Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

lunes, 20 de febrero de 2017

Las pequeñas virtudes. Natalia Ginzburg


Hay algo excepcional en los primeros textos de Las pequeñas virtudes, ejercicios de memoria de una Italia en la segunda guerra mundial. Ginzburg recuerda sus días exiliados forzosos en los Abruzos, antes del regreso a la ciudad, antes de la tortura y muerte de su marido, del final de la guerra y el dolor. Extraños en una tierra que no es la suya, Ginzburg habla de un paisaje que acaba por reconocer, de la nostalgia y las huellas de su vida anterior, de los personajes curiosos que la saludan cada día, el carpintero que construía ataúdes, la muchacha de la limpieza, una pocas páginas donde la escritura es límpida y sencilla, evocadora y triste, y te colocan en el ánimo de un tiempo concreto. El final de Invierno en los Abruzos, el texto con el que se abre Las pequeñas virtudes, es asombroso

El final del invierno despertaba en nosotros una especie de inquietud. Quizá alguien vendría a visitarnos: quizá por fin ocurriría algo. Nuestro exilio tenía que acabar alguna vez. Los caminos que nos separaban del mundo parecían más cortos; el correo llegaba con más frecuencia. Todos nuestros sabañones se curaban lentamente.
Existe una cierta uniformidad monótona en los destinos de los hombres. Nuestras existencias se desarrollan según leyes antiguas e inmutables, según una cadencia propia, uniforme y antigua. Los sueños no se hacen nunca realidad, y en cuanto los vemos rotos, comprendemos de repente que las mayores alegrías de nuestra vida están fuera de la realidad. En cuanto vemos rotos nuestros sueños, nos consume la nostalgia por el tempo en que bullían dentro de nosotros. Nuestra suerte transcurre en ese alternarse de esperanzas y nostalgias.
Mi marido murió en Roma en la cárcel de Regina Coeli, pocos meses después de que dejáramos el pueblo. Ante el horror de la muerte solitaria, ante las angustiosas alternativas que precedieron a su muerte, yo me pregunto si esto nos ocurrió a nosotros, a nosotros que comprábamos las naranjas en la tienda de Giró y nos paseábamos por la nieve. Entonces yo tenía fe en un porvenir fácil y alegre, lleno de deseos satisfechos, de experiencias y de empresas comunes. Pero aquella fue la mejor época de mi vida y solo ahora que ha pasado para siempre, solo ahora, lo sé.



Los siguientes textos son igualmente hermosos y tristes, Los zapatos rotos, que simbolizan un cambio con el pasado, una forma de ver aquel presente de una época de totalitarismos y guerra y cómo afectaba a la población anónima. O Retrato de un amigo, sobre Pavese (y Turín), un admirable texto donde escritor y lugar se confunden, dos entidades donde prevalecen la niebla, una belleza extraña y la sombra de la muerte, la sencillez y emoción de Ginzburg al hablar de su amigo y asociarlo a la ciudad, su regreso a Turín y saber que ya quedan pocas cosas vivas a las que asirse. La escritura de Ginzburg es contención y fluidez, hablar con emoción pero sin sensiblería.


La ciudad que amaba nuestro amigo sigue siendo la misma. Ha habido algún cambio, pero se trata de cambios menores: han puesto trolebuses, han hecho algún paso subterráneo. No hay cines nuevos. Siguen estando los antiguos, con los nombres de entonces: nombres que al repetirlos vuelven a despertar en nosotros la juventud y la infancia. Nosotros ahora vivimos en otra parte, en otra ciudad muy distinta, y más grande. Si nos encontramos y hablamos de nuestra ciudad, lo hacemos sin pena por haberla dejado, y decimos que ahora ya no podríamos vivir allí. Pero cuando regresamos, nos basta con cruzar el vestíbulo de la estación y caminar por la niebla de las avenidas para sentirnos como en nuestra casa y sentir, al mismo tiempo, que nosotros ya no tenemos motivos para estar en nuestra casa, porque aquí en nuestra casa, en nuestra ciudad, en la ciudad donde pasamos la juventud ya quedan pocas cosas vivas, y nos recibe una multitud de recuerdos y de sombras.


