Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 22 de junio de 2016

El dependiente. Bernard Malamud

Las vidas de Morris, Ida, Helena y Frank, una comunidad pequeña y pobre en Brooklyn, sus sueños y esperanzas frustrados, las ideas de redención y sacrificio, de culpa y bondad, de expiar pecados y malas acciones, estar enterrado en vida y el futuro como algo oscuro, la pregunta de qué significa ser judío, el invierno que rodea a los personajes y los doblega y la luz y el calor de la primavera algo lejano y ajeno y en el centro de todo ello una colmado, una tienda que pasa por ser tanto una carga como una oportunidad, la carga de algo que se ha quedado obsoleto y ata a Morris, su dueño, la oportunidad para el nuevo dependiente Frank de redimirse de sus errores y encontrar algo parecido a un trabajo y un hogar, la tienda desde la que se ve un barrio humilde, ancianas polacas que madrugan por un panecillo, trabajadores italianos que viven arrendados, hombres que llevan meses sin trabajo, muchachos que dan golpes y atracos chapuceros y viven a salto de mata.

Bernard Malamud construye una novela modélica donde pesa la idea del sacrificio y la (posibilidad de) redención. Morris, enterrado en su colmado, incapaz de volver a los buenos tiempos de antaño donde se hacía una buena caja diaria, abre cada día con la esperanza (vana, inútil), de vivir de su comercio, recuerda su huída de Rusia, los primeros años en una nueva tierra. Ida, la mujer, se pregunta por su matrimonio, si no ha cometido un error, su cuerpo que ya no le responde como antaño, los días que pasan de la casa a la tienda y vuelta a empezar. Helena ha dejado los estudios para trabajar y dar parte de su sueldo a sus padres y así poder tapar los agujeros que deja la tienda, su sueño de independencia resquebrajado. Frank, un italiano que perdió a sus padres siendo niño, vuelve a la tienda que ha atracado para devolver el dinero robado y buscar una nueva oportunidad que lo redima, ante él, ante los demás. Cada personaje, un claroscuro, una renuncia y los sueños abandonados.

El dependiente transcurre en un invierno, el verano es la promesa de un cambio y algo por llegar. Malamud dota a sus personajes de una suave tristeza, se saben dueños de unos sueños inalcanzables, reflotar la tienda para Morris, vendarla para Ida, la independencia de Helena, la búsqueda de perdón y de un hogar definitivo de Frank. La nieve cae, Morris ve el barrio a través de su cristalera, observa las nuevas tiendas, los cambios, la gente de paso, y él encerrado, y en ese encierro la creencia de algo que está por llegar y le haga salir de su pobreza y le ayude a empezar de nuevo. Y lo que está por llegar es un atraco. Frank, un italiano entre judíos, admira a san Francisco de Asís, su imagen un faro en una vida que ha enlazado orfanatos, casas de acogida, la calle y las malas compañías. Atraca una tienda de un judío y vuelve como forma de cambio y búsqueda de perdón. Malamud dibuja en Frank un personaje con una moral extraña, tan férrea que no hace más que saltársela, que lo empuja a pequeños actos de violencia o robo con el convencimiento de que será el último, de que podrá perdonarse en un futuro próximo, de que no hay sacrificio que no lo redima. Frank es el nuevo dependiente de la tienda, vive en una pequeña habitación sin baño, arregla los desperfectos, roba algo cada día de la caja con la idea de devolverlo más adelante, se enamora de Helena y se pregunta por el significado de ser judío. Cada gesto un intento de restablecer el orden perdido tras el atraco cometido en el colmado de Morris, una forma de llegar a Helena, de acercarse a una vida normal.

Hay un desasosiego y un destino negro que recorre la vida de los personajes de El dependiente. Los personajes se mueven por la tienda, por el barrio, hablan de sus sueños, miran su presente, buscan soluciones o se quedan sentados observando pasar la vida y las oportunidades mientras hacen cuentas, se preguntan dónde dejaron de ser felices. Malamud llena de muebles las habitaciones de Morris e Ida y de grietas las paredes de la tienda y hace de los paseos nocturnos de Frank y Helena una emoción sencilla por lo que se esperaba de la vida y lo que finalmente se ha encontrado, esos paseos fuera de las cuatro paredes de la tienda que les hacen sentir una pequeña esperanza, algo nuevo. Helena deja pasar pretendientes, Morris compradores y Frank ocasiones de ser honesto consigo y los demás, y en todo eso que pasa, la decepción y la tristeza. El dependiente es un libro reflexivo inteligente, los personajes dibujados al milímetro.







