Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 26 de octubre de 2016

En el ejército del faraón. Tobias Wolff

Escribe Wolff: ¿Cómo se cuenta una historia tan terrible? Tal vez una historia así no haya que contarla. Sin embargo, a la larga será contada. Per en cuanto uno abre la boca se encuentra con problemas: problemas de memoria, problemas de tono, problemas éticos. ¿Cómo puede uno juzgar al hombre que fue cuando ya ha escapado de sus circunstancias, sus miedos y sus deseos, cuando apenas recuerda quién era? ¿Y cómo, honradamente, puede evitar juzgarlo? ¿Acaso no hay en el acto mismo de la confesión una obscena autofelicitación por la virtud requerida para ver la propia falta y asumirla? ¿Y no es típico del chico americano querer que los demás admiren la pena que le causó destrozar casas ajenas? ¿Qué le debe uno al oyente, y qué oyente es uno? Tobias Wolff se cuestiona sobre la capacidad de la memoria, de trasladarse a un momento concreto del pasado y recrear lo vivido, qué partes faltan y cuáles han sido cambiadas por la distancia y el tiempo, qué hay de acomodo al presente y qué de intento de perdón y redención ante los recuerdos bélicos.

En el ejército del faraón, Wolff habla de su experiencia en Vietnam, su paso a la madurez dentro de una guerra y su forma de llegar a ambas, la madurez obtenida en una tierra desconocida y en una situación límite y violenta, la percepción de la muerte, real y constante, la locura y las imágenes impensables (de helicópteros arrastrando cañones y destrozando las cabañas de un poblado con su vuelo cercano a tierra, de campesinos vietnamitas que intentan convivir con la rutina de la guerra, de soldados pasados de vueltas y la destrucción de una ciudad, de la capacidad del miedo para bloquear y sacar lo peor del ser humano). Wolff inicia En el ejército del faraón ya en Vietnam, su búsqueda de un televisor para ver el especial de Bonanza en el día de Acción de Gracias, Wolff un oficial en un poblado del sur que hace de enlace y asesor del ejército vietnamita y que busca una forma de salir por in instante de la guerra y volver a casa. A partir de ese inicio (la llegada al campo de suministros, el robo de la tele, la vuelta al poblado, el encuentro con una secretaria vietnamita que le hace sentir la desconfianza hacia lo que representa del pueblo en el que vive), Wolff mezcla los campos de adiestramiento con la guerra y su vida de civil a lo largo de sus memorias, un cruce donde el miedo es protagonista, un miedo cerval y agónico.

Wolff, apenas un muchacho de veinte años, ve Vietnam como una salida. Sin estudios, con el padre recién salido de la cárcel, sin un destino claro más allá de querer ser escritor, Wolff se alista y acaba como oficial asesor en un pueblo del sur de Vietnam, el paisaje nuevo, los arrozales, la idea de que, tras cada camino, cada árbol, hay un peligro y un enemigo. Wolff, un muchacho aislado del mundo conocido, que recibe cartas de casa y ve que es el azar el que gobierna la muerte en la guerra. Hay momentos de especial lucidez, la decepción al descubrirse usado de manera estúpida, los intentos inútiles por acercarse al otro, la batalla de Tet, donde los hombres disparan a todo aquello que se moviese, amigo o enemigo, el miedo agarrado a las entrañas y las casas derruidas, sentir dentro un personaje extraño y con una ironía hiriente.

Una parte importante de estos recuerdos lo ocupa la relación con el padre. Timador, recién salido de la cárcel, Wolff lo visita antes y después de Vietnam. Intentan un acercamiento, algo que los una, que los haga sentirse importantes para el otro, salen a cenar o a beber, hablan del futuro sabiendo que es algo quebradizo. Wolff vuelve de la guerra decepcionado, con un humor sarcástico, con los recuerdos de muerte y destrucción, la forma en cómo el tiempo parece cicatrizar las heridas, sólo parece. Es ahí, en ese final tras Vietnam, con el intento de volver a una normalidad extraña y tener una especia de cercanía con el padre, donde se ven más claramente las heridas y lo difícil que es volver, todas las dudas y las preguntas.









