Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 28 de enero de 2017

Fascinación. Don DeLillo

En la superficie, Fascinación me recuerda a El halcón maltés. Como en la historia de Hammett, está la búsqueda de un puñado de personajes tras un objeto mítico, una película erótica rodada en el búnker de Hitler días antes de la derrota alemana. Marchantes, periodistas, senadores, nuevos ricos, agentes de espionaje que se lanzan a una aventura homérica, a rastrear pistas que llevan a unos contra otros, que muestran el doble o triple juego de alguno de los personajes y la catadura moral de cada uno de ellos, seres mezquinos o crueles o simples curiosos que esperan encontrar los últimos días del régimen nazi (y que en esos últimos días haya orgias y violencia, una despedida salvaje de la vida). En esa superficie de la historia, Fascinación funciona como aventura, se sigue con interés los diferentes caminos de los personajes y las máscaras que esconden cada uno de ellos, el misterio que hay en la película, la pregunta de si realmente existe y, si es así, si encontrarán las imágenes que esperan, el abandono de alguno de ellos a seguir con la búsqueda, primero atraídos por el contenido, luego desgastados y cansados del juego de espías, violencia y traiciones, la resolución final donde se muestran las imágenes y la confrontación con un momento real del pasado.

Bajo la superficie, DeLillo habla del miedo, el erotismo, la tecnología y el terrorismo, temas que reconozco en las posteriores Ruido de fondo y Mao II. Hay una corriente oculta en la que se mueven los personajes, aparatos tecnológicos como intento de controlar la sociedad, cámaras en calles y tiendas, buscas que localizan a las personas, una realidad donde la tecnología ejerce de gran hermano y a aquellos que vigila en vulnerables y cercanos a la paranoia. Uno de los personajes llega a decir Cuando la tecnología alcanza cierto nivel, la gente comienza a adquirir conciencia criminal, la tecnología como punto desestabilizador, la incomprensión ante una herramienta nueva y desconocida. DeLillo y su forma de ver la tecnología como algo desestabilizador, kafkiano y cruel, máquinas sin emociones que dictan  nuestra vida y nuestros miedos, que recrean una realidad alternativa, y el ser humano que asiste a este auge de la tecnología con la sensación de dar pasos a ciegas en un entorno desconocido.


―Cuando la tecnología alcanza cierto nivel, la gente comienza a adquirir conciencia criminal ―dijo―. Alguien anda tras nuestra pista, quién sabe si los ordenadores. La policía mecánica, acaso. No hay modo de librarse de la investigación. Toda la información relativa a tu persona y a tu existencia se ha recogido o está siendo recogida. Bancos, compañías de seguros, organizaciones financieras, organismos fiscales, oficinas de pasaportes, servicios de información, agencias de policía, investigadores… Es algo parecido a lo que le decía antes. Las máquinas nos hacen vulnerables. Si imprimen un informe en el que se afirma que somos culpables, somos culpables. Pero aún va más allá, ¿no es cierto? Es su presencia misma, el hecho mismo de que existan, la superabundancia de tecnología, lo que nos hace pensar que delinquimos. Tan sólo el hecho de que tales cosas puedan existir a un nivel extendido. Los procesadores, los escáneres, los clasificadores. Basta y sobra para hacernos sentir como unos criminales. Qué capacidad tan enorme. Qué programas tan complejos. Y aún nadie que nos lo explique.

El título original de Fascinación es Running dog, perro acosado o sarnoso, que hace referencia a los americanos que huían tras el final de la guerra de Vietnam. Si en Dog soldiers, una novela cercana en el tiempo a la de DeLillo, los personajes de Stone se convertían en traficantes y asesinos tras su vuelta de Vietnam, en Fascinación está Selvy, un agente que descubre que todo su entrenamiento estaba destinado a aprender a morir, como un antiguo samurái, está Mudger, un veterano dentro de una espectral agencia gubernamental, está Levi, un soldado torturado por los vietnamitas y que aprendió a meditar, está Lightborne, un marchante de arte erótico que sabe que es el movimiento lo que hace diferente al erotismo, está Moll Robbins, una periodista de una publicación radical (Running dog) y que se encuentra en mitad de un mundo de apariencias, está Lomax, capaz de tratar y trabajar con cada banda, personajes a la búsqueda del santo grial en forma de película.

