31 de agosto de 2017

Llenos de vida. John Fante



Fante habla de sí mismo, de su vida, su familia su mujer embarazada del primer hijo, las chifladuras de sus padres y sus pequeños rituales para que nazca el primer nieto varón de los Fante, su carrera como escritor y guionista o cómo pasa de escribir libros a la comodidad del cheque mensual de los estudios de cine, y lo hace tanto con cariño como con cierta amargura, la ilusión de lo que está por llegar ―una vida acomodada y agradable en una casa espaciosa, y lo que se ha quedado en el camino la lucha ante la máquina de escribir, los libros protagonizados por Bandini, la renuncia a una vida impulsiva.

Fante consigue una emoción sencilla y pura en el dibujo de los personajes y el costumbrismo de su historia. Está el propio Fante, un escritor reconvertido en guionista y que asiste sorprendido al embarazo de su mujer y sus reacciones inesperadas, de la ternura al distanciamiento, de la actividad frenética a la ensoñación, de las lágrimas a una euforia desatada. Está Joyce, su mujer, su emoción y miedos ante el primer hijo y una recuperada religiosidad que hará que se planteé su matrimonio y sus ideas previas, está el padre de Fante, que quiere su primer nieto varón, un hombre entrañable y terco, alguien capaz de conseguir que un vagón de tren miré con desdén al hijo por cómo trata al padre, un italiano sentimental y manitas. Está la casa espaciosa y que será la base del nuevo hogar de los Fante, una casa con termitas que hunden no sólo el suelo de la cocina sino también la fe y los sueños del matrimonio, el hueco en el suelo que parece hacer zozobrar a John y Joyce, las termitas que obligan a Fante buscar a su padre para que le eche una mano y sienta que apenas pinta nada en su casa.

No hay más en Llenos de vida, un embarazo, una casa que se cae por las termitas, un matrimonio y un padre que conviven y se acercan y alejan los unos de los otros según el día y los sentimientos de cada uno de ellos, un escritor continuamente sorprendido ante la vida, alguien que recuerda los viejos tiempos con nostalgia y extrañeza y que mira los nuevos con igual extrañeza. Lo que sorprende, lo que hace de Llenos de vida una buena lectura, es la escritura de Fante, su emoción y sencillez para hablar de lo cotidiano, su humor desopilante y su ternura que tienen algo de congoja. Y el padre de Fante que se adueña de la historia, un viejo italiano con arranques sentimentales y una manera de entender la vida simple y campechana.

Fante se detiene en un momento de inflexión, un momento donde todo parece nuevo en su vida: la ilusión por la casa recién comprada y la espera del primer hijo, y cierra una época dominada por los sueños y la libertad de un camino aún sin elegir y sentirse dueño del mundo y de un destino especial. La euforia de la paternidad, la sorpresa ante los cambios en su mujer y la valentía en su mirada contrapuesta a la tristeza por no acabar de comprender del todo esos cambios en su vida y creer que ha cerrado una puerta que no volverá a abrir, que hay algo que siente se ha perdido.








Yo no era tan ignorante como se figuraba. Había aprendido mucho de mi familia, desde la infancia, un inapreciable acervo de sabiduría que nuestros antepasados de los Abruzos habían transmitido de generación en generación. Pero gran parte de aquel conocimiento me resultaba inútil. Por ejemplo, sabía desde hacía muchos años que la mejor manera de burlar a las brujas era llevar un pañuelo de flecos, porque cuando la bruja te atacaba se distraía contando los flecos y no acababa de pasar a la acción. Y también sabía que la orina de vaca era mano de santo para que a los calvos les saliera el pelo, pero hasta el momento no había tenido ocasión de comprobarlo. Sabía, como es lógico, que el sarampión se curaba con un pañuelo rojo y que con un pañuelo negro se curaba el dolor de garganta. Cuando era pequeño y tenía fiebre, mi abuela me ataba una rodaja de limón a la muñeca; todas las veces me bajaba la temperatura. Sabía igualmente que el mal de ojo producía dolor de cabeza y, cuando llovía, mi abuela me mandaba que saliese y clavara un cuchillo en tierra, para alejar los rayos. Sabía que si dormía con la ventana abierta, todas las brujas de la comunidad entraban en la casa, y que si era obligatorio dormir al fresco, un poco de pimienta negra, espolvoreada en el alféizar de la ventana, hacía estornudar a las brujas y las ahuyentaba. Sabía asimismo que para evitar el contagio cuando se visitaba a un amigo enfermo había que escupir en su puerta. Hacía muchos años que sabía estas y otras cosas, y no las había olvidado. Pero las personas viven y aprenden, y el método del ajo y la sal en el lecho conyugal era algo fuera de lo común. Seguramente mi padre tenía razón: yo no era tan listo después de todo. Pero aún tenía dudas acerca de que el embarazo de Joyce hubiera empezado aquella noche de noviembre, en el sofá cama de mi madre.

