Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 2 de diciembre de 2016

Lección de alemán. Siegfried Lenz

Las alegrías del deber. Como tema de una redacción. Y un muchacho que se ve desbordado y no encuentra un inicio y se acumulan recuerdos y personas y tiempos en un mismo punto, el bloqueo de no saber dónde y cómo empezar, el castigo en una celda hasta presentar su redacción al director del reformatorio en el que vive encerrado, las vistas de su habitación al Elba y a las otras islas donde cambian la luz y el paisaje y las estaciones y los buques rompen el hielo o se dirigen a otras tierras, y ese castigo, escribir en soledad la redacción hasta terminarla, se convierte para Siggi en memoria, búsqueda de una cierta verdad y confrontación, en intentar unir los pedazos de quien fue y tratar de recomponerlo en una imagen nítida y completa, en la imposibilidad de un final cerrado.

Hay lecturas que son una lucha. Por su gusto por el detalle, por su cambios de ritmo e interés, por aquello que se esconde bajo la superficie, por pasar de páginas brillantes a otras aburridas y lentas (en el peor sentido de la palabra). Lección de alemán es deslumbrante en su mayor parte, y, también, tediosa por momentos, y es en esos vaivenes donde se produce la mayor lucha (el seguir adelante cuando no capta mi atención). Pero es en su descripción del deber y la obediencia en tiempos de guerra, en su excepcional acercamiento al carácter obsesivo y maniático de un pueblo, donde gana. Y lo hace con una escritura detallista y poética, donde los recuerdos parecen bocetos de un cuadro o algo entrevisto por el rabillo del ojo que, con el tiempo, forma una imagen completa.

Lección de alemán es un muchacho ante un puñado de cuadernos, una habitación y el castigo de terminar una redacción que entregó en blanco. El tema, las alegrías del deber, lleva a Siggi a los paisajes y personajes que el pintor Nansen retrata y transforma en sus cuadros, la península, el mar del Norte, el horizonte grisáceo, las caras de familias y vecinos transformadas en seres extraños y mitológicos que representan temor, dudas, ira, luz, al puesto de policía que comanda su padre, un hombre recto y estricto que se asemeja al gran hermano de la zona y que recibe la misión de vigilar al pintor, prohibirle pintar por considerar los mandos nazis su arte como degenerado. Es ahí, en la obediencia estricta más allá de la cordura del policía, donde se encuentra lo mejor de Lección de alemán.

Vonnegut recordaba una conversación con Heinrich Böll donde el escritor alemán le confesaba que la obediencia era el peor de los defectos de su pueblo. Lenz, a través del juego del gato y el ratón que inician el pintor y el policía, muestra cómo fueron posibles las atrocidades nazis por culpa, entre otros motivos, de esa obediencia y fe ciega en el poder y la palabra del superior, ninguna reflexión, ninguna duda, el policía que acata las ordenes y vigilará y perseguirá al pintor más allá de todo límite, incursiones nocturnas, búsqueda de bosquejos y cuadros, quema de toda obra del pintor, el padre de Siggi un implacable servidor de un régimen al que no cuestiona, su forma de actuar más allá de las dudas y la reflexión, los gestos mecánicos, sin culpabilidades, un hombre cuya obediencia excede el tiempo de guerra, que lleva su mandato más allá del tiempo establecido, a pesar de recuperar el pintor sus libertades, de saber que aquellos cuadros degenerados fueron confiscados para financiar la guerra. Hay momentos donde su obediencia es tragicómica, como en la llegada de los primeros tanques a la zona y el padre de Siggi que forma con cuatro hombres la vigilancia de caminos y la resistencia a todo un ejército.



