Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 27 de enero de 2017

Elie Wiesel en La noche

Ni pensar en acostarse, o tan siquiera sentarse todos. Se decidió sentarse por turno. El aire estaba enrarecido. Felices aquellos que se encontraban cerca de una ventana y veían desfilar el paisaje en flor.
Al cabo de dos horas de viaje, comenzó a torturarnos la sed. Después el calor se volvió insoportable.
Liberados de toda interdicción social, los jóvenes se entregaban abiertamente a sus instintos y, a favor de la oscuridad, se unían en medio de nosotros, despreocupados de todo, solos en el mundo. Los demás simulaban no ver nada. Nos quedaban provisiones. Pero nunca se comía hasta satisfacer el hambre. Economizar era nuestro lema, economizar para el día siguiente. El día siguiente podía ser peor todavía.
El tren se detuvo en Kashau, una pequeña ciudad en la frontera checoslovaca. Comprendimos entonces que no nos íbamos a quedar en Hungría. Nuestros ojos se abrieron demasiado tarde.
La puerta del vagón se corrió. Se presentó un oficial alemán acompañado por un teniente húngaro, que traduciría sus palabras:
—Desde este momento ustedes están bajo la autoridad del Ejército alemán. Aquel que todavía posea oro, plata, relojes, tendrá que entregarlos ahora. Aquel a quien después se le encuentre cualquiera de estas cosas será fusilado inmediatamente. Segundo: aquel que se encuentra enfermo puede pasar al vagón-hospital. Eso es todo.
El teniente húngaro pasó entre nosotros con una canastilla y recogió los últimos bienes de aquellos que no querían sentir más el gusto amargo del terror.
—Ustedes son ochenta en el vagón —agregó el oficial alemán—. Si falta alguno, todos serán fusilados como perros…
Se fueron. Las puertas volvieron a cerrarse. Habíamos caído en la trampa hasta el cuello. Las puertas estaban clavadas, el camino de retorno definitivamente cortado. El mundo era un vagón herméticamente cerrado.
Con nosotros estaba cierta señora Schächter, mujer de unos cincuenta años, y su hijo, de diez, acurrucados en un rincón. Su marido y sus dos hijos mayores habían sido deportados en el primer transporte, por error. Esa separación la había trastornado por completo.
Yo la conocía bien. A menudo había venido a nuestra casa: una mujer apacible, de ojos ardientes y acariciadores. Su marido era un hombre piadoso, que pasaba días y noches en la casa de estudios y era ella quien trabajaba para sostener a los suyos.
La señora Schächter había perdido la razón. El primer día de nuestro viaje ya había comenzado a gemir, a preguntar por qué la habían separado de su familia. Más tarde, sus gritos se volvieron histéricos.
La tercera noche, mientras dormíamos sentados unos contra otros y algunos de pie, un grito agudo traspasó el silencio:
—¡Fuego! ¡Veo fuego! ¡Veo fuego!
Hubo un momento de pánico. ¿Quién había gritado? Era la señora Scháchter. En medio del vagón, en la pálida claridad que se filtraba por las ventanas, se asemejaba a un árbol seco en un campo de trigo. Señalaba la ventana con el brazo y aullaba:
—¡Miren! ¡Oh, miren! ¡Ese fuego! ¡Un fuego terrible! ¡Tengan piedad de mí, ese fuego!
Los hombres se colgaron de los barrotes. No se veía nada, salvo la oscuridad.
Durante largo rato seguimos impresionados por ese terrible despertar. Continuábamos temblando. A cada chirrido de las ruedas sobre las vías, nos parecía que un abismo se abriría bajo nuestros cuerpos. No pudiendo apaciguar nuestra angustia tratamos de consolarnos: «Está loca, la pobre…». Le habían colocado un trapo mojado sobre la frente para tranquilizarla. A pesar de todo, seguía gritando: «¡Ese fuego! ¡Ese incendio!…».
Su hijito lloraba, se agarraba de su falda y trataba de tomarle las manos: «¡No es nada, mamá! No es nada… Siéntate…». Me producía más pena que los gritos de su madre. Las mujeres trataron de calmarla: «Va usted a encontrarse con su marido y sus hijos… Dentro de algunos días…».
Ella continuaba gritando, jadeante, con la voz entrecortada por los sollozos: «¡Judíos, escúchenme! ¡Veo fuego! ¡Qué llamas! ¡Qué hoguera!». Como si un alma maldita hubiera entrado en ella y hablara desde el fondo de su ser.
Intentamos explicarlo, para tranquilizarnos, para recuperar nuestro propio aliento más que para consolarla: «¡Es que debe de tener tanta sed la pobre! Es por eso que habla del fuego que la devora…».
Pero todo era en vano. Nuestro terror era tal que podría hacer estallar las paredes del vagón. Nuestros nervios se aflojaban. La piel nos dolía. Era como si también a nosotros nos invadiera la locura. No podíamos más. Algunos jóvenes la hicieron sentar a la fuerza, la ataron y le pusieron una mordaza en la boca.