La primera parte de Las pequeñas virtudes termina con un par de textos sobre Inglaterra, el hollín de las ciudades y el campo impoluto, los restaurantes con nombres extranjeros y la comida sosa, la melancolía de una tierra que parece buscar la perfección y que se queda en algo intermedio. El último texto, Él y yo, sobre su segundo marido, es a la vez divertido y amargo, la contraposición de marido y mujer y el paso del amor. Termino la primera parte de Las pequeñas virtudes y me asombra la sencillez y la palabra justa de Ginzburg, su apego a lo cotidiano, su manera de acercarse al exilio, la muerte, la memoria, sin excesos ni palabrería.

El hijo del hombre abre la segunda parte y lo hace con un texto corto y contundente, la forma en la que la guerra ha cambiado a una generación, cómo es imposible mentir a los hijos con mundos oníricos cuando los mismo hijos han sido despertados a medianoche para huir. (Y ahora somos gentes sin lágrimas. Lo que conmovía a nuestros padres ya no nos conmueve en absoluto. Nuestros padres y la gente mayor que nosotros nos reprochan la forma que tenemos de criar a los niños. Querrían que mintiésemos a nuestros hijos como ellos nos mentían a nosotros. Querrían que nuestros niños se divirtieran con muñecos de felpa en graciosos cuartos pintados de rosa, con arbolitos y conejos pintados en las paredes.  Querrían que cubriéramos de velos y mentiras su infancia, que mantuviésemos para ellos cuidadosamente oculta la realidad en su verdadera sustancia. Pero nosotros no lo podemos hacer. No podemos hacerlo con niños a los que hemos despertado en plena noche y hemos vestido nerviosamente en la oscuridad, para escapar y escondernos o porque la sirena de la alarma desgarraba el aire. No lo podemos hacer con niños que han visto el espanto y el horror en nuestra cara. No podemos ponernos a contarles a estos niños que los hemos encontrado en una col que quien ha muerto ha emprendido un largo viaje). En Mi oficio, Ginzburg recuerda su acercamiento a la escritura y su manera de entenderla, donde no hay que estafar con palabras ajenas a nosotros. Los últimos textos son realmente asombrosos. En Las relaciones humanas Ginzburg habla de ese viaje de la infancia a la maternidad, el mundo de los niños que se alejan de los padres, que buscan su propia identidad, que descubren los primeros dolores y los primeros amores y se separan de ellos para llegar a otros nuevos y acaban por ver en sus hijos aquella mirada dura que ellos dirigían a sus padres. Y Las pequeñas virtudes, donde se habla de la relación entre padres e hijos, de la educación y la verdadera importancia del dinero, del peligro de convertir a los hijos en copias y marionetas nuestras.


Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber.
Sin embargo, casi siempre hacemos lo contrario. Nos apresuramos a enseñarles el respeto a las pequeñas virtudes, fundando en ellas todo nuestro sistema educativo. De esta manera elegimos el camino más cómodo, porque las pequeñas virtudes no encierran ningún peligro material, es más, nos protegen de los golpes de la suerte. Olvidamos enseñar las grandes virtudes y, sin embargo, las amamos, y quisiéramos que nuestros hijos las tuviesen, pero abrigamos la esperanza de que broten espontáneamente en su ánimo, un día futuro, pues las consideramos de naturaleza instintiva, mientras que las otras, las pequeñas, nos parecen el fruto de una reflexión, de un cálculo, y por eso pensamos que es absolutamente necesario enseñarlas.



Las pequeñas virtudes y la escritura de Ginzburg son excepcionales, la primera gran sorpresa lectora de este año. La edición de Círculo de lectores viene acompañada por las ilustraciones de Eva Vázquez, hermosas y evocadoras.
Natalia Ginzburg. Las pequeñas virtudes. Traducción de Celia Filipetto. Ilustrado por Eva Vázquez. Círculo de lectores.

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