Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 29 de mayo de 2016

De regreso al mundo. Tobias Wolff

Llego a Tobias Wolff a través de Raymond Carver y Richard Ford. Etiquetados como “realismo sucio”, los cuentos de Wolff tienen cercanía, tensión y silencios. Wolff  sugiere más que muestra en este puñado de relatos excepcionales, personajes a la deriva capaces de dejar tras de sí a su familia por una fantasía o de recordar un pequeño gesto que los salva de un presente extraño, matrimonios que discuten y algo se rompe en ellos, desconocidos que se encuentran en un hotel en Las Vegas y descubren una tregua en sus existencias grises, conversaciones que parecen intrascendentes pero que esconden una herida profunda.

En las vidas que Wolff describe hay curas asqueados por una profesión/vocación que los ha dejado al margen, amigos que hablan de algún momento significativo mientras se toman tres gramos de coca, hermanos que son la antítesis el uno del otro y se necesitan tanto como se rechazan, siempre en un equilibrio precario, mujeres solitarias que inician conversaciones en bares con desconocidos para no sentirse en la absoluta soledad. Wolff, como Carver y Ford en Rock Springs, usan los elementos justos para construir sus relatos, no cierra las historias con golpes de efecto, sus finales terminan de manera leve y tenue, un último pensamiento o una última frase que es una mirada a lo cotidiano, a aquello que rodea a los personajes y los rechaza o los vuelve a acoger.


Permaneció tumbado esperando, pero no pasó nada.
Ya está dijo de nuevo.
Entonces oyó un movimiento en la habitación. Se sentó en la mesa, pero no pudo ver nada. La habitación estaba en silencio. Su corazón latió como la primera noche que pasaron juntos, como latía cuando un ruido le despertaba en la oscuridad y esperaba para volver a oírlo… el ruido de alguien moviéndose por la casa, un extraño.

Hay momentos en apariencia leves que esconden una herida sin cerrar, una muchacha que gasta bromas telefónicas, habla con un desconocido a medianoche y que, en realidad, busca una figura paterna que la contenga. O un cura que vigila el sueño de una mujer en una habitación en Las Vegas, la mujer una solitaria desencantada, el cura un perdedor, el cuerpo dormido de la mujer que se mueve en la habitación y el cura que aleja la sombra de su sueño. O una guardia nocturna donde un hombre recuerda Vietnam y cómo sus compañeros y él soñaban con el regreso al mundo, con todo aquello que pensaban hacer y la confusión que finalmente encontraron aquellos que lograron regresar. Es ahí donde se mueven los personajes de Wolff, los sueños e ideales confrontados con una realidad gris, el regreso al mundo como una decepción o despertar de golpe contra la realidad.

Entre los relatos de De regreso al mundo destaca sobremanera Avería en el desierto, 1968, una pareja con su hijo camino de California en busca de una oportunidad, él un soldado licenciado, ella, una joven alemana, ambos en un coche a través del desierto y una avería que los deja en una gasolinera, separados en busca de ayuda, ella en una habitación roja de la gasolinera que parece el interior de un cuerpo y él, caminando junto a la carretera, que ve una oportunidad para huir de un futuro poco esperanzador. Wolff, cambia de punto de vista, de la espera de la mujer y sus conversaciones con la dueña de la gasolinera a la caminata del marido y su rabia contenida y su búsqueda de una nueva oportunidad, de dejar atrás aquello que ha construido.

Los relatos de Wolff son extraordinarios, sin efectismos ni absurdos giros inesperados o palabrería hueca.








(…) ¿Y usted? ¿Cuál fue su mejor época?
La pregunta le hizo sentirse cansado. Pensó en decirle a Porchoff una mentira, pero no era capaz de hacer el esfuerzo de inventarse algo y el recuerdo que Porchoff le pedía lo tenía muy a mano. Para Hooper estaba más cerca que el recuerdo de su hogar. En realidad era una especie de hogar. Era el lugar al que regresaba para estar de nuevo con sus amigos y consigo mismo como era antes. Era donde se dejaba ir cuando estaba tan mal que le daba igual estar aún peor cuando volviera a la realidad y lo perdiera todo otra vez.
―Vietnam.
Porchoff se limitó a mirarle.
―Entonces no lo sabíamos ―dijo Hopper―. Solíamos hablar de que cuando regresáramos al mundo íbamos a hacer esto y lo otro. De regreso al mundo íbamos a transformarlo. Pero desde entonces no ha habido nada más que confusión.
Hooper sacó la pitillera del bolsillo, pero no la abrió. Se apoyó sobre la mesa.
―Todo estaba claro ―continuó―. Aprendías lo que necesitabas saber y olvidabas todo lo demás. Todo era mierda. Esta confusión. No te pasabas cada minuto el día pensando en tu asquerosa persona. ¿Echo suficientes polvos? ¿Qué le pasa a mi hijo? ¿Debo aislar la maldita casa? Eso es lo que te destruye, Porchoff. Pensar en ti mismo. Eso es lo que al final te mata. 
Tobias Wolff. De regreso al mundo. Traducción de Maribel de Juan. Alfaguara.

viernes, 27 de mayo de 2016

Fernando Pessoa en Odas de Ricardo Reis II

Oí contar que otrora, cuando en Persia
hubo no sé qué guerra,
en tanto la invasión ardía en la Ciudad
y las hembras gritaban,
dos jugadores de ajedrez jugaban
su incesante partida.

A la sombra de amplio árbol fijos los ojos
en el tablero antiguo,
y, al lado de cada uno, esperando sus
momentos más holgados,
cuando había movido la pieza, y ahora
aguardaba al contrario,
una jarra con vino refrescaba
su sobria sed.

Ardían casas, saqueadas eran
las arcas y paredes,
violadas, las mujeres eran puestas
contra muros caídos,
traspasadas por lanzas, las criaturas
eran sangre en las calles…
Mas donde estaban, cerca de la urbe
y lejos de su ruido,
los jugadores de ajedrez jugaban
el juego de ajedrez.

Aunque en los mensajes del yermo viento
les llegasen los gritos,
y, al meditar, supiesen desde el alma
que en verdad las mujeres
y las tiernas hijas violadas eran
en esa distancia próxima,
aunque en el momento en que lo pensaban,
una sombra ligera
les cruzase la frente ajena y vaga,
pronto sus ojos calmos
volvían su atenta confianza
al tablero viejo.

Cuando el rey de marfil está en peligro,
¿qué importa la carne y el hueso
de las hermanas, de las madres y de los niños?
Cuando la torre no cubre
la retirada de la reina blanca,
poco importa el saqueo,
y cuando la mano confiada da jaque
al rey del adversario,
poco ha de pesarnos el que allá lejos
estén muriendo hijos.