Un sábado de diciembre por la mañana, Morris, que llevaba más de dos semanas arriba, en la casa, ausente de la tienda, bajó con la cabeza ya curada. La noche anterior, Ida le había comunicado a Frank que tendría que irse por la mañana, pero al saberlo Morris lo discutió con ella. Aunque nada le había dicho a Ida, el tendero, después de su retiro, se sentía deprimido ante la perspectiva de tener que reanudar su triste vida en la tienda. Le aterraban las horas muertas, llenas de recuerdos de los años perdidos en la juventud. Lo consolaba un poco la mejora en los negocios pero no lo suficiente, pues estaba convencido de que, tal como Ida se lo explicaba, los negocios iban mejor gracias exclusivamente a su asistente, al que recordaba como un desconocido de ojos hambrientos y digno de la mayor lástima. Y la explicación, por lo demás, era muy sencilla: la tienda no había mejorado porque aquel huésped del sótano fuera un mago, sino simplemente porque no era judío. Los gentiles del barrio se sentían más cómodos con uno de los suyos. Tenían atragantados a los judíos. Cierto que algunas temporadas habían frecuentado su tienda, le habían llamado por su nombre de pila y le habían pedido que les fiara como si tuviera la obligación de hacerlo, petición a la que con frecuencia, ingenuamente, había accedido. Pero en el fondo de sus corazones le odiaban. De no ser así, la presencia de Frank no hubiera determinado una diferencia tan súbita en los ingresos. Tenía miedo de que los cuarenta y cinco dólares más a la semana desaparecieran de la noche a la mañana si se despedía al italiano, y así se lo dijo a Ida. Ella, aunque temía que él tuviera razón, insistía en que Frank tenía que marcharse. Cómo retenerle, argumentaba, trabajando siete días a la semana, doce horas al día, por unos miserables cinco dólares a la semana. Era injusto. El tendero estaba de acuerdo en esto, pero insistía en por qué habían de poner al muchacho en la calle si quería quedarse. Cinco dólares eran poco, pero también había que tener en cuenta la cama y la comida, las cajetillas de cigarrillos gratis, y las botellas de cerveza que, según ella decía, se tragaba cada día. Si las cosas marchaban bien podría ofrecerle más, incluso una comisión pequeña, muy pequeña, por ejemplo todo lo que sobrepasara los ciento cincuenta dólares a la semana, cantidad que no había ingresado desde que Schmitz había abierto su tienda a la vuelta de la esquina; entretanto tendría los domingos libres y se le reducirían las horas de trabajo. Ahora que Morris podía abrir la tienda, Frank podría dormir hasta las nueve. La oferta no era una bicoca, pero el tendero concluyó que al menos se le daría la oportunidad de poderse quedar.