No tenía dificultades con nada en especial, no había ninguna destreza que no pudiera aprender con tiempo. Simplemente dejé de habitar mi personaje. Me situaba a distancia, mirando cómo aquel falsario escandaloso hacía de emboscador invisible, de experto en cuchillos, de asesino tiznado que atisba un resquicio para estrangular a un absoluto desconocido con una cuerda de piano. Y en la creciente distancia entre la actuación y la observación de lo actuado se abrieron paso, primero con sutileza, luego entrometiéndose, el descreimiento y la ironía corrosiva. Estaba en crisis, pero apenas reconocí con qué gravedad hasta un día de primavera, dolorosamente puro, en el foso de serrín donde practicábamos lucha cuerpo a cuerpo.
Habíamos hecho una pausa para fumar. Echados de espaldas, yo miraba el cielo. Detrás de mí, los dos instructores que se habían sentado contra los sacos de arena que rodeaban el foso. Uno de ellos acababa de recibir la convocatoria para Vietnam, y estaba diciendo que esa vez se negaba a volver. Ya había cumplido dos servicios de seis meses y era suficiente. El otro sargento murmuró palabras de conmiseración y le dijo que podía protestar la orden, pero que probablemente no le serviría de nada. La muestra de reticencia no parecía sorprenderlo en absoluto; ni siquiera fingía comprensión. Se le oía afligido. «No pienso ir», decía el sargento de la convocatoria. «No pienso ir.»
El resto de la sesión los dos estuvieron atontados. Se limitaron a actuar por pura fórmula.
Eso me dio que pensar. Allí tenía yo a un hombre que conocía todos los trucos, y lo bastante bien para enseñárselos a otros. Había estado en Vietrnam dos veces, con suficiente competencia para volver a casa. Sin embargo, tenía miedo. Tenía miedo y no se cuidaba de ocultárselo a otro que había estado allí, seguro de que no sería juzgado. ¿Qué clase de conocimiento compartían, para haber llegado a un acuerdo así?
Y si ese sargento insuperable tenía motivos para el miedo, ¿qué decir de mí? ¿Qué ocurriría cuando me pasaran la cuenta y tuviera que ser realmente el asesino impasible y astuto que había simulado?

***

En un mundo donde la mayoría de los hechos transcendentales suceden por azar, o por causas insondables, uno no busca ayuda en la razón. Uno confraterniza con los misterios. Se da aliento con ensalmos, augurios, ritos propiciatorios. Sin que uno lo sepa ni acepte, la primordial creencia del troglodita en el sacrificio sangriento comprar una vida por otra le empieza a calar los huesos. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Allí donde uno mire ve morir gente: soldados de los dos bandos, campesinos, maestros, madres, padres, escolares, enfermeras, amigos; pero uno no muere. Los han matado en vez de matarlo a uno. Es una observación inevitable. Como, con el tiempo, lo es el corolario implícito en el giro en vez de: en lugar de. Los han matado en lugar de uno: en su lugar. No es que uno piense mucho en ello, no en su momento ni en esos términos, pero inevitablemente lo siente, y no deja de sentirlo. Es del milagro de lo que uno debe huir, de la duda inacabable sobre el derecho a la propia vida. De la corrupción que sufre todo superviviente, del deber de preguntarse en adelante el motivo y probar que era justo.