Aunque, de pronto, sobre el muro
surja el sañudo rostro
de un guerrero invasor que en breve deba
caer allí envuelto en sangre,
el jugador solemne de ajedrez
el momento anterior
(anda aún calculando la jugada
que hará horas después)
sigue aún entregado al juego predilecto
de los grandes indiferentes.

Caigan ciudades, sufran pueblos, cesen
la libertad, la vida,
los protegidos y heredados bienes
ardan y sean desvalijados,
mas cuando la guerra las partidas interrumpa,
esté el rey sin jaque,
y el de marfil peón más avanzado
amenazando la torre.

Mis hermanos en amar a Epicuro
y en entenderlo más
de acuerdo con nosotros mismos que con él
en la historia aprendamos
de esos calmos jugadores de ajedrez
cómo pasar la vida.

Todo lo serio poco nos importe
lo grave poco pese,
que el natural impulso del instinto
ceda al inútil gozo
(a la sombra tranquila de los árboles)
de hacer buena partida.

Lo que llevamos de esta vida inútil
tanto vale si es
gloria, fama, amor, ciencia, vida,
como si es tan sólo
el recuerdo de un certamen ganado
a un jugador mejor.

La gloria pesa cual copioso fardo,
la fama como fiebre,
el amor cansa porque va en serio y procura,
la ciencia nunca encuentra,
la vida pasa y duele, pues lo sabe…
La partida de ajedrez
prende el alma toda, aunque, perdida, poco
pesa, pues no es nada.

¡Ah!, bajo las sombras que sin querer nos aman,
con un jarro de vino
al lado, y atentos sólo a la inútil tarea
de jugar al ajedrez
aunque esta partida sea tan sólo un sueño
y no haya compañero,
imitemos a los persas de la historia,
y, mientras allá fuera,
cerca o lejos, la guerra y la patria y la vida
nos llaman, dejemos
que en vano nos llamen, cada uno de nosotros
bajo sombras amigas
soñando, él los compañeros, y el ajedrez
su indiferencia.


Ouvi contar que outrora, quando a Pérsia
Tinhanãoseiqual guerra,
Quando a invasãoardia na cidade
E as mulheresgritavam,
Doisjogadores de xadrezjogavam
O seujogocontínuo.

À sombra de amplaárvorefitavam
O tabuleiroantigo,
E, ao lado de cada um, esperando os seus
Momentos mais folgados,
Quandohavia movido a pedra, e agora
Esperava o adversário.
Umpúcarocomvinhorefrescava
Sobriamente a sua sede.

Ardiam casas, saqueadas eram
As arcas e as paredes,
Violadas, as mulhereseram postas
Contra os muros caídos,
Traspassadas de lanças, as crianças
Eramsanguenasruas...
Masondeestavam, perto da cidade,
E longe do seuruído,
Os jogadores de xadrezjogavam
O jogo de xadrez.

Inda que nasmensagens do ermovento
Lhesviessem os gritos,
E, aorefletir, soubessem desde a alma
Que por certo as mulheres
E as tenrasfilhas violadas eram
Nessadistância próxima,
Inda que, no momento que o pensavam,
Uma sombra ligeira
Lhespassasse na frontealheada e vaga,
Breve seusolhos calmos
Volviamsua atenta confiança
Aotabuleirovelho.

Quando o rei de marfim está emperigo,
Que importa a carne e o osso
Das irmãs e das mães e das crianças?
Quando a torre não cobre
A retirada da rainha branca,
O saque pouco importa.
E quando a mão confiada leva o xeque
Aorei do adversário,
Pouco pesa na alma que lálonge
Estejammorrendofilhos.

Mesmo que, de repente, sobre o muro
Surja a sanhudaface
Dumguerreiro invasor, e breve deva
Emsangueali cair
O jogadorsolene de xadrez,
O momento antes desse
(É ainda dado ao cálculo dum lance
Pra a efeito horas depois)
É ainda entregue aojogopredileto
Dos grandes indif'rentes.

Caiamcidades, soframpovos, cesse
A liberdade e a vida.
Os haverestranqüilos e avitos
Ardem e que se arranquem,
Mas quando a guerra os jogosinterrompa,
Esteja o reisemxeque,
E o de marfimpeãomaisavançado
Pronto a comprar a torre.

Meusirmãosemamarmos Epicuro
E o entendermosmais
De acordocomnós-próprios que com ele,
Aprendamos na história
Dos calmos jogadores de xadrez
Como passar a vida.

Tudo o que é sériopouco nos importe,
O grave pouco pese,
O natural impulso dos instintos
Que ceda ao inútil gozo
(Sob a sombra tranqüila do arvoredo)
De jogarumbomjogo.

O que levamos desta vida inútil
Tanto vale se é
A glória, a fama, o amor, a ciência, a vida,
Como se fosse apenas
A memória de umjogobemjogado
E uma partida ganha
A umjogadormelhor.

A glória pesa como um fardo rico,
A fama como a febre,
O amor cansa, porque é a sério e busca,
A ciência nunca encontra,
E a vida passa e dói porque o conhece...
O jogo do xadrez
Prende a alma toda, mas, perdido, pouco
Pesa, poisnão é nada.

Ah! sob as sombras que semqu'rer nos amam,
Comumpúcaro de vinho
Ao lado, e atentos só à inútil faina
Do jogo do xadrez
Mesmo que o jogoseja apenas sonho
E nãohajaparceiro,
Imitemos os persas destahistória,
E, enquantoláfora,
Oupertooulonge, a guerra e a pátria e a vida
Chamam por nós, deixemos
Que emvão nos chamem, cada um de nós
Sob as sombras amigas
Sonhando, ele os parceiros, e o xadrez
A suaindiferença.


***

Día tras día la misma vida es la misma.
     Lo que pasa, Lidia,
en lo que somos como en lo que no somos
igualmente pasa.
Cogido, el fruto perece poco a poco; y cae
si nunca es recogido.
Igual es el hado, bien lo busquemos,
bien lo esperemos. Suerte
hoy, destino siempre, y bajo esta o esa
forma ajeno e invencible.


Diaapósdia a mesma vida é a mesma.
O que decorre, Lídia,
No que nós somos como em que não somos
Igualmente decorre.
Colhido, o fruto deperece; e cai
Nunca sendocolhido.
Igual é o fado, quer o procuremos,
Quer o esperemos. Sorte
Hoje, Destino sempre, e nestaounessa
Forma alheio e invencível.