***

—Lo que me gustaría saber, es qué es un judío en realidad.
No le complacían a Morris estas preguntas dada su escasa cultura, pero sin embargo se sentía obligado a responder.
—Mi padre solía decir que lo único necesario para ser un buen judío es un buen corazón.
—¿Y usted qué dice?
—Lo más importante es el Torah. Ésta es la Ley… un judío tiene la obligación de creer en la Ley.
—Bueno y ahora le pregunto —continuó Frank—, ¿se considera usted un verdadero judío?
—¿Qué quiere decir con eso? —dijo Morris, sobresaltado.
—No se ofenda —respondió Frank—, pero yo puedo darle una razón por la que no lo es. La primera es que no va usted a la sinagoga, por lo menos yo no le he visto. No mantiene su cocina kosher. Ni tan siquiera lleva uno de esos gorritos negros como cierto sastre que conocí en la parte sur de Chicago. Rezaba tres veces al día. Incluso le he oído comentar, a la señora, que abría usted la tienda en las festividades judías, sin importarle nada sus protestas.
—A veces —dijo Morris ruborizándose—, para poder comer, hay que abrir en día de fiesta. El día de Yom Kippur no abro. Pero no me preocupa lo kosher, para mí eso está pasado ya. Lo que me importa es seguir la Ley Judía.
—Pero todas estas cosas forman parte de la Ley, ¿verdad? ¿Y no dice la Ley que no se puede comer cerdo? Pues yo le he visto probar el jamón.
—Para mí carece de importancia el comer o no cerdo. Para algunos judíos esto es grave, pero yo no lo creo así. Nadie me podrá decir que no soy judío porque a veces, cuando tengo la boca seca, me coma un poquito de jamón. Pero les creeré cuando me digan que olvido la Ley. Y ésta manda ser justos, buenos. Quiere decir que hay que ser así con los demás. Nuestra vida ya es bastante dura. ¿Por qué hemos de herir a otros? No somos animales. Todos debiéramos tener lo mejor, no solamente usted y yo. Precisamente por esto necesitamos la Ley. Esto es lo que cree un judío.
—Me parece que otras religiones tienen estas ideas también —dijo Frank—, pero, ahora, dígame, ¿por qué puñetas sufren tanto los judíos? A mí me parece que les gusta sufrir, ¿verdad, Morris?
—¿A usted le gusta sufrir? Sufren porque son judíos.
—A eso me refiero, sufren más de lo que les toca.
—Mientras se vive se sufre. Unos más, otros menos, pero nadie lo desea. Sin embargo, si un judío no sufre por la Ley, su sufrimiento es inútil.
—¿Por qué sufre usted, Morris? —preguntó Frank.
—Sufro por usted —dijo tranquilamente Morris.
Frank dejó el cuchillo sobre la mesa, le dolía la boca.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que usted también sufre por mí.
El dependiente dio por terminada la discusión.
—Si un judío se olvida de la Ley —dijo por último Morris—, no es un hombre bueno.
Frank volvió a coger su cuchillo y prosiguió pelando las patatas. El tendero se cuidaba de su montón en silencio. El asistente no volvió a hacer preguntas.
Mientras se enfriaban las patatas, Morris, preocupado por la charla, trataba de adivinar por qué Frank la había provocado. Instintivamente el pensamiento de Helen cruzó su cabeza.
—Dígame la verdad —dijo—, ¿por qué me ha hecho estas preguntas?
Frank se removió en la silla y contestó muy despacio:
—A decir verdad, Morris, en cierta época no me hacían demasiada gracia los judíos.
Morris le miró sin pestañear.
—Pero de esto hace mucho tiempo —continuó Frank—. No creo que los entendiera ni conociera muy bien.
Tenía la frente empapada de sudor.
—Esto ocurre con mucha frecuencia —dijo Morris.
Pero su confesión no alivió gran cosa al dependiente.
Bernard Malamud. El dependiente. Traducción de Vida Ozores. El Aleph Editores.

lunes, 20 de junio de 2016

Juan Gelman en Gotán


En la carpeta

Tomé mi amor que asombraba a los astros
y le dije: señor amor,
usted crece de tarde, noche y día,
de costado, hacia abajo, entre las cejas,
sus ruidos no me dejan dormir perdí todo apetito
y ella ni nos saluda, es inútil, inútil.

De modo que tomé a mi amor,
le corté un brazo, un pie, sus adminículos,
hice un mazo de naipes
y ante la palidez de los planetas
me lo jugué una noche lentamente
mientras mi corazón silbaba, el distraído.           



A la pintura

Dénise trabaja en el Musée du Louvre buffet del ler. piso,
entre mesas o ingleses ella conduce su cuerpo con toda decisión,
su culo es más sonoro que los mundos de Rubens
y se parece a la esquina de las palomas de l'Avenue des Champs Elysées.

Todo el día todo el día moviéndose moviéndose
suelta especie de pájaros que revolotean a su alrededor
y la describen en el aire saludando al gran pueblo
antes de regresar dulcemente a su carne.