«Se comenta que vas detrás de él», dijo el cartero. «¿Detrás de él? ―dijo mi padre―. ¿Qué quiere decir que voy detrás de él? Le transmití lo que se había dispuesto contra él… Es mi trabajo.» «Se comenta ―dijo el cartero― que no le quitas ojo ni de día ni de noche, incluso en la oscuridad.» «Tengo que vigilar que cumpla con la prohibición de pintar», dijo mi padre escuetamente. Y Okko Brodersen, que estaba preparado para esta respuesta: «Se comenta que haces más de lo necesario. En todo caso, más de lo que te exige cumplir con tu deber de policía.» «Vosotros no tenéis ni idea de lo que ellos esperan de mí», dijo mi padre. «No ―dijo el cartero―, puede que no lo sepamos, pero todos creen estar informados de lo que tú esperas de ti mismo en este asunto. Dicen que has tomado iniciativas propias.» El policía del puesto de Rugbüll se encogió de hombros y miró con serenidad a aquel hombre al que era fácil encontrar a su lado en varias de las fotografías de su despacho, incluso en la ovalada en la que el artillero aparecía arrodillado junto a su obús. Después cerró los ojos, reflexionó y se tomó su tiempo antes de decir, más o menos: «Yo tengo mi misión, y él la suya. Ya le he explicado lo que no puede hacer y él me ha explicado lo que seguirá haciendo. No puedo permitir excepciones, pero él se ha empeñado en ser la excepción. Díselo a todos aquellos que tanto comentan. Vuelve tranquilo con ellos y explícales que los dos hacemos nuestra parte: él y yo. Que ya nos hemos dicho todo lo que nos teníamos que decir y que cada uno conoce las consecuencias que pueden tener sus actos.»


Siggi tiene problemas para centrar su redacción. Se acumulan personajes y paisajes, el camino del puesto de policía a la casa del pintor, el viejo molino que usa como escondite, los cuadros del pintor, la bicicleta del padre y el padre mismo con fiebres y videncias, el cartero manco, la madre hierática, el tabernero que fracasa en cualquiera de sus proyectos, los atisbos de la guerra que llegan del mar y el aire. Encerrado durante meses en una habitación, se parece a su padre al llevar su deber hasta el límite. Siggi está dividido entre la figura paterna, minuciosa y estricta y que le ordena vigilar al pintor, y el mundo imaginario del pintor, un hombre extraño y amable (y furibundo a veces) que transforma el mundo que le rodea en imágenes y trazos vigorosos y que seguirá pintando a pesar de la prohibición de la prohibición nazi (e inventará una serie de cuadros invisibles, lienzos o bosquejos que guardan pequeñas señales donde deberían ir una luz, la confluencia del mar con el horizonte, un personaje). El enfrentamiento entre ambos pone a Siggi en una encrucijada, el mandato del padre, los días en el taller del pintor que realmente iluminan su infancia.

Lección de alemán avanza entre los recuerdos de Siggi y los cambios de estación que se ven desde su habitación, la distancia con la que se enfrenta a su pasado y la forma progresiva donde algo extraño enraíza en él, la lucha entre la obediencia al padre y su cercanía con el pintor. Siggi intentará cumplir ambas y algo se resquebrajará en él, acabará por ver una pequeña llama en los cuadros del pintor que le obligará a robarlos y ponerlos a salvo de la quema.

Hay algo más que este enfrentamiento, están los caminos, aquellos que unen el puesto de policía con la casa del pintor, que pasan por el dique, el viejo molino semiderruido, las granjas o bajan al mar del Norte, que llevan a Siggi fuera de su paisaje hasta las diferentes escuelas por las que pasa, caminos donde se extiende una luz y una línea que Siggi recuerda cambiantes y extrañas, caminos de tierra que guardan historias.