***

¿Con qué vida llenaré los pocos breves
días que me son dados? Será mía
mi vida o dada
a otros o a sombras?
¡A la sombra de nosotros mismos cuántos hombres
inconscientes nosotros sacrificamos
y un destino cumplimos
ni nuestro ni ajeno!
Oh dioses inmortales, sepa yo al menos
aceptar sin quererlo, sonriente
el curso áspero y duro
del camino permitido.
Pero nuestro destino es el que es nuestro,
que nos lo dio la suerte o el hado ajeno.
     Anónima a un anónimo,
nos arrastra la corriente.


Com que vida encherei os poucos breves
Dias que me são dados? Será minha
A minha vida ou dada
A outrosou a sombras?
À sombra de nósmesmosquantoshomens
Inconscientes nos sacrificamos,
E um destino cumprimos
Nemnossonemalheio!
Ódeusesimortais, saibaeuao menos
Aceitar semquerê-lo, sorridente,
O curso áspero e duro
Da estrada permitida.
Porémnosso destino é o que fornosso,
Que nos deu a sorte, ou, alheio fado,
Anónimo a um anónimo,
Nos arrasta a corrente.


***

Si recuerdo quien fui, otro me veo
en el pasado, presente del recuerdo.
Me siento como en sueños
mas solamente en sueños.
Y la saudade que aflige mi mente
no es de mí ni del pasado visto,
sino de quien habito
tras de los ojos ciegos.
Nada, salvo el instante, me conoce.
Y mi misma memoria es nada, y siento
que quien soy y los que fui
son sueños diferentes.


Se recordoquem fui, outrem me vejo,
E o passado é o presente na lembrança.
Quem fui é alguém que amo
Porémsomenteemsonho.
E a saudade que me aflige a mente
Não é de mimnem do passado visto,
Senão de quem habito
Por trás dos olhoscegos.
Nada, senão o instante, me conhece.
Minhamesmalembrança é nada, e sinto
Que quemsou e quem fui
São sonhos diferentes.
Fernando Pessoa. Odas de Ricardo Reis. Versión de Ángel Campos Pámpano. Editorial Pre-textos.


miércoles, 25 de mayo de 2016

notas sobre Tres noches. Austin Wright

Un juego de espejos y reflejos. Una novela inédita. Una lectora. Y tres noches donde la realidad, la ficción, los recuerdos y las reflexiones se mezclan y hacen que esa lectora, una mujer de vida acomodada y en apariencia sencilla, sienta que algo se ha quebrado dentro de ella, una seguridad y una firmeza que, tras la lectura, le resultan extrañas, ajenas a ella. Tres noches guarda una novela dentro de otra, por un lado, el manuscrito que recibe Susan de Edward, su e­x-marido, por otro, la vida de la propia Susan, sus recuerdos de su primer matrimonio, el presente con un marido ausente y tres hijos, la plácida vida familiar bajo la cual hay una grieta.

***

Durante tres noches, Susan lee el manuscrito de su marido e intenta, a través de la lectura, conocer en qué ha cambiado Edward, cuáles son sus ideas, cómo es en el presente. En la novela, una familia viaja de noche por una carretera tranquila y solitaria, una pequeña aventura, una forma de cambiar la rutina de sus días. Y es en ese cambio, en esa novedad, donde se encuentran con un mal invisible, un mal simbolizado en tres delincuentes de poca monta que secuestran a la mujer e hija y abandonan a Tony Hastings, el marido, en un bosque desconocido. El manuscrito habla del dolor y el mal, de una familia destrozada, de la posibilidad de venganza, de la ética personal. Tony vive en un estado casi irreal, ve su vida destrozada por una decisión aleatoria, intenta sobrevivir entre el dolor y el miedo y busca la manera de enfrentarse a aquella noche, a los lugares de aquella noche, donde su vida cambió. El manuscrito se llama Animales nocturnos, empieza como un thriller enérgico y detallista y deriva hacia las acciones y pensamientos de un hombre normal después de verse ante un mal más poderoso que él. Y es Animales nocturnos el que dinamita la placidez de Susan. Porque Susan dejó a Edward por otro hombre con el que formó una familia y una vida acomodada. El regreso de Edward con su novela hace que se replantee lo ocurrido, su forma de desanimar a Edward con la escritura, sus propios deseos vitales y aquello que al final encuentra, una vida adormecida. Edward, a través de Animales nocturnos, parece devolver el golpe, hacer tambalear la seguridad de Susan, mostrarle cómo algo ajeno a ella puede trastocar por completo su vida. Animales nocturnos, la novela dentro de la novela, funciona por sí misma como thriller y un estudio del azar y el mal.

***

Lo mejor de Tres noches es la relación entre novela y lector. Austin Wright interrumpe el manuscrito de Edward para describir las reacciones de Susan, o detalla su día hasta el momento donde se detiene a leer. Hay algo conocido en las reacciones de Susan, los primeros pensamientos ante un libro nuevo y desconocido, los pequeños rituales lectoras, los cortes en la lectura, retroceder para encontrar una frase o el último fragmento leído, la forma en cómo, a veces, nos llega un libro y cómo lo arrastramos fuera, o como el libro nos hace recapacitar, encontrarnos con un momento del pasado o ante nuestras dudas. El título original de Tres noches es Tony y Susan, una relación entre un personaje de novela y uno “real” (como una muñeca rusa, está la ficción de Tony con la realidad de Susan, y la ficción de Susan ante la realidad última del lector).







Así pues, hurgó en su memoria. Recordó que Edward se había propuesto ser escritor, escribir cuentos, poemas, apuntes, cualquier cosa expresable en palabras. Lo recordaba bien. Ésa había sido la causa principal de los problemas entre ambos. Pero Susan había creído que después, al dedicarse a los seguros, él había renunciado a sus empeños. Evidentemente no era así.
En los quiméricos tiempos de su matrimonio se había planteado si era conveniente que leyera lo que Edward escribía. Él era un principiante y ella una crítica más severa de lo que pretendía ser. La situación era difícil de manejar: la vergüenza de ella, el resentimiento de él. Ahora, Edward aseguraba en su carta: esta novela sí que es buena. Había aprendido mucho sobre la vida y sobre el arte. Quería demostrárselo, quería que ella la leyera y juzgase por sí misma. Ella era el mejor crítico que había tenido en su vida, aseguraba. Además, podría ayudarlo, pues temía que a la novela, a pesar de sus méritos, le faltara algo. Ella lo detectaría y podría señalárselo. Tómate tu tiempo, añadía, y mándame unas líneas, lo primero que te venga a la cabeza. Y firmaba: «El viejo Edward, que sigue recordándote».
Aquella firma la exasperó. Le recordaba demasiadas cosas y amenazaba la paz que había firmado con su pasado. No le gustaba recordar ni volver a caer, inadvertidamente, en aquel estado de ánimo tan desagradable. Pero le contestó que le mandase el manuscrito. Se sintió avergonzada de sus sospechas y objeciones. ¿Por qué se lo pedía a ella y no a un conocido más reciente? Qué abuso. Como si atenerse a lo primero que le viniese a la cabeza fuera más sencillo que analizar en profundidad. Pero no podía negarse, dar la falsa impresión de que continuaba viviendo en el pasado.
Austin Wright. Tres noches. Traducción de Héctor Silva. Salamandra.