Dénise trabajaba y nunca había visto a la Gioconda
pero su cuarto en Poissonniére
era un país siempre dispuesto para el amor,
cada noche su oleaje golpeaba las ventanas.

Cuando abrazaba al hombre miraba hacia la puerta
como si la ternura fuese a entrar de repente,
a veces se le volaban pájaros oscuros
como una tristeza después de haber amado.



Condecoraciones

Condecoraron al señor general,
condecoraron al señor almirante,
al brigadier, a mi vecino
el sargento de policía,

y alguna vez condecorarán al poeta
por usar palabras como fuego,
como sol, como esperanza,
entre tanta miseria humana,
tanto dolor
sin ir más lejos.



Una mujer y un hombre

Una mujer y un hombre llevados por la vida,
una mujer y un hombre cara a cara
habitan en la noche, desbordan por sus manos,
se oyen subir libres en la sombra,
sus cabezas descansan en una bella infancia
que ellos crearon juntos, plena de sol, de la luz,
mujer y un hombre atados por sus labios
llenan la noche lenta con toda su memoria,
una mujer y un hombre más bellos en el otro
ocupan su lugar en la tierra.



Habana revisited

Tenía que ser la Habana,
allí te encontré, allí te perdí,
en la Habana levantada por la marea dulce de la Revolución
debajo del amor estabas,
en cada rostro de miliciano o miliciana mirando el mar
     amigo y enemigo
estabas, ausencia mía, dolor de la memoria,
en la alegría liberada de la Habana hallé tus manos inclinándose
pero en Las Villas, en Matanzas,
bajo los campesinos entregados por primera vez a vivir,
bajo la libertad circulando entre ellos como un río invisible y
     advertible,
iba tu voz aún crepitando suave dura, fuego sin apagar.

Así voy aprendiendo mi destino de tenerte en cada uno
     menos en ti,
de recorrerte por miles de rostros reuniéndote
y repartiéndote por miles de manos que me tocan,
fue en la Habana un día abierto como tus ojos,
allí te perdí, allí te encontré,
eres interminable,
el pueblo es dulce, íntimo.
Juan Gelman. Gotán. En Gotán y otras cuestiones (Poesía I 1956.1962). Visor libros.

viernes, 17 de junio de 2016

El muro. Marlen Haushofer

El espacio no es una cabaña y un prado rodeados por un muro invisible, tampoco la quietud y la muerte fuera de ese muro donde las casas se derrumban con el tiempo y la naturaleza crece salvaje y libre y ya no hay humos de chimeneas y las únicas figuras humanas están detenidas en su último paso antes del extraño e inexplicable misterio del muro que separa vida y muerte. No, el espacio es un cuaderno donde escribir el paso del tiempo, el olvido del nombre, la parada del reloj, el cambio de las estaciones, la extrañeza del muro invisible, fuera de él la ausencia de vida humana o animal, dentro de él un refugio a lo que sea que haya acabado con esas vidas, la narradora que escribe atónita sobre ese nuevo mundo que le ha tocado vivir, una cabaña, un valle, un bosque, las montañas, un perro, un gato y una vaca, el silencio y el progresivo olvido del pasado, la necesidad de escribir cada pequeña acción, cada paseo, cada reflexión, su miedo a transformarse en algo salvaje, a la última página, al silencio final. Y eso es el final de El muro, un silencio, una historia que se desvanece sin resolución.

Hay un paraje idílico, una cabaña de vacaciones, una mujer que va a pasar unos días con su marido a ese retiro. No hay una premonición o algo que anticipe lo que está por suceder. Y lo que está por suceder es un muro invisible que separa vida y muerte. La narradora chocará contra ese muro invisible, mirará asombrada al mundo exterior, verá la vida detenida, como una foto fija, y la ausencia de cualquier atisbo de movimiento, volverá a la cabaña y reflexionará sobre la extrañeza de lo ocurrido, del nuevo mundo en el que se encuentra, en cómo escapar y sobrevivir, cómo afrontar el día siguiente. El muro la encierra tanto como la libera, la mujer sola en la cabaña que se organiza, busca aperos y herramientas para trabajar el campo, encuentra una vaca dentro del muro, estira las provisiones, aprende a mirar al cielo para los cambios del tiempo y ve cómo el coche en el que llegó sirve de nido para animales, y como música de fondo, siempre, el muro que la separa de un mundo que se resquebraja y la pregunta sobre su creación, quién y por qué.