Son los años setenta y DeLillo se cuestiona sobre el poder de la tecnología y su influencia en la realidad, el miedo a la muerte, el terror que anida en pequeños grupos aislados, la realidad de unas imágenes en blanco y negro que son invendibles por ser un instante donde no hay sexo o muerte, presenta un mundo turbio y violento y un puñado de personajes que no hacen más que orbitar alrededor de una leyenda.








―De algún modo, resulta inocente, ¿no cree?
―No se mueve –dijo Lightborne.
―¿No se mueve?
―Movimiento, acción, fotogramas por segundo. Para bien o para mal, ésa es la época en la que vivimos. Esto nos parece un poco inútil. Se limita a estar ahí. Consiste únicamente en masa y peso corporal.
―Pura gravedad.
―Desde luego. Las cosas no alcanzan un erotismo completo a no ser que posean capacidad de movimiento. Una mujer cruzándose de piernas vuelve loco a los hombres. Se mueve, ¿comprende? Movimiento, actividad, cambios de postura. Hoy en día, necesitamos de todo eso para obtener un erotismo integral.

***

Entras en un banco y te filman —dijo Lightborne—. Entras en unos grandes almacenes y te filman. Lo vemos cada vez más. Entras en un probador a cambiarte de ropa y hay alguien observándote a través de un espejo falso. Y no sólo a los clientes, atención. También vigilan a los empleados: los espían con cámaras ocultas. Entra con el coche en cualquier sitio. Radares, controles computerizados del tráfico. Se internan en el útero y toman fotografías. En todas partes. ¿Qué gira constantemente en torno al planeta? Satélites espía, globos sonda, aviones U-2. ¿Y qué hacen? Tomar fotos. Filmar el mundo entero.

***

Moll desconfiaba de las grandes cruzadas. En el fondo de la mayoría de las grandes búsquedas obsesivas subyacía cierta deficiencia vital, cierta mezquindad de espíritu, por parte del perseguidor en cuestión.
Sentada en la oscuridad, podía oír a Odell trasteando con el proyector.
Más deprimentes aún que la naturaleza de cualquier búsqueda eran sus probables resultados. Ya persiguiera la gente un objeto de algún tipo, o una situación interna o una respuesta o un estado de ánimo, casi siempre resultaba decepcionante. Al final, la gente chocaba consigo misma. Siempre consigo misma. Claro está que los había que creían que la búsqueda en sí era lo único que importaba. Que la búsqueda era la recompensa.
Lightborne no hubiera estado de acuerdo. Lightborne, estaba segura, quería un producto comercializable. Lightborne no estaba en aquel negocio por su atractivo existencialista.
Don DeLillo. Fascinación. Traducción de Gian Castelli Gair. Austral.