***

Para mí fue una temporada extraña. Me sentaba con ella, incapaz de rezar, de expresar ningún sentimiento relacionado con Cristo. Pero los recuerdos llegaron en tropel, imágenes de la infancia, de la época en que aquel espacio frío y melancólico significaba mucho para mí. Joyce había supuesto desde el principio que yo volvería a la fe católica con ella. Parecía lo más lógico. De un modo u otro yo recuperaría los antiguos sentimientos, alargaría los dedos de mi alma y asiría la abundante y magnífica alegría de creer.
De un modo u otro yo había sabido siempre que estaba allí, que para acercarme a ella me habría bastado murmurar el deseo, y en aquel punto y hora me habría cobijado la inmensa paz del útero de Dios. Y era el perfume del incienso, el crujido de los bancos y reclinatorios, los haces de luz que se filtraban por los vitrales, la tibieza del agua bendita, la risa de las velas, el impresionante transporte a la antigüedad, la pasmosa percatación de que antes que yo habían estado allí infinitos millones de personas, y se habían ido, y de que después de mí llegarían y se irían muchos más millones, durante un millón de mañanas. Estos pensamientos tenía yo sentado junto a mi mujer. Estos pensamientos más la creciente convicción de que me había equivocado, de que no era fácil volver a la religión de siempre, de que la Iglesia no había cambiado pero yo sí. Y los años de incredulidad me habían cubierto como una montaña de arena. No era fácil volver a la superficie. No era fácil emitir una débil llamada y creer que se me oía. Estaba sentado junto a ella y sabía que iba a ser muy difícil. Es más, sabía que iba a ser casi imposible.
John Fante. Llenos de vida. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama.

martes, 29 de agosto de 2017

Blaga Dimitrova en Espacios I



Espacio inverso

El espacio en sentido
de libre sinlímite
no se explaya
fuera de mí.
Está acogido, condensado, doblado
en mi más profundo
dolor,
atado en nudo.

El espacio es mi punto de amparo.
Si cierro los párpados
a él me agarro
contra muros y horizontes.
A todas partes abierto, nunca colmado,
es plenitud.
Y eternamente se expande,
hinchado de suspiros,
porque se siente como acorralado.
El sinlímite es su medida personal.

Su única distinción constante:
que cada uno se construye solo
su cárcel o su intemperie
a lo ancho y a lo hondo.
No se entromete,
ni obstaculiza, ni orienta.
El espacio para mí es el vínculo. El contacto
cada vez más remoto, más infinito.

Recibo luz
de mundos
cada instante más extinguidos.


***


Futuro radiante

–¿Pájaro? –preguntarán los niños–. ¿Pero qué es eso?
–Algo policromo, con plumas, alado.
Muy hermoso, etéreo.
Vuela hasta las nubes.
Y canta como una campanilla cristalina.
–¿Vuela? –exclamarán los niños– ¿Sin pilas,
por sí sólo?
¿Su canto hechiza?
¿Todo plumas de colores deslumbrantes?
¿Y no nos ataca, no mata?
¡No! ¡Fantasías!
¡No ha habido, y menos habrá todavía
un ser así, de cuento de hadas!


***


Claustrofobia

Para el pensamiento
muros.
Cuantos más altos, más prefabricados
¡mejor!