lunes, 23 de mayo de 2016

amanecer

Un libro nos convirtió en amigos. Tú eras el muchacho de pueblo para el que el verano significaba trabajar en el campo. Yo era el chico de ciudad taciturno y distante que te acercaba un mundo de carreteras y rascacielos y muchachas maquilladas. Envidiaba tu mirada y tus gestos confiados, parecías saber algo que no estaba al alcance de nosotros, chicos de ciudad que descansábamos de las clases y los exámenes y mirábamos todo aturdidos. Luego supe del abandono que sentías al vernos marchar, nosotros llenos de sol, hierba, luciérnagas y caminos de tierra y a ti, Huck, que te esperaban los inviernos junto al fuego de la cocina de leña, los alumnos mezclados en la misma clase y tu mirada perdida fuera de la ventana.
Me sentaba a leer Tom Sawyer apoyado en un roble, lejos de otras miradas. Veía pasar los tractores por el camino y seguía la estela blanca que dejaban tras de sí. Me atraían las formas difusas, las estelas y los faros, las sombras y la luz primera. Leía a Twain y sentía que una nueva realidad se abría delante de mí, que había otra forma de mirar más allá de lo aprendido en la escuela, que la vida podía ser una aventura y no algo serio e inabordable. Me veías en los atardeceres alargados del verano y te sorprendías de que estuviese solo y no formase parte del grupo de muchachos que se bañaban juntos en el río y planeaban pequeñas venganzas. Sellamos un pacto, formaríamos una alianza inexpugnable, abandonaríamos nuestros nombres y seríamos Tom y Huck contra las tías Pollys del mundo y los muertos con cicatrices.

Huck, sólo por hoy voy a dejar mi vida en paréntesis y creer que nuestros recuerdos son reales y exactos, que no están contaminados por el tiempo y las derrotas. Recuerdo las mañanas de domingo, cuando los primeros rayos de sol se colaban por los huecos entre las persianas y dibujaban extrañas formas naranjas sobre la pared y me levantaba con el pecho agitado por la pronta aventura en nuestra parte del río. Cruzábamos los maizales y los caminos de tierra, pasábamos junto a la iglesia y veíamos sentados en grupos separados a los hombres vestidos de traje y mirada huidiza y las mujeres de negro y manos entrelazadas, siempre aquel negro que guardaba muertes y ausencias y que suponía una carga mayor que la de Sísifo, y nos quedábamos en el umbral entre la luz y la sombra y escuchábamos sermones sobre tinieblas y sufrimientos y esperábamos el momento donde los feligreses se golpeaban a una el pecho y la iglesia amplificaba aquel sonido de tormenta y tormentos. Llegábamos a nuestro propio Misisipí y nos bañábamos mirando al cielo y nos preguntábamos por las tinieblas y los pecados bajo el techo de la iglesia. Nos sentíamos libres en aquel recodo junto a la presa, las libélulas volaban sobre nuestras cabezas y las arañas de agua formaban pequeñas hondas que estremecían nuestros cuerpos y en la orilla quedaban restos de la balsa que intentamos construir y que se hundió en el centro mismo del pozo, el más negro abismo, la última frontera conocida. Salíamos purificados del agua. Recuerdo el pequeño taller de carpintero de tu abuelo, la penumbra junto a la ventana, el serrín y las motas de polvo en un rayo de luz, la mesa larga y firme, las viejas herramientas, tus manos que arreglaban angazos y azadas y los arcos y flechas que hicimos para recrear viejas batallas entre las ruinas de los pueblos abandonados, aquellos pueblos donde las casas se replegaban sobre sí mismas y desaparecían poco a poco y sólo se escuchaba el viento entre las piedras y cada sombra era un espíritu que quería ser recordado por última vez, lugares que hoy han desaparecido por completo y con ellos las historias y la memoria. El mundo está en perpetuo cambio y desaparición, Huck. Nos aventurábamos por las estrechas sendas fuera del camino, y buscábamos otras huellas en la vieja escuela o en una casa entre zarzas. En aquellas expediciones descubrimos la muerte. Recuerda, Huck, la golondrina que aleteaba nerviosa y sin fuerzas en el suelo. Buscamos gusanos entre la tierra húmeda y mojamos nuestras navajas en charcos para que las gotas de lluvia resbalasen por el filo y acabasen en su boca. Vimos agonizar a la golondrina en el barro. No encontramos nada puro o heroico en su muerte, sí soledad y dolor y miedo. Regresamos en silencio por el camino blanco, el frío de la golondrina en nuestras manos. Recuerdo las tardes de tormenta, cuando mis tías se encogían en la cocina de leña y apagaban las luces para que la tormenta pasase sin vernos y temblaban y pronunciaban sortilegios y promesas. La línea de oscuridad se acercaba desde los montes y nos engullía por entero. Era el lenguaje de los muertos, Huck. Salíamos a la tormenta y nos dejábamos empapar y ahí, en aquella lluvia torrencial, en el ruido de los truenos, en el viento contra nuestra cara, estaba nuestro futuro. Recuerdo, y es lo último que recuerdo, Huck, la última mentira que me creo, las luces y la música de verbena en el prado, los muchachos que bailaban bajo las estrellas y nuestra mirada que anhelaban sentir las formas de una mujer. Había luciérnagas en la oscuridad fuera del prado y su luz verde parecía temblar a la par que las estrellas. Me llevaste al cementerio y ahí, entre la luz de las estrellas y las luciérnagas y la sombra de la verbena, me enseñaste la tumba de mis abuelos, mis raíces hundidas en la tierra, mi memoria fuera de alcance. Agaché la cabeza y lloré, lloré por las historias que desaparecen, por los días de aventuras y las noches de meigas, por todos los sueños a los que he sido infiel, por esta vida que me alcanzó y me dejó fuera de ella, y sin un amanecer al que volver.