Lo mejor sería no soñar. Llevo tanto tiempo viviendo en el bosque y he soñado con personas, animales y cosas, pero nunca con el muro. Lo veo cada vez que bajo a coger hierba, es decir, veo a través de él. Ahora, en invierno, cuando los árboles y arbustos han perdido la hoja, distingo claramente la casa pequeña. Cuando hay nieve apenas existen diferencias entre este lado y el otro, aquí y allá el mismo paisaje blanco, ligeramente alterado por las huellas de mis pesados zapatos en este lado.
El muro forma parte de mi vida hasta el punto de que no pienso en él durante semanas. Incluso cuando pienso en él no me parece más siniestro que un muro de ladrillos o una verja de jardín que me impiden el paso. ¿Qué tiene, realmente, de especial? Es un artefacto de un material cuya composición desconozco. En mi vida siempre han proliferado objetos de ese tipo. El muro me obligó a una vida completamente nueva, pero lo que de verdad me conmociona es lo que siempre me conmocionó: el nacer, el morir, las estaciones del año, el crecer y el decaer. El muro ni está vivo ni está muerto, en el fondo no me atañe y por eso no sueño con él.
Algún día tendré que enfrentarme a él, porque no podré vivir siempre aquí. Pero hasta que llegue ese momento no quiero tener ninguna relación con él.
Desde esta mañana estoy convencida de que nunca volveré a ver a un ser humano, me parece imposible que alguien viva en la montaña. Y si allá fuera, al otro lado, hubiera hombres, habrían sobrevolado con aviones la región. He descubierto que las nubes bajas sobrevuelan el muro y no están cargadas de algún tóxico porque entonces yo no viviría ya. ¿Por qué no viene un avión? Esa ausencia debía haberme llamado la atención hace tiempo. No se me ha ocurrido pensar en ello hasta ahora. ¿Dónde están los aviones de reconocimiento? ¿Acaso no hay vencedores? No llegaré a verlos, estoy segura. En el fondo me alegra no haber pensado en los aviones. Hace un año la idea misma me hubiera desesperado. Hoy ya no.


Entonces, queda ocuparse del campo, hacer un pequeño huerto, cuidar a los animales, buscar corzos en el bosque, pasar el verano en la montaña, observar el paso de las tormentas, escuchar las ventanas romperse en las ciudad muertas al otro lado del muro, darse cuenta de lo pretencioso de la vida anterior al muro y disfrutar de una paz insólita y la narradora que se aleja de quien fue para encontrar quien es realmente, sin el ruido y las presiones de la vida organizada (y quien ella fue, una mujer infeliz que vivía por inercia y que olvidó cuidarse a sí misma). El muro como una sucesión de pequeños gestos cotidianos, pasear a Tigre, ordeñar a Bella y dejarla con su ternero, buscar a las gatas entre los escondrijos de la cabaña, trabajar los campos y la huerta, observar el otro lado del muro, los objetos que se oxidan y las carreteras que se resquebrajan, acostumbrarse a esa rutina, sin nombre, sin pasado, con el miedo inicial a perder la esencia del ser humano.