Para el verbo
candados.
Cuanto más secretos, bajo cien llaves
¡mejor!

Para el gesto
celdas.
Cuando más cieliciegas, más asfixiantes
¡mejor!

Para la mirada
troncos de árboles.
Cuanto más secos, más amputados
¡mejor!

Para la imaginación,
si es que aún existe,
ciega pantalla de pared
rasa.

El espacio:
sobrearriesgado sinfín.
No sea que de sopetón
volemos
y todo lo alumbremos

con luz propia.


***


Sobre el abismo

Árbol por vientos derrumbado
es puente sobre el abismo.

Después de tanta vana búsqueda de vado,
al final, cruzando por allí de orilla a orilla,

necesitas dar las gracias. ¿A quién?
¿Al árbol o a la tormenta?

¿A un recóndito tercero?


***


Claridad

Prerespiro los espacios donde el amor
no promete cambio,
no traga fuegos, no baja estrellas,
no truena cadenas perpetuas,
no embriaga con  el ajenjo del deleite,
no amenaza con el don más pródigo, el hijo,
no aúlla de dolor, no vuela de una sólo palabra,
no causa ninguna catástrofe universal,
no suicida de una mirada la esperanza,
prerrespiro aquellos espacios claros-claros,
latitudes donde el amor es solo un sentimiento
hondo, como último aliento.


***


Lo más

Viví en el siglo más de oro,
en la sociedad más feliz,
en el régimen más justo,
bajo la doctrina más sabia,
con la moral más pura,
en la camaradería más eterna,
encaminada hacia el futuro más bello...

Me salté el comparativo,
directo en el superlativo situaron mi vida.
Obligatorio era que la sonrisa
fuese la más luminosa,
el momento, el más histórico,
la fiesta, la más festiva,
el progreso, el más progresista.

Yo creí con la fe más pura,
con el más ardiente ardor ardí.
Y cada segundo viví de puntillas:
a sobrepasar el listón, sor lo más...
Y sólo, no sé por qué, mis versos
tristes, más tristes se sobresaltan,
tristes, hasta no poder ser.


***


Olor a mano humana

Recogí del suelo un pajarillo,
una cría, caída del nido.
Acaricié sus temblores,
lo calenté en el hueco de mi mano.
Turbada, la madre ave
lazos y nudos de aire sobre mí circunscribía.
Acomodé a la cría
en el regazo de su árbol nativo.
La madre planeó asustada
y febrilmente la olfateó.
Y con un grito agudo
se hundió en el cielo.
¡Olor a mano humana!
Mejor cría muerta
que mancillada por ser humano.
En su mano anida un mal augurio.
Trae hedor de podredumbre.
Blaga Dimitrova. Espacios. Traducción de Zhivka Baltadzhieva Davidova. Editorial La poesía, señor hidalgo.

viernes, 25 de agosto de 2017

Un pueblo de Oklahoma. George Milburn



Son pequeñas impresiones de los habitantes de un pueblo de Oklahoma, retratos que hablan de granjeros, comerciantes, congregaciones religiosas, agentes de petróleo, médicos, barberos, abogados, recaderos, telegrafistas y vagabundos, un pueblo donde la vida transcurre en los colmados, la estación de tren, la oficina de correos, la calle Broadway y su cine, un microcosmos de racismo, amores (furtivos o tímidos), venganzas, picaresca, peleas, desapariciones y descubrimientos (del mundo adulto, de la vida fuera del pueblo, las grandes ciudades y una guerra en una tierra lejana).

Hay momentos donde los retratos que hace Milburn de los vecinos del pequeño pueblo se acercan al chiste y la anécdota, una última frase ingeniosa, un humor a veces entrañable (parecido al del cine de Frank Capra o los relatos de William Saroyan), a veces corrosivo, hombres y mujeres que se toman la vida con calma y una extraña serenidad, y otros donde, en un párrafo, muestra la parte mezquina y cruel del ser humano, una violencia soterrada que estalla de manera seca y efímera. Milburn deja algunos relatos abiertos, sin un final claro, retazos de un momento concreto, por momentos se parecen a los recuerdos de personas, espacios y tiempos que se mezclan en las reuniones de viejos amigos.