Incluso cuando ya me había familiarizado tanto con el camino que habría podido recorrerlo con los ojos cerrador, los trayectos de ida y vuelta a la escuela de Glüserup jamás me llegaron a aburrir, ni siquiera cuando me tocaba pedalear exhausto contra el viento. Nada se movía de su lugar, pero los cambios de la luz y del cielo hacían que cada pareciera diferente del anterior. ¡Cuántas sorpresas deparaba ya solo el mar del Norte, que a la ida aún se presentaba calmado y dormido, lamiendo la playa, pero al regresar lanzaba temblorosas olas de tinta turquesa contra las tablas del dique! O las granjas, a veces tan modestas y condenadas a permanecer bajo cortinas de lluvia, perdidas en el gris de fondo, para después, cuando un blanco lechoso las iluminaba, o cuando resplandecían los prados delante o detrás de las fincas, aparecer amplias y seguras de sí mismas, con el humo del mediodía saliendo de las chimeneas. O el viento, que a veces silbaba a través de las radios de la bicicleta, demostrando así su satisfacción cuando me encontraba en apuros. Ese mismo viento que después te arrojaba una ráfaga de lluvia a la cara o hacía que la manta de agua temblara y me golpeara o trataba de tirarme al suelo en el dique. ¡Cómo cambia todo aquí, en cuestión de días, incluso de horas, y qué a menudo se puede reflexionar sobre las diferencias, incluso con excitación, si uno quiere!


Lenz se acerca a un pequeño pueblo alemán para hablar de obediencia y falta de escrúpulos, una manera admirable de retratar la Alemania de la segunda guerra mundial.

(Una última cosa. Hay, al menos, una docena de erratas a lo largo de la novela, comillas que no se cierran, ardid por ardió, el algunos casos por en algunos casos, algo que me extraña en una editorial de calidad como Impedimenta).








El comisario del Land quiso saber si el pintor había estado en Londres alguna vez. No, nunca había estado, y dudaba también de si podría ir algún día. Antes hubiera viajado con gusto, pero ahora… Además, tenía algo contra las grandes ciudades, todavía. Y, por otro lado, aquí, entre Glüserup y la carretera de Husum, todavía le quedaban muchas cosas por descubrir. Jamás lograría captar del todo este pedazo de tierra y a su gente, pero iba a tratar de ir un poco más allá en esa comprensión. El general se interesó entonces por saber si una gran ciudad no sería más interesante para desarrollar su trabajo de artista, y el pintor contestó algo que no olvidaré jamás: «Las grandes ciudades que necesitamos se encuentran en nuestro interior, en nosotros mismos. Mi metrópoli está justo aquí. Aquí tengo todo lo que necesito, e incluso más. Los pocos años que me queden no me alcanzarán para contarlo todo sobre este pedazo de tierra, y me refiero solo a aquello que merece la pena contar. Ya con la población de este lugar, con su tierra, su aire, con los pantanos durante la noche o la playa… Y la manera de aguzar el oído de estos habitantes cuando el cielo está oscuro, su miedo, sus rostros, su forma lenta de pensar o ese modo en que dirimen sus conflictos con la ley, ¿no, Jens?».
Mi padre se irguió con un sobresalto y miró al pintor sin comprender. «Me refería dijo el pinto a mi padre a lo que tú, por tu experiencia, has comprobado de la gente de aquí. No creo que de una gran ciudad se pueda contar tanto. Aquí se encuentra cuanto existe en el mundo, ¿o me equivoco?» E hizo una pausa. Todos esperaban una respuesta, o al menos una confirmación por parte de mi padre. Le miraban fijamente. Pero el policía del puesto de Rugbüll no pronunció una sola palabra. Se limitó a asentir.
Siegfried Lenz. Lección de alemán. Traducción de Ernesto Calabuig. Impedimenta.

2 comentarios:

Francisco H. González dijo...

Hola. La acabo de terminar y coincido con lo que dices, algunas páginas son deslumbrantes y otras tediosas. Creo que va de más a menos y me resulta descompensada. Algunos temas creo que se podían haber reforzado más, pues casi todo queda en el aire, muy epidérmico. No obstante tengo curiosidad por leer la recién publicada El desertor.
Saludos.

caminos que no llevan a ningún sitio dijo...

Hola, Francisco. Yo tengo ganas de leer El barco faro y comprobar si no tiene los altibajos de Lección de alemán. A pesar de todo la recuerdo como una buena lectura. Saludos