viernes, 27 de enero de 2017

Elie Wiesel en La noche

Ni pensar en acostarse, o tan siquiera sentarse todos. Se decidió sentarse por turno. El aire estaba enrarecido. Felices aquellos que se encontraban cerca de una ventana y veían desfilar el paisaje en flor.
Al cabo de dos horas de viaje, comenzó a torturarnos la sed. Después el calor se volvió insoportable.
Liberados de toda interdicción social, los jóvenes se entregaban abiertamente a sus instintos y, a favor de la oscuridad, se unían en medio de nosotros, despreocupados de todo, solos en el mundo. Los demás simulaban no ver nada. Nos quedaban provisiones. Pero nunca se comía hasta satisfacer el hambre. Economizar era nuestro lema, economizar para el día siguiente. El día siguiente podía ser peor todavía.
El tren se detuvo en Kashau, una pequeña ciudad en la frontera checoslovaca. Comprendimos entonces que no nos íbamos a quedar en Hungría. Nuestros ojos se abrieron demasiado tarde.
La puerta del vagón se corrió. Se presentó un oficial alemán acompañado por un teniente húngaro, que traduciría sus palabras:
—Desde este momento ustedes están bajo la autoridad del Ejército alemán. Aquel que todavía posea oro, plata, relojes, tendrá que entregarlos ahora. Aquel a quien después se le encuentre cualquiera de estas cosas será fusilado inmediatamente. Segundo: aquel que se encuentra enfermo puede pasar al vagón-hospital. Eso es todo.
El teniente húngaro pasó entre nosotros con una canastilla y recogió los últimos bienes de aquellos que no querían sentir más el gusto amargo del terror.
—Ustedes son ochenta en el vagón —agregó el oficial alemán—. Si falta alguno, todos serán fusilados como perros…
Se fueron. Las puertas volvieron a cerrarse. Habíamos caído en la trampa hasta el cuello. Las puertas estaban clavadas, el camino de retorno definitivamente cortado. El mundo era un vagón herméticamente cerrado.
Con nosotros estaba cierta señora Schächter, mujer de unos cincuenta años, y su hijo, de diez, acurrucados en un rincón. Su marido y sus dos hijos mayores habían sido deportados en el primer transporte, por error. Esa separación la había trastornado por completo.
Yo la conocía bien. A menudo había venido a nuestra casa: una mujer apacible, de ojos ardientes y acariciadores. Su marido era un hombre piadoso, que pasaba días y noches en la casa de estudios y era ella quien trabajaba para sostener a los suyos.
La señora Schächter había perdido la razón. El primer día de nuestro viaje ya había comenzado a gemir, a preguntar por qué la habían separado de su familia. Más tarde, sus gritos se volvieron histéricos.
La tercera noche, mientras dormíamos sentados unos contra otros y algunos de pie, un grito agudo traspasó el silencio:
—¡Fuego! ¡Veo fuego! ¡Veo fuego!
Hubo un momento de pánico. ¿Quién había gritado? Era la señora Scháchter. En medio del vagón, en la pálida claridad que se filtraba por las ventanas, se asemejaba a un árbol seco en un campo de trigo. Señalaba la ventana con el brazo y aullaba:
—¡Miren! ¡Oh, miren! ¡Ese fuego! ¡Un fuego terrible! ¡Tengan piedad de mí, ese fuego!
Los hombres se colgaron de los barrotes. No se veía nada, salvo la oscuridad.
Durante largo rato seguimos impresionados por ese terrible despertar. Continuábamos temblando. A cada chirrido de las ruedas sobre las vías, nos parecía que un abismo se abriría bajo nuestros cuerpos. No pudiendo apaciguar nuestra angustia tratamos de consolarnos: «Está loca, la pobre…». Le habían colocado un trapo mojado sobre la frente para tranquilizarla. A pesar de todo, seguía gritando: «¡Ese fuego! ¡Ese incendio!…».
Su hijito lloraba, se agarraba de su falda y trataba de tomarle las manos: «¡No es nada, mamá! No es nada… Siéntate…». Me producía más pena que los gritos de su madre. Las mujeres trataron de calmarla: «Va usted a encontrarse con su marido y sus hijos… Dentro de algunos días…».
Ella continuaba gritando, jadeante, con la voz entrecortada por los sollozos: «¡Judíos, escúchenme! ¡Veo fuego! ¡Qué llamas! ¡Qué hoguera!». Como si un alma maldita hubiera entrado en ella y hablara desde el fondo de su ser.
Intentamos explicarlo, para tranquilizarnos, para recuperar nuestro propio aliento más que para consolarla: «¡Es que debe de tener tanta sed la pobre! Es por eso que habla del fuego que la devora…».
Pero todo era en vano. Nuestro terror era tal que podría hacer estallar las paredes del vagón. Nuestros nervios se aflojaban. La piel nos dolía. Era como si también a nosotros nos invadiera la locura. No podíamos más. Algunos jóvenes la hicieron sentar a la fuerza, la ataron y le pusieron una mordaza en la boca.