A los largo de los treinta y seis relatos Milburn retrata el día a día de un pueblo, nos imaginamos el First National Bank donde algunos planean negocios y fraudes, el almacén del viejo Farnum, la oficina de correos, las carnicerías de los alemanes, ninguneados en el periodo de guerra, los templos de baptistas y la iglesia apostólica, que compiten por convertir a sus vecinos y robarse fieles entre ellos, el cine donde ver películas mudas y escapar de la rutina, las granjas que plantan algodón o ajos. El pueblo de Oklahoma como reflejo del alma humana.  

Hay un par relatos que sobresalen sobre el resto, El defiendenegros, sobre un abogado que llega al pueblo y ayuda a los negros en una época y una tierra eminentemente racistas, un cuento lacónico, conciso y directo, El capitán Choate, un patriarca charlatán que asegura haber vivido las mayores y más increíbles aventuras en los viejos tiempos, o Granizo y despedida, autobiográfico, donde un muchacho de diecisiete años abandona el pueblo para hacerse periodista y dejar atrás a sus vecinos, el grito eufórico de despedida y el final amargo.



¡Adiós, pueblo de mi niñez! entonó al ritmo cada vez más rápido del traqueteo del tren―. Me voy a la ciudad a trabajar de periodista. ¡Adiós, vecinos insulso y aburridos! Me voy a conocer mundo y a hacerme famoso. ¡Adiós, labradores sin granja, petos andrajosos y gusanos intestinales! Voy a dejarme bigote y a comprarme un bastón. ¡El mundo es mío y voy a hacer con él lo que me venga en gana! ¡Adiós, pueblecito, adiós!
En aquella época David no sabía lo que era trabajar duro ni conocía la derrota. En aquella época era feliz. Tenía diecisiete años.



Los retratos de Milburn pasan de lo duro a lo afectuoso y son, sobre todo, afilados e incisivos, hombres y mujeres de la tierra que muestran egoísmo, cortedad, rudeza, racismo o infelicidad y, también, sueños y aspiraciones de otros lugares y otras vidas, un pueblo donde hay odios y amores enraizados y hay quien se marcha, desaparece sin dejar rastro y deja un hueco entre sus vecinos o un misterio sin respuesta, un pueblo del que es mejor marcharse aunque nos espere la derrota fuera de él.








Hubo una época en que, en el pueblo, nadie solía preguntar a los forasteros por qué se habían marchado del lugar del que venían ni cómo es que habían acabado en Oklahoma. Pero es fue al principio. Al cabo de un tiempo aquello cambió y empezó a hacerse lo contrario. De los recién llegados se esperaba que recorriesen las calles presentándose a los vecinos. Y así, mientras unos comentaban las costumbres locales, los otros hablaban de sus lugares de procedencia y de lo mucho que preferían nuestro pueblo.
John Parnell no lo hizo y por eso los vecinos desconfiaron de él desde el principio. En cuanto lo vieron colocar su placa de abogado junto a la escalera del edificio First National Bank, se preguntaron qué estaría tramando. Pero nunca llegaron a saberlo con seguridad.

***

No costaba mucho conseguir que el capitán A. J. Choate se pusiese a hablar, y una vez lo hacía, si estaba inspirado, daba gusto escucharlo. Había llegado a Oklahoma en los primeros tiempos y, según contaba, había hecho de todo un poco. Algunos vecinos todavía recordaban que había sido el dueño de un rancho situado al este del pueblo. El capitán dividió el rancho en parcelas y las alquiló como granjas, y durante muchos años su única ocupación fue silbar, matar el tiempo en la barbería De Luxe, contar historias fantásticas y jugar a las damas.
Un día, los muchachos que se reunían en la barbería se pusieron a hacer cuentas y llegaron a la conclusión de que, de haber hecho todo lo que decía, el capitán Choate tendría ciento cuarenta y seis años. El capitán aseguraba haber conocido a todos los individuos de dudosa reputación que a lo largo de los últimos cien años habían adquirido cierto protagonismo en el suroeste del país: había estado con Quantrill, el líder de la guerrilla confederada, durante la Guerra Civil; había participado en carreras de caballos con los hermanos James; y también afirmaba haber vigilado ganado con Billy el niño. Daba la impresión que todos los forajidos habían sido compinches suyos.
George Milburn. Un pueblo de Oklahoma. Traducción de Ana Crespo. Sajalín editores.