sábado, 21 de mayo de 2016

Francamente, Frank. Richard Ford

Richard Ford recupera a Frank Bascombe, y lo hace con una fórmula nueva, cuatro relatos cortos que se alejan, en la longitud, de las tres novelas que tuvieron a Bascombe como protagonista. Si en El periodista deportivo, Ford pone las bases del personaje, en El día de la independencia y Acción de gracias desarrolla de manera exhaustiva las ideas y venidas de Bascombe, sus intentos por definir sus etapas vitales, de encarar de la mejor posible su presente y buscar una especie de redención y paz con su pasado (su hijo muerto de forma prematura, su posterior divorcio, la aceptación por las grietas en su vida y por el paso del tiempo). Ford escoge fechas significativas, festividades clave dentro de la sociedad, y hace deambular a su personaje por las calles y las casas de su vecindad, atento a cada gesto, a cada cambio, tanto de las personas que lo rodean como de la política y economía del momento e, incluso, de los cambios en su ciudad, Bascombe que conduce por barrios nuevos o viejas casas reformadas, que reflexiona sobre los nuevos y viejos tiempos de la sociedad estadounidense, que intenta mirar con una distancia justa su propia vida e integrar su mundo interior en el exterior.

En los cuatro relatos de Francamente, Frank, Ford recupera algunos elementos de sus novelas sobre Bascombe, una fecha significativa, los días previos a la Navidad, sus viajes por las calles de la ciudad, su mirada atenta a cada persona, casa o gesto, las reflexiones y recuerdos de su propia vida. Bascombe tiene sesenta y ocho años, está jubilado, ha superado el cáncer de próstata y las heridas en el pecho de Acción de gracias, sigue leyendo en la radio para los ciegos y visita a los soldados recién llegados de las zonas de combate para intentar ayudarles a pasar por el regreso a una vida normal. La idea central de Bacombe es el tiempo, la vejez, la cercanía de la muerte, intentar cerrar algunos puntos de su pasado, sabiendo que, como las dos novelas que escribió en otros tiempos (en tiempos lejanos), no hay un final cerrado, sólo la sensación de haber dicho aquello que es necesario.

El huracán Sandy ha azotado la costa de Nueva Jersey. La gente se prepara para la Navidad. Bascombe, jubilado, regresa a su antigua casa de la costa, devastada por el huracán, se encuentra con la antigua moradora de su actual casa, que intenta volver para cerrar la historia que vivió en ella, visita a su primera mujer en una residencia de lujo o a un viejo conocido de los tiempos del divorcio. Ford parece entrecerrar historias dentro de Francamente, Frank, regresa a Bascombe para hablar de los tiempos políticos, de la búsqueda de una falsa seguridad y espiritualidad, de una sociedad que no sabe cómo integrar a las diferentes razas y creencias, del paso y el peso del amor, de la vejez como un lugar donde soltar lastre y quedarse con lo mínimo para aprovechar el momento. La conocida voz de Bascombe no ha perdido fuerza ni exhaustividad,

Los relatos de Ford, sólidos, reflexivos, se centran en encuentros donde hay una verdad que se atisba por el rabillo del ojo, una verdad a punto de ser revelada y que queda en el aire. Bascombe mira al escritor, periodista deportivo y agente inmobiliario, al marido y padre que fue, el intento por encontrar un equilibrio, el recuerdo de su hijo muerto, que tendría 43 años y del que se separó demasiado pronto, sigue reflexionando sobre su primer matrimonio, si hubo suficiente amor, qué fue lo adecuado, dónde estuvieron los fallos, sobre los hijos, sobre el poco tiempo que le queda por delante. En cada uno de los encuentros de Bascombe hay una búsqueda y cierta decepción, un intento de ajuste de cuentas, de solucionar el pasado, de cerrar historias, el propio Bascombe que intenta mostrar su “yo por defecto”, una imagen no del todo idealizada, no del todo completa, de sí mismo.

Estos relatos, sin llegar a la maestría de Rock Springs, son el reencuentro con un personaje y una forma de narrar que han formado parte de mis lecturas de los últimos años. Hay algo agridulce en ellos, se echa de menos una mayor extensión y profundidad. Todo regreso tiene algo de incompleto.







Lo que he intentado con mis visitas, y lo que una vez más trato de conseguir esta noche, es ofrecer a Ann lo que considero mi «Yo por Defecto», y ello procurando darle lo que creo que más quiere de mí: la verdad esencial. Lo hago presentándole el yo que me gustaría que los demás pensaran que soy, y que en el fondo soy: una persona que no miente (o rara vez), que no presupone nada del pasado, que siempre emprende el camino más fácil y optimista (cuando lo hay), que no prevé el futuro, que estiliza sus palabras (sin adornos), y en todos los casos se comporta como es debido. En mi opinión, ese yo representa de forma verosímil la mitad de la venturosa unión de dos almas buenas que todo casamiento promete sellar pero no logra realizar en la mayor parte de los casos, como ocurrió con nosotros tanto tiempo ha. Prosigo con esto por la posibilidad de que largos años de divorcio, más la aparición de la vejez y el valor agregado de la enfermedad mortal, ponga al fin algo de esa ventura a nuestro alcance. Ya veremos. (El cumpleaños de Sally Caldwell, su sexagésimo quinto, es mañana, y esta misma noche, pase lo que pase, me la llevo a cenar a Lambertville para celebrarlo, y después a renovar nuestras propias y venturosas promesas de segundas nupcias. Esta noche no voy a quedarme mucho tiempo en Carnage Hill).
La preocupación de Ann por la verdad esencial es, por supuesto, lo que acosa a la mayor parte de los divorciados, en especial si el cónyuge desechado sigue vivo. El punto de vista de Ann es fundamentalmente esencialista, según lo denominan los casuistas en el Seminario. Hace años, cuando nuestro hijo Ralph murió tan joven y durante una temporada yo anduve perplejo por las cosas de la vida, la mala suerte y un desconsuelo de grado casi manicomial, con la consecuencia de que nuestro matrimonio se precipitó por la pendiente, Ann llegó a convencerse de que yo, en esencia, no la quería lo suficiente. De otro modo habríamos seguido casados.
Arraigada en ese convencimiento está la milenaria búsqueda del filósofo de lo que es real y lo que no, con el matrimonio como un terreno de pruebas semejante a Arenas Blancas. Si Ann (éste es mi punto de vista sobre su punto de vista) lograra hacerme reconocer que sí, es cierto, realmente no la quería —o si la quería, en aquella época no la quise lo suficiente—, entonces ella estaría en condiciones de una vez por todas, antes de morirse, de saber algo verdadero, algo en lo que podría confiar plenamente: mi perfidia. Mientras que su propia esencia es, desde luego, lo contrario de la perfidia —bondad fundamental—, ya que está convencida de que con toda seguridad me quería lo suficiente.
Sólo que yo no lo reconozco. Con lo que Ann se pone quisquillosa, empieza a dar vueltas al problema y me lo restriega como un herida que no acaba de curarse. Aunque se curaría si dejara de irritarla de una vez.
Mi opinión es que en aquellos atroces días de hace tanto tiempo yo quería a Ann con todo el amor que cabía en mí. Si no era suficiente, al menos reventó las costuras. Por aquel entonces, lo realmente esencial (nunca me ha gustado el sonido de «realmente»; me gustaría sacarla a patadas de la lengua junto con otras muchas palabras) era su propia necesidad insaciable de estar… ¿cómo? ¿Segura de sí misma? ¿Afirmada? ¿Atendida? Todo lo cual es «amor», según su definición.
La deplorable muerte de nuestro pobre hijo y mis perplejas incoherencias fueron tristes contribuciones al fin de nuestro matrimonio: no hay discusión en eso. Culpable de lo que se me imputa. Pero es precisamente el ansia y la carencia que había en ella lo que, durante todos estos años, la ha dejado con una inquietante y fastidiosa sensación de la falsedad de la vida y el fracaso de no encontrar su debida esencia. Puede que Ann sea republicana en el fondo de su ser.
Richard Ford. Francamente, Frank. Traducción de Benito Gómez Ibánez. Anagrama.