Lo que más me gustaba contemplar, sin embargo, era la pradera. Siempre estaba en ligero movimiento, incluso cuando yo creía que no corría el aire. Una suave e infinita ondulación que exhalaba paz y dulces aromas. En ella crecían la lavanda, las rosas de montaña, la camomila, el tomillo y una gran variedad de hierbas cuyo nombre desconozco pro que olían tan bien como el tomillo, aunque de manera diferente. Tigre se quedaba con los ojos entornados delante de alguna de aquellas plantas aromáticas completamente extasiado. Utilizaba las hierbas como un adicto al opio su droga. Con la diferencia de que sus éxtasis no tenían malas consecuencias para él. Al ponerse el sol yo conducía a Bella y a Toro al establo y realizaba las tareas habituales. La cena, por lo general, era parca y consistía en los restos de la comida de mediodía y un vaso de leche. Sólo cuando había cazado una pieza comíamos durante unos días tan opulentamente que yo acababa harta de carne, sobre todo porque carecía de pan o patatas para acompañarla, y la harina estaba reservada para los días en los que faltaba la carne.
Por fin me sentaba en el banco y esperaba. La pradera se iba durmiendo poco a poco, las estrellas aparecían y más tarde salía la luna y sumergía el paisaje en su fría luz. Durante todo el día esperaba horas en las que era capaz de pensar sin ilusión alguna y con gran claridad. Ya no buscaba un sentido a las cosas que me hiciera más llevadera la vida. Tal deseo me parecía casi una pretensión megalómana. Los seres humanos siempre habían jugado sus juegos y por lo general los resultados habían sido desastrosos. De qué iba a quejarme, yo era uno de ellos y no los podía condenar porque los comprendía demasiado bien. Era mejor no pensar en ellos. El gran juego del sol y la luna y las estrellas parecía, por el contrario, haber resultado bien, claro que no había sido inventado por los hombres. Aún no había terminado, y es posible que llevara en sí la semilla del fracaso. Yo sólo era un espectador atento y fascinado, mi vida entera no hubiera bastado para comprender la fase más pequeña de este juego. Había pasado la mayor parte de mi vida debatiéndome con las dificultades humanas cotidianas. Ahora, que no poseía ya casi nada, disfrutaba del privilegio de contemplar en paz desde mi banco cómo las estrellas danzaban en el oscuro firmamento. Me había alejado tanto de mí misma como un ser humano puede alejarse, y sabía que, si quería seguir viviendo, este estado no podía durar mucho. Ya entonces pensé alguna vez que con el tiempo no comprendería el espíritu que se había apoderado de mí en la montaña. Me parecía que lo que había pensado y hecho hasta entonces no había sido más que un sucedáneo. Otras personas habían pensado y actuado por mí. Yo me limitaba a seguirlas. Las horas pasadas en el banco delante de la cabaña, en cambio, eran realidad, una experiencia que yo personalmente hacía, aunque no fuera perfecta. Pues casi siempre los pensamientos eran más rápidos que los ojos y desfiguraban la imagen verdadera.


Y la narradora que se acerca al final de su espacio, ese cuaderno como último vestigio de un mundo descompuesto, que se cuestiona sobre el muro, si es una señal de una guerra desconocida, que ajusta su vida al cambio de las estaciones, a la largura del día o la noche. El espacio, un cuaderno. El final, un silencio. Marlen Haushofer que se saca de la manga una excepcional novela, con una escritura sencilla, una atmósfera que puede ser tanto pausada como inquietante, y una historia que se basa en las repeticiones y la contemplación del nuevo mundo por parte de su narradora.








Me propuse dar cuerda a los relojes a diario y tachar una fecha en el calendario. En aquel tiempo me parecía importante hacerlo. Me agarraba desesperadamente a los escasos restos de orden humano que aún me quedaban. Que conste que sigo sin abandonar ciertas costumbres. Me lavo todos los días, me limpio los dientes, hago la colada y mantengo ordenada la casa.
No sé por qué lo hago, es como un imperativo interior que me empuja a ello. A lo mejor temo que si actúo de otra manera dejaré de ser poco a poco una persona y acabaré arrastrándome por ahí sucia y maloliente, articulando sonidos incomprensibles. No es que me asuste convertirme en un animal, eso no sería grave, pero el ser humano nunca será un animal, y se despeñará al abismo si lo intenta. Yo no quiero que eso me suceda. En el último tiempo esa posibilidad me aterra y ese terror me induce a escribir este relato. Cuando lo termine lo esconderé bien y lo olvidaré. No me gustaría que el ser extraño en el que puedo convertirme lo encuentre un día. Haré todo lo posible para evitar esa transformación, pero no soy tan pretenciosa como para creer que no pueda ocurrirme lo que les ha ocurrido a tantos seres humanos anteriores a mí.
En el fondo, ya no soy en este momento la persona que fui una vez. ¿Cómo voy a saber en qué dirección evolucionaré? Quizá ya me haya alejado tanto de mí misma que ni siquiera lo noto.