viernes, 11 de agosto de 2017

Vida con estrella. Jiři Weil

a) Es sólo un pedazo de tela, una estrella amarilla cosida en la ropa (justo sobre el corazón) y que Josef debe llevar en cualquier momento, limpia y a la vista. Un pequeño objeto corriente e intranscendente que coloca a Josef fuera de la vida cotidiana ―de sus vecinos, de la ciudad en la que vive, sueña y pasea, del deseo, de sentirse ser humano. Josef sale a las calles de Praga con la estrella, se siente señalado, hay quien se aparta de su camino y quien lo echa del tranvía y quien sigue con su vida sin mirar qué ocurre a su alrededor. Pero Josef lleva dentro su antigua vida, su empleo en la banca, su relación con Růžena, su buhardilla de la que han ido desapareciendo los muebles poco a poco, su pasado de hombre gris. Y mira al frente. Y observa los nuevos tiempos. Donde el gobierno de ocupación se cierne sobre los judíos ―y los mismos judíos, atenazados por los nuevos tiempos, se hacen cargo del papeleo y la administración de vales y notificaciones que restringen su libertad―, las familias son apartadas de sus hogares y encerradas entre cuatro paredes antes de ser embarcadas en los trenes al este.

b) Amor y negación. Josef ha demolido parte de su casa para no dejar nada tras de sí, sólo una mesita de café en el centro de una habitación vacía. Se tumba durante horas en su saco para engañar el hambre. Habla y sueña con Růžena y confunde sus fantasías y sueños con la realidad, Růžena que le pidió huir y Josef que se negó ―huir a dónde y para qué y quién ser fuera de Praga. Recibe las notificaciones de la comunidad, pasa controles médicos, renueva su tarjeta de transporte, un papeleo de funcionario en tiempos de guerra, las restricciones crecen, no está permitido pasar por ciertas calles, bañarse en el río, esconder las posesiones. Y Josef obedece las normas, deambula por la ciudad de su casa a las oficinas de la comunidad, recuerda su amor con Růžena, la convoca a su lado para sentirse acompañado en su soledad, una Růžena que irrumpe en la realidad para contener a Josef o hacerle ver lo estúpido de todo lo que está sucediendo, una Růžena inventada que hace sentir culpable a Josef por su decisión de no acompañarla.

c) La espera y la muerte. Josef trabaja como enterrador en el cementerio con un grupo de judíos que recuerda los viejos tiempos y habla de su próximo destino en el este. Entierran a los muertos, plantan verduras, escuchan las historias de los porteadores, se obsesionan con la muerte. No hacen nada más que seguir las nuevas leyes que los encierran en un mísero espacio. Esperan. Y hacen cualquier cosa por vivir un día más. Y algunos sueñan que al día siguiente se detendrán los convoyes, acabará la guerra y habrán resistido al infierno. Josef se pregunta por esa espera tan extraña, él, que sólo tiene la compañía de un fantasma y de un gato asilvestrado, que mira el cerco de humedad en su buhardilla mientras intenta olvidar el hambre, que ve cómo le es cada vez más difícil seguir las leyes y andar por la ciudad, que se despide de los familiares y amigos llamados a los transportes, él, que no quiere hablar de su muerte y sus muertos y mira el muro que rodea el cementerio y lo aísla por unas horas de su destino.