viernes, 20 de mayo de 2016

leyendo Francamente, Frank. Richard Ford

El martes pasado leí un artículo en el New York Times sobre cómo sería verse lanzado al espacio exterior. Era un pequeño recuadro en la parte izquierda de una de las páginas interiores del suplemento de Ciencias de los martes, uno de esos artículos que rara vez se adentran en ese aspecto interesante, personal, de las cosas: el asunto que un relato breve de Philip K. Dick o Ray Bradbury trata a fondo con profundas (aunque absolutamente irrelevantes) consecuencias morales. En realidad, esos artículos del Times están sólo destinados a facilitar a los directivos de inferior rango de Schwab y a los aprendices de Ernst & Young con salario de esclavos temas descabellados que les hagan parecer muy cultos ante sus colegas-competidores durante los primeros minutos de calentamiento de cada mañana, y a que puedan sevirles de tema toda la jornada. («Cuidado, Gosnold, si no quieres que lance inmediatamente al espacio exterior todo ese análisis de mercado y a ti junto con él…». Fugaces movimientos de cejas, sonrisas por todas partes).
No hay nada tan sorprendente en verse lanzado al espacio exterior. La mayoría de nosotros no tardaría más de quince segundos en perder la conciencia, de manera que toda consideración sensorial y anímica resulta claramente irrelevante. El articulista del Times, sin embargo, observaba que los más saludables de entre nosotros (astronautas, pescadores de perlas de las Fiji) podrían, de hecho, permanecer con vida y conscientes durante más de dos minutos, a menos que contuvieran el aliento (yo no lo haría), en cuyo caso les estallarían los pulmones; aunque no la piel, eso es interesante. Los datos no eran muy precisos en lo que se refiere a la calidad de conciencia que persistiría: cómo se sentiría uno o lo que podría pensar en esos últimos y delicados momentos, la misma cantidad de tiempo que tardo en cepillarme los dientes o (a veces, según parece) en echar una meada. No es difícil, sin embargo, imaginar que uno se pondría a pensar en las musarañas dentro de la burbuja del casco, tratando de asimilarlo, no queriendo desperdiciar los últimos y preciosos momentos presurizados cayendo en un pánico absurdo. Interesándose probablemente en lo que estuviera al alcance de la vista: las estrellas, los planetas, la esfera verdiazul de la lejana Tierra, el curioso aspecto de la cercana, aunque tan lejana, nave nodriza, blanca y acerada, con «Old Glory» pintado en la proa; la atracción del abismo propiamente dicho. Resumiendo, uno intentaría pasar su breve y último intervalo de vida de una manera agradable no prevista de antemano. Aunque también cabe imaginar que esos dos últimos minutos pareciesen una vida exageradamente prolongada. (Gran parte de lo que leo y veo en la tele estos días, tengo que decir, parece encaminado a apartarme de la escena humana de la forma más rápida e indolora posible: haciendo que lo desconocido no sea tan penoso. Aun cuando el hecho de que las cosas tengan un final es a menudo lo más interesante que tienen, en la medida en que en su mayor parte las cosas no parecen acabar, ni mucho menos, con la suficiente rapidez).
Richard Ford. Francamente, Frank. Traducción de Benito Gómez Ibánez. Anagrama.

martes, 17 de mayo de 2016

El árbol. John Fowles

Una reflexión sobre la naturaleza, el mundo interior y exterior, lo humano y lo ultrahumano, la creación y el arte, la reivindicación de lo salvaje y el hombre verde frente a la mirada antropocéntrica del ser humano o los jardines simétricamente organizados, el recuerdo de la simbología medieval del bosque como un lugar peligroso y maléfico. Y, también, el repaso de la infancia y las primeras confrontaciones con el padre, los días en el campo durante la Segunda Guerra Mundial y asistir a otro mundo distinto al de las ciudades y pueblos urbanos, la naturaleza como modelo a imitar para la escritura.

John Fowles aúna ensayo y memoria en El Árbol, las primeras páginas dedicadas a su infancia cerca de Londres, los manzanos en el jardín de su padre, la pulcritud de una naturaleza artificial, el descubrimiento de Fowles de bosques y campos donde la naturaleza crece salvaje y libre y ahí, en ese salvajismo, un microcosmos de bosques y animales con sus propias reglas, una vida que crece de forma diferente, sin poda (y la dificultad de los frutos sin podar, los árboles ajenos a la causa humana), una naturaleza libre que lo separa de la mirada ordenada del padre.


En secreto, anhelaba cada vez más todo aquello de lo que carecía nuestro entorno: el espacio abierto, lo salvaje, las colinas, los bosques… Creo que principalmente echaba de menos los árboles «reales» del bosque. Con una o dos excepciones (las marismas de Essex, la tundra ártica) siempre he odiado la visión de un campo llano y sin árboles extendiéndose ante mí. Semejantes espacios parecen dominados por el paso del tiempo, que va marcando su pauta de forma implacable, como un reloj. Pero los árboles distorsionan el tiempo o, más bien, lo que hacen es crear una variedad de tiempos: aquí denso y abrupto, allí calmado y sinuoso. Nunca lento y pesado, nunca mecánico ni ineludiblemente monótono.