Volvió a reinar el silencio. El niño, sentado junto a su madre, lloraba. Yo volví a respirar normalmente. Se oían las ruedas que marcaban sobre los rieles el ritmo monótono del tren atravesando la noche. Podíamos volver a dormitar, a descansar, a soñar…
Así transcurrieron una hora o dos. Un nuevo grito nos cortó la respiración. La mujer se había liberado de sus ataduras y aullaba más fuertemente que antes:
—¡Miren ese fuego! Llamas, llamas por todas partes… Otra vez los jóvenes la ataron y amordazaron. Hasta le dieron algunos golpes. Algunos les aprobaban:
—¡Que se calle, esa loca! ¡Que cierre esa boca! ¡Aquí no está sola! ¡Que cierre el pico!
Le asestaron muchos golpes en la cabeza, golpes como para matarla. Su hijito se aferraba a ella, sin gritar, sin decir palabra. Ya no lloraba siquiera.
Una noche que no tenía fin. Al alba, la señora Scháchter se había calmado. Acurrucada en su rincón, con la mirada atontada o escrutando el vacío, ya ni nos veía.
Durante todo el día permaneció así, muda, ausente, aislada de todos. Al caer la noche, volvió a aullar: «¡Ahí, el incendio!». Señalaba un punto en el espacio, siempre el mismo. La gente se había cansado de darle golpes. El calor, la sed, los olores pestilentes, la falta de aire nos ahogaban, pero todo eso no era nada comparado con esos gritos desgarradores. Unos días más y nos habríamos puesto a aullar también.
Pero llegamos a una estación. Los que estaban cerca de las ventanas nos dieron el nombre de la estación:
—Auschwitz.
Nadie había oído jamás ese nombre.
El tren no siguió. La tarde pasó lentamente. Luego se descorrieron las puertas del vagón. Dos hombres podían bajar para buscar agua.
Cuando volvieron, relataron que habían podido enterarse, a cambio de un reloj de oro, que era el punto terminal. Iban a hacernos bajar. Había un campo de trabajo. En buenas condiciones. Las familias no serían desmembradas. Solo los jóvenes irían a trabajar a las fábricas. Los ancianos y los enfermos serían ocupados en los campos.
El barómetro de la confianza dio un salto. Era la súbita liberación de todos los terrores de las noches precedentes. Dieron gracias a Dios.
La señora permanecía en su rincón, retorciéndose, muda, indiferente a la confianza general. Su pequeño le acariciaba la mano.
El crepúsculo comenzó a invadir el vagón. Nos pusimos a comer nuestras provisiones. A las diez de la noche, cada uno buscó una posición conveniente para dormitar y poco después todo el mundo dormía. De pronto:
—¡Fuego! ¡El incendio! ¡Mírenlo!…
Despertando sobresaltados, nos precipitamos a la ventana. Esta vez nuevamente, aunque fuera por un instante, le habíamos dado crédito. Pero afuera solo se veía la noche oscura. Volvimos a nuestro sitio, con la vergüenza en el alma, pero a pesar de todo atormentados por el miedo. Como ella continuara aullando, volvimos a castigarla y con gran dificultad conseguimos hacerla callar.
El responsable de nuestro vagón llamó a un oficial alemán que se paseaba por el andén y le pidió que trasladaran a la enferma al vagón-hospital.
—Paciencia —respondió el otro—, paciencia. Pronto la trasladarán.
Alrededor de las once el tren volvió a ponerse en movimiento. Todos se apretujaron contra las ventanas. El convoy avanzaba lentamente. Un cuarto de hora más tarde, de nuevo aminoró la marcha.
Desde las ventanas se divisaban alambradas de púas; comprendimos que debía de ser el campo.
Habíamos olvidado la existencia de la señora Schächter. De pronto, oímos un aullido terrible:
—¡Judíos, miren! ¡Miren ese fuego! ¡Miren esas llamas!
Y como el tren se había detenido, esta vez, en el cielo negro, vimos las llamas que salían de una alta chimenea.
Hasta la señora Schächter se había callado. Muda, indiferente, ausente, había vuelto a su rincón.
Miramos las llamas en la oscuridad. Un olor abominable flotaba en el aire. De pronto, las puertas se abrieron. Unos curiosos personajes, vestidos con chaquetas rayadas y pantalones negros, saltaron a los vagones. En sus manos, una lámpara eléctrica y un bastón. Empezaron a golpear a diestra y siniestra, antes de gritar:
—¡A bajar todo el mundo! ¡Dejen el vagón! ¡Rápido!
Saltamos afuera. Dirigí una postrera mirada a la señora Schächter.
Su hijito la tenía de la mano.
Ante nosotros, esas llamas. En el aire, ese olor a carne quemada. Debía de ser medianoche. Habíamos llegado. A Birkenau.
Elie Wiesel. La noche. Traducción de Fina Warschaver. Austral.