d) La vida de los otros. Están ellos, un poder invisible que somete a los judíos de Praga. Ellos, sombras sin nombre, son un gesto en un tranvía, un grito en la calle, una risa estridente. Apenas aparecen ellos en Vida con estrella, sus órdenes y notificaciones son enviadas y acatadas a través de la comunidad judía, los nombres de quienes irán en el siguiente transporte leídos en el templo ―de manchas rojas en las paredes―, las posesiones a las que algunos se agarran redistribuidas entre los habitantes de Praga. Ellos carecen de nombre y son el destino de todo un pueblo.
Están los vecinos y conciudadanos de Josef y de las familias judías de Praga, aquellos que miran al suelo para no ver, aquellos que esperan el registro y desalojo de las casas judías para hacerse con las pertenencias dejadas atrás, aquellos que colaboran con el nuevo gobierno y pueden reír a la salida de un restaurante.
Están algunos hombres y mujeres que oponen resistencia ante la ocupación y las medidas del nuevo poder y llenan las calles de panfletos antinazis y esconden a los judíos que deciden plantar cara y no presentarse a los trenes con destino al este, Praga que se divide entre víctimas, sombras sin nombre, colaboracionistas, revolucionarios.

e) Jiri Weil habla del destino, el vagabundeo, las ensoñaciones y las preguntas de un hombre judío en la Praga ocupada por los nazis, de la degradación de la condición humana y de una ciudad en tiempos de guerra, de lo que significa llevar una estrella amarilla en el corazón. Weil escoge a un hombre gris en una situación extrema, un hombre miedoso que no quiso huir con su amor y que busca la redención, presentarse ante sí mismo y ante el fantasma de Růžena como un hombre nuevo y valeroso, alguien capaz de plantar cara. Vida con estrella tiene por momentos trazos de cuento, un hombre solo en un paraje y en unos tiempos tenebrosos y una estrella de tela que marca el destino de quien la lleva. Weil no necesita caracterizar a los nazis ni darles líneas de diálogo, aunque son invisibles su presencia es notable y aterradora, se centra en Josef y su día a día, sus conversaciones imaginadas con Růžena o su gato, los recuerdos de otros tiempos, la presencia de la muerte en las discusiones con sus compañeros enterradores. Josef asumirá una resistencia inesperada, el hombre gris convertido en testigo de la guerra y el exterminio, sus andanzas por la ciudad que usa Weil para mostrar los cambios en la vida cotidiana, las nuevas prohibiciones a los judíos, la espera de los trenes, los encuentros con otros judíos o con antiguos ferroviarios que no entienden el nuevo uso que se da a los trenes. Vida con estrella es ver la solución final nazi a través de una ciudad y un hombre, el horror adentrándose en lo cotidiano. Una novela extraordinaria.









De nuevo vino un enviado con el cometido de recordarme que no me estaba permitido vender ni regalar nada; que debía ser consciente de que mi propiedad no me pertenecía; que, de hecho, no era más que el gestor de mi último atuendo, el 1que llevaba puesto, y de unos zapatos gastados. Gestionaba esos objetos y se me pagaba con su uso. ¡Ya ves! Me había equivocado al pensar que no iban a prestarme atención. Me agazapé entre aquellas paredes agrietadas y me resguardé del frío en el saco de dormir. Únicamente quería dormir, no saber ni escuchar nada. Pero no paraban de pedirme cosas. Así como así. Se me había prohibido circular por determinadas calles en diferentes días: por algunas no podía transitar los viernes; por otras, al contrario, los domingos; por algunas debía pasar rápido y sin detenerme en ningún sitio. Mezclaba los nombres de las calles y de los días. Algunas calles ni siquiera las conocía. Imaginaba que un día pasaría por casualidad por una calle llamada Hermelínová y que, como salido de la nada, aparecería de un salto un guardia que me encerraría, porque la calle Hermelínová estaría en la lista más actualizada de las calles prohibidas, que yo aún no habría leído. Se me había ordenado que no visitara los parques, pero era consciente de no saber diferenciar bien qué era parque y qué no. Había caminos bordeados por arboledas que podían ser considerados jardines, por los que tampoco podía pasar.
Me habría gustado ser un animal. Por las ventanas de la buhardilla veía a los perros jugando en la nieve, veía a un gato arrastrándose despacio por los jardines colindantes, veía a los caballos bebiendo libremente el agua de los cubos, veía a los gorriones volando hacia donde les venía en gana. Los animales no tenían que romperse la cabeza con las calles por las que les estaba permitido transitar.