Fowles se lamenta de la mirada antropocéntrica del hombre, de la falta de comunión entre la mirada interior y la exterior, de los límites férreos y la querencia por ordenar el caos, de parcelar y cosificar aquello que nos rodea, nuestra necesidad de nombrarlo (y, por tanto, poseerlo) y cómo nos apartamos de una mirada abarcadora, una especie de miedo al vacío, incapaces de ver el conjunto.


En un bosque, la «frontera» visual real que simboliza un árbol cualquiera suele ser imposible de distinguir, al menos en verano. Nos sentimos (o creemos que nos sentimos) más próximos a la «esencia» de un árbol (o a la de su especie) cuando nos encontramos con un árbol aislado, como nosotros. Pero la evolución no ha querido que los árboles crezcan de manera individual. Resulta que son criaturas mucho más sociables que nosotros, y un ejemplar aislado no es más natural de lo que sería un marinero varado o un ermitaño. Su asociación crea o apoya a su vez la asociación de otros grupos de plantas, insectos, aves, mamíferos, microorganismos… Seres, todos ellos, que podemos volver a seleccionar para ejercer sobre ellos una nueva labor de aislamiento y parcelación, pero que seguirán manteniendo una misma entidad ideal, o la experiencia entera, de lo que significa el conjunto de un bosque. De hecho, es así como siguen concibiéndolos la totalidad de los grupos indígenas, y fue así como los contemplaron las sociedades primitivas.


Como Thoreau, Fowles busca en los bosques, en la naturaleza más alejada de las urbes, una forma de libertad y descubrimiento. En El árbol, Fowles recuerda los pasados adjetivos que se asociaban a los bosques, maléfico, aventurero, misterioso, el bosque como un lugar donde vive una fuerza oculta, un mal que combatir, un lugar hostil, el presente donde hay que categorizarlo todo, perdiendo una cierta observación solitaria y silenciosa. El árbol termina con una caminata de Fowles por el bosque de Wistman, la experiencia personal de Fowles ante un paraje extraño, el silencio y los sentidos propios.

 
Todo esto, esta ausencia de nombre, se produce independientemente de toda nuestra ciencia y de todas nuestras manifestaciones artísticas, ya que su secreto consiste en ser, no en decir. Para nosotros, esta realidad resulta inmensamente valiosa dado que no se puede reproducir, y su existencia solo puede ser aprehendida por otro ser que se encuentre presente ante ella, a través de sus propios sentidos y de su propia conciencia. Cualquier otra experiencia de la misma que se celebre por medio de un duplicado o una réplica, por medio de una imagen concreta, de una palabra «ajardinada». A través de otros ojos y de otra mente, la traiciona. La elimina. Y es aquí donde se encuentra el consuelo de la naturaleza, su mensaje, que se extiende más allá del estricto universo particular del bosque de Wistman. Únicamente de una manera personal, de una manera directa, podemos llegar a conocer la realidad natural, en su propio presente. Nadie puede comprenderla a través de otro. Ni siquiera parcelándola. Solo se puede llegar a través de uno mismo.


El árbol es un hermoso ensayo, una defensa de lo salvaje y del caos ante el orden, de la eliminación de límites y fronteras.
John Fowles. El árbol. Traducción de Pilar Adón. Impedimenta.

lunes, 9 de mayo de 2016

luciérnagas según Ray Bradbury

— ¡Un fantasma! -gritó Tom.
— No -dijo una voz-, soy yo.
La luz lívida flotaba en el oscuro dormitorio, que olía a manzanas. En un frasco que parecía suspendido en el espacio, centelleaban innumerables copos de luz crepuscular. Bajo esta débil luz, los ojos de Douglas parecían pálidos y solemnes. Estaba tan quemado por el sol que la cara y las manos se disolvían en la oscuridad y el camisón parecía un espíritu desencarnado.
— ¡Dios! -siseó Tom-. ¡Dos docenas, tres docenas de luciérnagas!
— ¡No grites!
— ¿Para qué las cazaste?
— Nos pescaron muchas veces mientras leíamos con una linterna entre las sábanas, ¿no es cierto? Pero nadie sospechará de un frasco de luciérnagas. Pensarán que es un museo nocturno.
— Doug, ¡eres un genio!
Pero Douglas no respondió. Muy gravemente, puso la luz intermitente sobre la mesa de noche, tomó el lápiz y empezó a escribir en la libreta. Las luciérnagas ardieron, murieron, ardieron, murieron, y en los ojos de Douglas se reflejaron tres docenas de fragmentos de pálido color verde mientras escribía durante diez y luego veinte minutos, clasificando y ordenando, una y otra vez, los hechos que había reunido demasiado rápidamente durante la estación. Tom miró hipnotizado la pequeña hoguera de insectos que saltaba y se recogía en el interior del frasco, hasta que se quedó dormido, apoyado en el codo. Douglas escribió un poco más y al fin resumió todo en una última página:

NO PUEDES DEPENDER DE LAS COSAS PORQUE...
...como las máquinas, por ejemplo, se rompen o se oxidan o se pudren, o a veces ni siquiera se fabrican... o acaban guardadas en un garaje...
...como los zapatos de tenis, sólo puedes usarlos hasta cierto punto, con cierta rapidez, y luego tocas tierra nuevamente...
...como los tranvías. Los tranvías, aunque sean tan grandes, llegan siempre al fin de la línea...

NO PUEDES DEPENDER DE LA GENTE PORQUE...
...todos se van. Los desconocidos mueren.
...los conocidos mueren. Los amigos mueren.
...unos matan a otros, como en los libros.
...hasta tus propios padres mueren.
Así que...

Douglas tomó dos veces aliento, dejó escapar lentamente un poco de aire, que siseó entre los dientes apretados, y terminó de escribir con letras mayúsculas:

ASI QUE SI LOS TRANVÍAS Y LOS COCHES Y LOS AMIGOS Y LOS CASI AMIGOS SE VAN POR UN RATO O PARA SIEMPRE, O SE OXIDAN O SE ROMPEN O MUEREN, Y SI LA GENTE PUEDE SER ASESINADA, Y SI ALGUIEN COMO LA ABUELA QUE IBA A VIVIR SIEMPRE, PUEDE MORIR... SI TODO ESTO ES CIERTO... ENTONCES... YO, DOUGLAS SPAULDING, ALGUN DÍA DEBERÉ...