***

A veces no resisto la tentación y juego a ser la providencia: salvo a un animal de una muerte segura y mato a un corzo porque necesito carne. El bosque asimila fácilmente mis intervenciones. Crece otro corzo, otro animal corre a su perdición. Yo no perturbo seriamente el orden establecido. Las ortigas junto al establo crecerán aunque yo las arranque cien veces y me sobrevivirán. Tienen mucho más tiempo por delante que yo. Un día no estaré aquí y nadie cortará la hierba del prado y la maleza lo invadirá, más tarde el bosque avanzará hasta el muro y recuperará la tierra que le arrebató el hombre. Hasta mis pensamientos se enmarañan como si el bosque echara raíces en mí y pensara con mi mente sus pensamientos ancestrales y eternos. El bosque no desea que vuelva el hombre.
Entonces, en aquel segundo verano, no pensaba aún así. Los límites estaban estrictamente definidos. Al escribir ahora me cuesta mantener separados mi antiguo yo y mi yo actual, que a lo mejor está siendo absorbido por un «nosotros» más amplio. Ya entonces se anunciaba esta transformación. Y la culpa la tuvo el verano pasado en la montaña. En el silencio tenso de la pradera bajo el inmenso cielo era casi imposible seguir siendo un yo individualizado, una pequeña, ciega y obstinada existencia que se oponía a integrarse en la gran comunidad. En un momento mi orgullo había sido precisamente esa existencia individualizada, que en la montaña me pareció de pronto miserable y ridícula, una nada pretenciosa.

***

Aquí en el bosque estoy por fin en el sitio que me corresponde. No les tengo rencor a los fabricantes de automóviles, ya no interesan a nadie. Pero pienso que me han atormentado con cosas que me repugnaban. Yo poseía únicamente esta pequeña vida y ellos no me permitían vivirla en paz. Tuberías de gas, centrales eléctricas y conducciones de petróleo, ahora que los hombres no existen, revelan su verdadero rostro lamentable. Entonces se les tomaba por dioses, cuando no eran más que objetos de uso. También yo tengo aquí en el bosque un trasto de ésos: el Mercedes negro de Hugo. Era casi nuevo cuando nos trajo aquí. Hoy es un refugio para ratones y pájaros invadido por la maleza. Está precioso, especialmente en junio, cuando florece la viña silvestre y parece un gigantesco ramo de novia. También en invierno está bonito, cuando reluce de escarcha o lleva un manto blanco. En primavera y otoño veo entre los tallos marrones el amarillo descolorido de la tapicería, hojas de haya, trocitos de gomaespuma y el relleno de crin, desmenuzado y mordisqueado por diminutos dientes.
El Mercedes de Hugo se ha convertido en un magnífico hogar, calentito y protegido del viento. Habría que abandonar más coches en los bosques, serían excelentes nidales. En las carreteras de todo el país estarán seguramente aparcados por miles cubiertos de hiedra, ortigas y maleza. Pero allí están vacíos y deshabitados.
Ahora veo cómo proliferan las plantas, verdes, jugosas y silenciosas. Y oigo el viento y los miles de ruidos en las ciudades muertas. Cristales de ventanas que se hacen añicos contra el asfalto cuando los goznes de las ventanas se oxidan, el goteo del agua en tuberías rotas y las innumerables puertas que golpean en el viento. En noches de vendaval, un objeto de piedra, que fue un hombre en su día, cae del sillón sobre el parquet con gran estrépito. Durante un tiempo habría grandes incendios. Pero ahora habrán pasado y la vegetación se apresura a cubrir nuestras ruinas. Cuando observo la tierra al otro lado del muro, no veo ni hormigas, ni escarabajos, ni el más pequeño insecto. Sin embargo, no es algo definitivo. La vida, pequeña y sencilla, penetrará con el agua de los arroyos de nuevo en la tierra y la vivificará. Este renacer podría serme indiferente, pero por raro que parezca me llena de una profunda y secreta satisfacción.
Marlen Haushofer. El muro. Traducción de Genoveva Dieterich. Siruela.