Volvió a reinar el silencio. El niño, sentado junto a su madre, lloraba. Yo volví a respirar normalmente. Se oían las ruedas que marcaban sobre los rieles el ritmo monótono del tren atravesando la noche. Podíamos volver a dormitar, a descansar, a soñar…
Así transcurrieron una hora o dos. Un nuevo grito nos cortó la respiración. La mujer se había liberado de sus ataduras y aullaba más fuertemente que antes:
—¡Miren ese fuego! Llamas, llamas por todas partes… Otra vez los jóvenes la ataron y amordazaron. Hasta le dieron algunos golpes. Algunos les aprobaban:
—¡Que se calle, esa loca! ¡Que cierre esa boca! ¡Aquí no está sola! ¡Que cierre el pico!
Le asestaron muchos golpes en la cabeza, golpes como para matarla. Su hijito se aferraba a ella, sin gritar, sin decir palabra. Ya no lloraba siquiera.
Una noche que no tenía fin. Al alba, la señora Scháchter se había calmado. Acurrucada en su rincón, con la mirada atontada o escrutando el vacío, ya ni nos veía.
Durante todo el día permaneció así, muda, ausente, aislada de todos. Al caer la noche, volvió a aullar: «¡Ahí, el incendio!». Señalaba un punto en el espacio, siempre el mismo. La gente se había cansado de darle golpes. El calor, la sed, los olores pestilentes, la falta de aire nos ahogaban, pero todo eso no era nada comparado con esos gritos desgarradores. Unos días más y nos habríamos puesto a aullar también.
Pero llegamos a una estación. Los que estaban cerca de las ventanas nos dieron el nombre de la estación:
—Auschwitz.
Nadie había oído jamás ese nombre.
El tren no siguió. La tarde pasó lentamente. Luego se descorrieron las puertas del vagón. Dos hombres podían bajar para buscar agua.
Cuando volvieron, relataron que habían podido enterarse, a cambio de un reloj de oro, que era el punto terminal. Iban a hacernos bajar. Había un campo de trabajo. En buenas condiciones. Las familias no serían desmembradas. Solo los jóvenes irían a trabajar a las fábricas. Los ancianos y los enfermos serían ocupados en los campos.
El barómetro de la confianza dio un salto. Era la súbita liberación de todos los terrores de las noches precedentes. Dieron gracias a Dios.
La señora permanecía en su rincón, retorciéndose, muda, indiferente a la confianza general. Su pequeño le acariciaba la mano.
El crepúsculo comenzó a invadir el vagón. Nos pusimos a comer nuestras provisiones. A las diez de la noche, cada uno buscó una posición conveniente para dormitar y poco después todo el mundo dormía. De pronto:
—¡Fuego! ¡El incendio! ¡Mírenlo!…
Despertando sobresaltados, nos precipitamos a la ventana. Esta vez nuevamente, aunque fuera por un instante, le habíamos dado crédito. Pero afuera solo se veía la noche oscura. Volvimos a nuestro sitio, con la vergüenza en el alma, pero a pesar de todo atormentados por el miedo. Como ella continuara aullando, volvimos a castigarla y con gran dificultad conseguimos hacerla callar.
El responsable de nuestro vagón llamó a un oficial alemán que se paseaba por el andén y le pidió que trasladaran a la enferma al vagón-hospital.
—Paciencia —respondió el otro—, paciencia. Pronto la trasladarán.
Alrededor de las once el tren volvió a ponerse en movimiento. Todos se apretujaron contra las ventanas. El convoy avanzaba lentamente. Un cuarto de hora más tarde, de nuevo aminoró la marcha.
Desde las ventanas se divisaban alambradas de púas; comprendimos que debía de ser el campo.
Habíamos olvidado la existencia de la señora Schächter. De pronto, oímos un aullido terrible:
—¡Judíos, miren! ¡Miren ese fuego! ¡Miren esas llamas!
Y como el tren se había detenido, esta vez, en el cielo negro, vimos las llamas que salían de una alta chimenea.
Hasta la señora Schächter se había callado. Muda, indiferente, ausente, había vuelto a su rincón.
Miramos las llamas en la oscuridad. Un olor abominable flotaba en el aire. De pronto, las puertas se abrieron. Unos curiosos personajes, vestidos con chaquetas rayadas y pantalones negros, saltaron a los vagones. En sus manos, una lámpara eléctrica y un bastón. Empezaron a golpear a diestra y siniestra, antes de gritar:
—¡A bajar todo el mundo! ¡Dejen el vagón! ¡Rápido!
Saltamos afuera. Dirigí una postrera mirada a la señora Schächter.
Su hijito la tenía de la mano.
Ante nosotros, esas llamas. En el aire, ese olor a carne quemada. Debía de ser medianoche. Habíamos llegado. A Birkenau.
Elie Wiesel. La noche. Traducción de Fina Warschaver. Austral.

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