***

Reflexioné luego sobre las víctimas. Desplumadas, entraban con números al circo. Se entregaban a todo tipo de tribulaciones. Debían saltar, sentarse, escuchar cómo rehilaba el látigo. ¡Qué clase de mártires eran aquellos!
Se negaban a aceptar su tormento. Ni se les pasaba por la cabeza disputarse la corona de espinas. Se habrían conformado con unas rosquillas, ropa remendada y zapatos astrosos. Habían quemado los bancos de la iglesia y quemarían la mismísima arca de la alianza si la tuvieran a mano. Harían el pino si se lo ordenaran y se convertirían a otra religión tres veces por semana si hiciera falta. Deseaban, simplemente, vivir, lo cual no solía ser demasiado pedir hacía algún tiempo. Sin embargo, fueron los elegidos para convertirse en víctimas, para morir por un asunto que no era en absoluto suyo. Yo mismo me encontraba entre ellos y no sabía bien por qué iba a morir exactamente. Habría sido más fácil si lo hubiera sabido. Me enorgullecería de mi muerte, me cubriría con un manto púrpura, la acompañaría de cantos o de gritos de despedida.
Ya no me asombraba que la gente del cementerio no quisiera escucharme. No me asombraba que no quisieran buscar una vía de escape. Contemplaban el terremoto. Observaban cómo se desplomaban sus casas y cómo los incendios consumían sus pertenencias. Miraban cómo el diluvio inundaba el suelo que pisaban. Estaban ya embotados por la espera, temblando un día sí y otro también hasta que los llamaran. Era ridículo gritar a los muertos para que se pusieran en pie. No servía de nada.

Jiři Weil. Vida con estrella. Traducción de Patricia Gonzalo de Jesús. Editorial Impedimenta.

martes, 8 de agosto de 2017

En mitad de la noche un canto. Jiří Kratochvil

Hay dos voces que hurgan en el pasado y hablan del final de la guerra, la ciudad de Brno y los cambios políticos de una tierra que acabará escindida, los padres muertos o exiliados la muerte y el exilio hermanados, las madres cohibidas y solitarias que sobreviven a sus recuerdos de la guerra, los laberintos borgianos y pulgas gigantes y trucos de magia que son una mezcla de realidad, sueño y mentira, porque las voces y sus recuerdos confluyen en una misma persona, y a esa confluencia llegan dos mundos en apariencia distintos y docenas de historias extrañas, grotescas, circenses—, historias que describen la búsqueda de una identidad propia, el intento de comunicarse con los moribundos para encontrar al padre perdido y creer en señales y destinos que guían los pasos, un mundo subterráneo y mágico que sólo los niños o los locos son capaces de ver.

En mitad de la noche un canto es una novela extraña y fascinante, entras en un terreno donde lo onírico y lo real se dan la mano y no sabes qué es verdad y qué mito, las dos voces narradores se alternan en los capítulos, una —con un lenguaje conciso y ortodoxo— cuenta su concepción en el final de la guerra, la violación de su madre por un grupo de soldados y el atisbo del verdadero padre —donde verdadero es leyenda—, la otra —su escritura libre e impulsiva— habla de un padre exiliado y la vigilancia a la que serán sometidos esposa e hijo, la orfandad que llega por la ausencia y el silencio del padre huido, cada capítulo un pequeño relato corto, un recuerdo que es duda y luz y oscuridad, la creación de un mundo poblado por seres insólitos, por amores fuera de las historias convencionales, por un halo a veces mágico, a veces de pesadilla —y recorriendo subterráneamente  este mundo, dos relojes, uno angelical y otro murcielaguil que, unidos, pueden iniciar el tiempo de los muertos.

Hay un momento donde el narrador se pregunta si es lo narrado o el narrador, si existe algo fuera de sus cartas al padre, ese padre exiliado o muerto según la voz que narre el capítulo, la pregunta, también, sobre quién es y si ha ocurrido todo lo descrito, la sensación de que En mitad de la noche un canto son fragmentos de ensoñaciones, cartas, reflejos de una imagen desdoblada, la búsqueda de la identidad propia, el mundo onírico que irrumpe como forma de defensa y la imaginación un refugio —fuera de ese refugio, el final de la segunda guerra mundial, la orfandad, las calles de Brno donde iniciar una búsqueda quimérica del padre y la patria, asistir a la evolución de Checoslovaquia con la llegada del comunismo.