miércoles, 25 de enero de 2017

habitar montes de venus

Cada cierto tiempo entro en una librería de segunda mano y compruebo si se han llevado Los perros de Tesalónica de Kjell Askildsen. Hace meses que lo veo entre novelas de Atwood o Auster que cambian entre una visita y la siguiente. Askildsen es la palabra justa, es la distancia entre los amantes y la confrontación entre padres e hijos, es la vejez como un lugar lóbrego y el mundo algo peligroso.
Hojeo libros amarillentos, encuentro otras huellas, una lista de palabras en una novela de Bioy Casares (bosta, inquina, hermenéutica), firmas y fechas que me llevan a un punto pasado de mi vida. Una vez encontré fotos en blanco y negro entre las páginas de un libro, un hombre pequeño y con bigote y la mirada cansada. Me recordó un gesto de Tarkovski. A veces me llevo libros como forma de rescate, un símbolo en una página, una dedicatoria que habla de habitar montes de Venus, una postal con la palabra abrazo escrita en verde, un billete de avión, los libros como objetos y resistencia.
Entro en un café con libros de Carey e Isherwood. Fuera, un vagabundo da paseos cortos. Elige una recta en la acera, la sigue durante un par metros y da la vuelta. Lleva el pantalón roto, un gorro de lana gris, la barba le llega a mitad del pecho. Mientras pasea mueve la boca y agita su mano derecha. No levanta la mirada del suelo. Parece enfadado, la mano derecha arriba y abajo, el gesto severo, las palabras mudas contra un enemigo invisible o contra sí mismo. En el libro de Carey el narrador asegura tener ciento treinta y nueve años. Miro al vagabundo y pienso que, tal vez, él será capaz de superarlo si no sale de su línea recta.
Salgo a la calle e imagino otra ciudad. Intento alejarme de los edificios acristalados y las avenidas en sombra y pienso en un pequeño poblado de adobe y arena y el desierto en los límites de las casas, rodadas de carros, cielo amarillo y viento rojizo, un mundo fuera del tiempo.
Me pregunto si volveré a ver el libro de Askildsen en las estanterías de la librería. Es un faro. Su ausencia, haber encontrado alguien afín en esta ciudad.