Pero las luciérnagas, como extinguidas por los sombríos pensamientos de Douglas, se apagaron suavemente.
No puedo escribir más, pensó Douglas. No escribiré más. No quiero, no quiero terminar esta noche.
Miró a Tom, que dormía con la cara apoyada en la mano. Le tocó la muñeca y Tom se derrumbó suspirando sobre la cama.
Douglas recogió el frasco de vidrio con sus oscuras manitas frías y las luces se encendieron otra vez como animadas por su mano. Acercó el frasco a la libreta. Había que escribir las últimas palabras. Pero fue en cambio a la ventana y empujó el marco con la tela de alambre. Desenroscó luego la tapa del frasco y arrojó las luciérnagas en un pálido rocío de chispas a la noche en calma. Las luciérnagas abrieron las alas y se alejaron.
Douglas miró cómo se iban. Parecían pálidos fragmentos en el último crepúsculo de la historia de un universo moribundo. Se alejaban como últimos jirones de esperanza. Le dejaban a oscuras las manos, la cara, el cuerpo, y el interior del cuerpo. Lo dejaban vacío como el frasco de vidrio que ahora, sin advertirlo, se llevaba con él a la cama donde trataría de dormir…
Ray Bradbury. El viento del estío. Traducción de Francisco Abelenda. Ediciones Minotauro

viernes, 6 de mayo de 2016

Los peces no cierran los ojos. Erri De Luca

El mundo de la infancia, el cuerpo de niño como una crisálida que contiene todos los cuerpos futuros, una isla y un muelle y el mar que hablan de porvenir y pérdida, los días fugaces de verano donde se trastoca nuestra mirada y empezamos a reconocer las señales del mundo adulto, la justicia y el amor y cada gesto que nos lleva a ellos y que nos diferencia de los demás, mojarse las manos con agua de mar para quitar el olor de la piel, buscar una pelea y no defenderse para romper nuestro cuerpo, y con el dolor y la sangre y las heridas, hacer sitio a un nuevo cuerpo, más completo y maduro.

Hace tiempo descubrí Montedidio, un libro breve y nostálgico sobre la infancia y el Nápoles de los años cincuenta. Los peces no cierran los ojos repite el esquema de Montedidio, breve, nostálgico, frases sencillas y cortas, para que se puedan pronunciar sin perder el aliento, a veces poéticas, a veces sensibleras. Erri De Luca escribe sobre aquellos momentos significativos del pasado que nos conforman como adultos y que arrastramos durante toda nuestra existencia, el instante clave donde descubrimos el amor o la lejanía o un sentido puro de la justicia y empezamos a dialogar con el mundo, un intercambio de preguntas y golpes.

El narrador de Los peces no cierran los ojos pasa sus vacaciones con su madre, una isla, una playa de pescadores, lavarse las manos con agua de mar para conseguir más y mejores capturas. Tiene diez años, las dos cifras como símbolo del inicio de la madurez, del abandono de la infancia, y recuerda aquellos días como un momento decisivo. El narrador recuerda desde una distancia triste, intercala aquellos días de verano con retazos de lo que fue después, las luchas y revoluciones de los sesenta, los trabajos en fábricas y obras, las miradas apagadas de sus padres con el tiempo, es difícil no ver Los peces no cierran los ojos como un capítulo de un libro de memorias.

Hay un instante crucial, la conversión de la letra o de amor de corta a alargada. El narrador lee los libros de su padre y resuelve pasatiempos en la playa, descubre una niña lectora, el inicio de un intercambio, de las primeras señales de la llegada de la madurez. El amor como una especie de baile y desencuentro, de desentrañar sus códigos y estar ante algo nuevo e inmenso. Dos niños de diez años que se cruzan y cuyo encuentro será determinante.

Los peces no cierran los ojos es mi tercer libro de De Luca, su escritura sencilla y nostálgica, el pasado como un lugar al que volver para descubrir quiénes fuimos como adultos, las historias que se deslizan de manera tenue, sus libros breves que se pueden leer en un par de horas y acompañar los recuerdos y reflexiones de los personajes. A veces la escritura de De Luca cae en la sensiblería, pero tiene buenos momentos, las noches de pesca o los libros y creer en Don Quijote, un libro de iniciación y recuerdos y el abandono de la infancia.







A mi alrededor no veía y no conocía ese verbo amar. Acababa de leerme el Don Quijote entero y lo había confirmado. Dulcinea era leche cuajada en el cerebro del caballero heroico. No era dama y se llamaba Aldonza. Supe después que para los lectores era un libro divertido. Yo me lo tomaba al pie de la letra y me hacían llorar de rabia las palizas que tenía que recibir en cada capítulo.
Sus cincuenta años intrépidos y resecos eran para mí, en aquel tiempo, la edad de cornisa para quien roza el abismo como un sonámbulo. Temía por Quijote de un capítulo a otro. Precisamente mi malicia de lector me serenaba: al libro le quedaban páginas por delante a centenares, no podía morir en las primeras. Me provocaba lágrimas de rabia ese escritor que abollaba a golpes a su criatura. Y tras los bastonazos, las derrotas, a mayor penitencia le abría los ojos, la abertura de un momento, para dejarle ver la realidad tan miserable como era. Y, por el contrario, era él quien tenía razón, Quijote, según mis diez años: nada era lo que parecía. La evidencia era un error, por todas partes había un doble fondo y una sombra.

***

En aquellos años, no era raro que hablara solo. Me dirigía al cuerpo:
—¿Cómo soportas todo esto?
Permanecía sosegado bajo la carga del turno de trabajo, contestaba desde una paciencia desconocida. Yo me daba cuenta de que era un animal antiguo, transmitido hasta mí por los antepasados que lo habían domesticado a base de esfuerzos, peligros, ferocidades, escasez. Con el acta de nacimiento se hereda el inmenso tiempo precedente impreso en el esqueleto.
Al borde del sueño me desprendía del cuerpo, me derrumbaba en el vacío, mientras él se ponía a reparar fibras, a coser heridas, a rastrillar energías para el día siguiente. Era un taller.
He habitado el cuerpo encontrándomelo ya lleno de fantasmas, pesadillas, tarantelas, ogros y princesas. Los reconocía al toparme con ellos en la espesura del tiempo asignado. A la chica no, ella fue una primicia incluso para el cuerpo. Cerca de ella, reaccionaba con ímpetu en las vértebras, hacia arriba en un crecimiento repentino. Me percataba del cuerpo, de su interior, junto a ella: del latido de la sangre a flor de muñeca, del ruido del aire en la nariz, del tráfico de la máquina corazón-pulmones. Junto a su cuerpo exploraba el mío, calado en su interior, zarandeado como el cubo en el pozo.
Hay en el cuerpo nieve que no se derrite en ningún Ferragosto, permanece en el aliento como el mar dentro de una concha vacía. No maldigo esa nieve que me embutía los oídos.
Erri De Luca. Los peces no cierran los ojos. Traducción de Carlos Gumpert Melgosa. Seix Barral.