El humor absurdo, la ternura, lo grotesco y kafkiano, las voces desdobladas y la identidad perdida, la invención y la mitificación de la figura del padre y de la propia figura, la magia en la realidad y la realidad que nunca llega a estar del todo clara y definida, los momentos de un sencillo lirismo entre el esperpento, los paisajes oscuros y la cotidianeidad gris y el luminoso, mágico y falso mundo de la memoria, la primera lectura de Kratochvil ha sido un valioso hallazgo.









fue su último verano feliz en tierra morava, y tuve la oportunidad de pasar con él una migaja de aquel verano, me llevó de vacaciones durante una semana, nos alojábamos en casa del guardabosques Klein, nos levantábamos temprano, nos calzábamos las botas de caña alta e íbamos a través de un prado pantanoso hasta el pantano de Mlynský, el prado chapoteaba bajo mis pies y los destellos de la superficie del pantano estaban tan cerca que tenía la desagradable sensación de que en cualquier momento el agua nos cubriría muy por encima de la cabeza, y cuando me detuve durante un instante para echar la vista atrás, vi la muralla de robles centenarios, en cuyas copas se había detenido el sol, y bajo las ramas inferiores extraños animales diminutos que no nos quitaban ojo, y de repente supe que aquello que en ese momento estaba viendo y que abarcaba con la mirada era lo más importante de mi vida, un mundo fuera del cual jamás habría nada, y que estábamos en él papá y yo, para siempre, únicamente nosotros dos solos, en un espacio que llenaba de luz el sol de la mañana
y hasta muchos años después no comprendí que aquel momento singular en el prado, frente al pantano, era una jaula de tiempo, y que aún hoy sigo correteando por ella igual que el salvaje perro dingo, o, como solía decir papá de cachondeo, el salvaje terror pingo

***

Hace ya tiempo que vengo observando en mí mismo un proceso imparable del cual forma parte la desaparición y extinción de mi capacidad para controlar mediante la magia las cosas, las plantas, los animales y a la gente que me rodea. Poco antes de que naciera me movía en esa capacidad como en el líquido amniótico, y después de nacer estaba envuelto en ella hasta tal punto que podría haberla recogido con un cubo, pero ahora apenas me llega a los tobillos y puedo llenar como mucho un perol de añoranza por aquellos tiempos tan lejanos.
Y parece que comencé a perder mis poderes en el instante en que empecé a tener conciencia de ellos. Seguramente que hay entre ambos hechos relación directa: cuanto menos sabía, más podía. Y como niño recién nacido, todavía añusgándose con la mucosidad y las lágrimas, era capaz de revivir las cosas muertas que estaban a mi alrededor, interfería en el destino de personas cercanas y lejanas, y puede que incluso llegara a desviar las estrellas de su órbita, a desencadenar erupciones solares, a tocar con mis impacientes manitas la tierra allí donde después nunca más volvió a crecer la hierba, a remolcar con mis ojos una nube radioactiva por el firmamento y a revolcarme en mis sueños con gigantescos animales nunca vistos. Aquéllos fueron los días más felices de mi vida, hoy cubiertos hace ya tiempo por el membranoso olvido. Y cuando más tarde, a los cuatro años —después de mi visita al circo de pulgas—, tomé conciencia de mis poderes, fue todo de mal en peor.
Por supuesto, sé cómo funciona todo esto en realidad. Heredé estos poderes de mi padre hace mucho tiempo. Él, y sólo él, es el donante directo. Y como me distancio cada vez más de mi padre, llegarán ya pronto a su fin. Y me quedan ya en su mayoría tan sólo trucos de segunda clase, de pacotilla.
Jiří Kratochvil. En mitad de la noche un canto. Traducción de Patricia Gonzalo de Jesús. Editorial Impedimenta.