martes, 24 de enero de 2017

Bukowski sobre Fante

Yo era joven, pasaba hambre, bebía, quería ser escritor. Casi todos los libros que leía pertenecían a la Biblioteca Municipal del centro de Los Ángeles, pero nada de cuanto me caía en las manos tenía que ver conmigo, con las calles, ni con las personas que me rodeaban. Me daba la sensación de que todos se dedicaban a hacer juegos de prestidigitación con las palabras, que aquellos que no tenían prácticamente nada que decir pasaban por escritores de primera línea. Sus libros eran una mezcla de sutileza, artesanía y formalismo, y era esto lo que se leía, se enseñaba en las escuelas, se digería y se transmitía. Era un invento cómodo, una Logocultura ingeniosa y prudente. Había que volver a los autores anteriores a la Revolución Rusa para encontrar algo de aventura, un poco de pasión. Había excepciones, pero eran tan escasas que se agotaban rápidamente y uno se quedaba sin saber qué hacer ante las filas interminables de libros insípidos. A pesar de todo lo que podía haberse aprendido en los siglos precedentes, los autores modernos no eran lo que se dice muy hábiles.
Cogía de las estanterías un libro tras otro. ¿Por qué nadie decía nada? ¿Por qué no alzaba nadie la voz por encima de la de los demás?
Probé en las distintas secciones de la biblioteca. La sala de Religión me pareció un páramo tan vasto como inútil. Fui a la de Filosofía. Di con un par de alemanes resentidos que me estimularon una temporada, hasta que los olvidé. Probé con las matemáticas, pero las matemáticas superiores no se diferenciaban de la religión. No me afectaban en absoluto. Lo que yo buscaba no se encontraba al parecer en ninguna parte.
Probé con la geología, y al principio sentí cierta curiosidad, pero me resultó insustancial a la postre.
Descubrí ciertos libros sobre cirugía y me gustaron los libros sobre cirugía: las palabras eran nuevas y maravillosas las ilustraciones. En concreto, me gustaron y memoricé los detalles de las operaciones del mesocolon.
Al final abandoné la cirugía y volví a la gran sala abarrotada de autores de novelas y cuentos. (Cuando tenía morapio en abundancia no iba por la biblioteca. Una biblioteca era un lugar estupendo para pasar el rato cuando no se tenía nada para comer o beber y cuando la dueña de la casa le perseguía a uno con los recibos atrasados del alquiler. En la biblioteca, por lo menos, se podía ir al lavabo sin problemas). Vi muchísimos compañeros de vagabundeo allí, y casi todos dormidos sobre el libro abierto.
Seguí recorriendo la sala general de lectura, cogiendo libros de los estantes, leyendo unas cuantas líneas, unas cuantas páginas, y dejándolos en su sitio a continuación.
Pero cierto día cogí un libro, lo abrí y se produjo un descubrimiento. Pasé unos minutos hojeándolo. Y entonces, a semejanza del hombre que ha encontrado oro en los basureros municipales, me llevé el libro a una mesa. Las líneas se encadenaban con soltura a lo largo de las páginas, allí había fluidez. Cada renglón poseía energía propia y lo mismo sucedía con los siguientes. La esencia misma de los renglones daba entidad formal a las páginas, la sensación de que allí se había esculpido algo. He allí, por fin, un hombre que no se asustaba de los sentimientos. El humor y el sufrimiento se entremezclaban con sencillez soberbia. Comenzar a leer aquel libro fue para mí un milagro tan fenomenal como imprevisto.
Tenía tarjeta de lector. Rellené la hoja del servicio de préstamo, me llevé el libro a casa, me tumbé en la cama, me puse a leerlo y mucho antes de acabarlo supe que había dado con un autor que había encontrado una forma distinta de escribir. El libro se titulaba Pregúntale al polvo y el autor se llamaba John Fante. Tendría una influencia vitalicia en mis propios libros. Acabé Pregúntale al polvo y busqué más libros de Fante en la biblioteca. Encontré dos. Dago red y Espera a la primavera, Bandini. La calidad era la misma, se habían escrito con el corazón y las entrañas y no hablaban de otra cosa.
Sí, Fante tuvo sobre mí un efecto poderoso. Poco después de leer los libros que he citado conviví con una mujer. Estaba más alcoholizada que yo, sosteníamos peleas violentas y a menudo le gritaba: «¡No me llames hijo de puta! ¡Yo soy Bandini, Arturo Bandini!».
Fante fue para mí como un dios, pero yo sabía que a los dioses hay que dejarles en paz, que no hay que llamar a su puerta. Sin embargo, me ponía a hacer conjeturas sobre el punto exacto de Angel’s Flight en que al parecer había vivido y hasta pensaba que a lo mejor seguía viviendo allí. Casi todos los días pasaba por el lugar y me preguntaba: ¿será ésa la ventana por la que se deslizaba Camila? ¿Es ésa la puerta de la pensión? ¿Es ése el vestíbulo? No lo he sabido nunca.
Treinta y nueve años más tarde he vuelto a leer Pregúntale al polvo. Quiero decir que lo he vuelto a leer este año y que todavía se sostiene, al igual que las demás obras de Fante, pero que éste es el libro que prefiero porque constituyó mi primer encuentro con la magia. Escribió otros libros, además de Dago red y Espera a la primavera, Bandini. Por ejemplo, Plenitud de vida y Hermanos de vino. En la actualidad está escribiendo otra novela, Sueños de Bunker Hill.
Al final, gracias a otras vicisitudes, he conocido al novelista este mismo año. Queda mucho por decir de la vida de John Fante. Una vida con una suerte extraordinaria, con un destino horrible y llena de una valentía tan natural como insólita. Es posible que se cuente algún día, aunque creo que a él no le gustaría que yo la contase aquí. Permítaseme decir, sin embargo, que en su forma de escribir y en su forma de vivir se dan las mismas constantes: fuerza, bondad y comprensión.
Es todo. A partir de este momento, el libro pertenece al lector.
CHARLES BUKOWSKI
5 de junio de 1979
Charles Bukowski. Prólogo de Pregúntale al viento de John Fante. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama