Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 17 de junio de 2017

silencio ciego

Empezó con pequeños olvidos, alguna palabra que no acaba de recordar, la confusión en el nombre de las calles, las compras que se quedaban a la mitad. En los primeros días me miraba traviesa, como una niña cogida en renuncio, se divertía con sus despistes y describía a aquellos días como sus días misterbean. Luego, me cogía de la mano para no sentirse perdida o se quedaba quieta en mitad del pasillo, la mirada sorprendida, ella que parecía sumida en las tinieblas y pedía ayuda, un faro, un camino de vuelta. Una vez pusimos un nombre a sus olvidos sacamos nuestros recuerdos de los armarios y las cajas. Superponíamos cartas, fotografías, collages, postales, tapas de libros, mapas y cuadernos en las paredes, una vida en exposición. Bajo una fotografía suya de aquellos días donde hicimos el camino al fin del mundo había una postal de nuestra hija con su letra infantil y un puñado de hojas secas de cuando recogíamos piedras y hojas y flores para crear nuestros amuletos y rituales. Cada día repasábamos una parte de la casa, nuestros primeros viajes, los mapas con cruces a bolígrafo, los cuadros comprados en la calle, las viejas cartas de Tarot que hablaban de buenas energías o de algo que estaba por empezar. Ella se despedía de su vida, yo me despedía de nosotros. Nos mirábamos y sabíamos que nuestro pasado empequeñecía. Nuestro pasado y ella. Llegaron los días del terror y la confusión, su vida plegada en miles de dobleces, los tiempos y las caras desajustados, los silencios como única conversación. Veía cómo su cuerpo menguaba poco a poco y su mirada perdía la calidez de las emociones. Una vez me confundió con nuestra hija. Me abrazó y me susurró un cuento para dormir y me habló de dioses convertidos en rocas, dioses tumbados en la costa norte, sus pies que sobresalían en el mar y la cara pétrea que observaba el cielo, esperando el momento de volver a la vida y tomar aquella tierra de nuevo, me dijo que no tuviese miedo de esos dioses, de su silencio ciego, que ellos y yo éramos parte del universo y que ese universo nos enviaba señales, sólo que a veces no sabíamos cómo interpretarlas. Ella me susurraba y yo le agarraba la mano con fuerza, creía que así la retendría en mi presente. O se despertaba de noche llorando porque volvía a ser niña y tenía miedo a la muerte, no a su muerte, sino a la mía, decía que no quería verme morir, tampoco a mamá o los abuelos. Su voz  pura y triste se parecía a la de nuestra hija cuando tuvo el mismo miedo, hace ya medio siglo. Volví a ser el padre de una niña aterrorizada, y le conté lo mismo que a ella, que yo tardaría muchos años en morir, que la muerte formaba parte de la vida, que no era un final sino un inicio, le hablé del pueblo de mi padre, la costumbre de plantar un árbol por cada nacimiento y cómo, con los años y el abandono, aquellos árboles pasaron de celebrar la vida a recordar ausencias y muerte y, si te sentabas bajo su sombra, los muertos nos hablaban a través de ellos en los días de viento, porque el viento y los árboles conformaban su lenguaje. Y como a nuestra hija, le prometí que iríamos a la casa de mi padre a plantar un árbol, un carballo que crecería a la par que ella y que le serviría como mediador entre los vivos y los muertos. Su mirada se apaciguó, quería ser árbol y aprender el lenguaje del viento. Iremos en tren, me dijo, y yo asentí. Y en el tren reía con el traqueteo o se sorprendía con una luz solitaria en el horizonte o con alguien que nos saludaba al vernos pasar en mitad del atardecer. O se agazapaba y se quedaba inmóvil. La guié por el pueblo de casas de piedra y tejas de pizarra. Acariciaba la palma de su mano con mi dedo índice, aquel gesto de nuestros primeros días, y ella a veces asentía y a veces miraba las casas y a mí extrañada. Nos sentamos bajo el carballo que planté años atrás para mitigar el miedo de una niña de cinco años. Pensé en lo que me dijeron con la primera muerte, que el dolor purifica. Veía las ramas desnudas del carballo y los restos de nuestras iniciales grabadas en el tronco, veía a mi mujer retraída en un lugar inaccesible. El dolor no purifica, el dolor arrasa y deja un vacío que se agranda cada día, el dolor permanece y aprendes a convivir con él. Allí, bajo el carballo, los dos en silencio, escuchamos la voz de nuestra hija en el viento y las ramas.

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