***

Sólo cuando al fin recuperamos la ciudad, cuando el último francotirador cayó de su tejado, me di cuenta de lo que habíamos hecho, nosotros y el Vietcong juntos. El lugar era una ruina; dos semanas más tarde aún humeaba, aún olía dulcemente a cadáveres. Había cadáveres por todas partes: en las calles, flotando en el embalse, sepultados o a medio sepultar en edificios derruidos, gesticulantes, ennegrecidos, hinchados de gas, con extremidades cercenadas o en ángulos extraños, algunos sin cabeza, otros quemados casi hasta el hueso, en medio de un olor tan denso y hediondo que simplemente para movernos por la ciudad teníamos que usar máscaras quirúrgicas empapadas de colonia, aftershave, desodorante, lo que hubiese. Cientos de cadáveres y la cifra no dejaba de aumentar. Cuadrillas de excavadores tamizaban los escombros en busca de supervivientes. Encontraban algunos pero sobre todo encontraban más cadáveres. Los envolvían en alfombrillas de tatami y los dejaban al borde del camino para que los recogieran. Un día pasé junto a una hilera de casi una manzana, todos  niños, los pies asomando por debajo de las alfombrillas. El conductor me dijo que habíamos bombardeado una escuela donde los habían reunido para enseñarles historia y canciones revolucionarias. No lo creí. Parecía uno de esos cuentos que siempre circulan después. Pero tal vez fuera cierto.
Ahora que había pasado el peligro podía permitirme ciertos remordimientos por lo que había hecho, pero ya entonces sabía que al primer signo de peligro desaparecerían. ¿Y los vietcongs qué?, me preguntaba a menudo. ¿Ellos no lo sentían? ¿Tanto amaban su futuro perfecto que sin ninguna vergüenza podían ofrendarle niños, niños y familias y ciudades, sus propias ciudades? Debía de ser así, porque siguieron haciéndolo. Y al final alcanzaron su futuro. Cuanto más de su país le ofrendaban, más cerca lo tenía. 
Tobias Woff. En el ejército del faraón. Traducción de Marcelo Cohen. Alfaguara.

miércoles, 19 de octubre de 2016

Richard Ford en La última oportunidad

En Vietnam, Quinn se había convertido en un virtuoso del estudio de la luz. La luz desempañaba un papel decisivo en el modo como te comportabas, y te las arreglabas para sobrevivir, pues todo era cuestión de ver y no ver. La adecuada distribución de neblina oriental y verde de estiércol en la superficie de un arrozal desierto, y una hilera de palmeras, era capaz de hacerte dar un salto y, durante un momento especial, un momento celestial, no te encontrabas allí, sino muy lejos, en una playa del lago Michigan envuelta en la neblina gris de la tarde, con patos que parecían copos de espacio gris volando en dirección a Indiana, y el día entero se apoyaba dulcemente sobre una pesada ráfaga de aire nocturno. Y entonces podías olvidarte de todo, relajar los ojos, salir de ti mismo por un momento y sentirte en comunión con el mundo antes de que el paisaje recuperase su función de zona de guerra.
Richard Ford. La última oportunidad. Traducción de Mariano Antolín Rato. Anagrama.

viernes, 7 de octubre de 2016

Entre cielo y tierra. Jón Kalman Stefánsson

La luz y la oscuridad, los muertos y los vivos, el mar y la tierra, los sueños y la realidad, la blancura de la nieve y el primer verde de la primavera, los nombres de los marinos y los pescadores y de las mujeres que miran marcharse los botes hacia alta mar y un muchacho sin nombre que mira estupefacto a su alrededor y parece no tener huellas tras de sí, los extremos se tocan y se mezclan en Entre cielo y tierra, no hay una frontera que los separe, que los coloque en mundos y dimensiones distintos, son partes de un todo, la misma mirada, el mismo continente.

Entre cielo y tierra es el invierno y los pescadores en alta mar, es el ruido del viento y las pequeñas barcas donde seis hombres buscan bancos de bacalaos mientras ven acercarse la tormenta, es un muchacho sin nombre que quiere ver mundo y su amigo, Bárđur, que lleva a la espalda una edición de El paraíso perdido (para mí tú eres todo cuanto existe bajo el Cielo), es la voz de los muertos que asisten a los gestos y los sueños de los vivos, que recuerdan una época y unos hombres que dejaron de existir tiempo atrás, es la zozobra de una barca, una cáscara de nuez, un ataúd abierto en el mar, y el frío que congela corazones, es devolver el libro a su dueño y ver fantasmas y no saber qué es vida y qué sueño, es la presencia del mar y la muerte.



Las laderas del monte se alzan casi seiscientos metros hacia el cielo y la cima está oculta por las nubes. El mar a un lado, montañas rotas y altísimas al otro: he aquí toda nuestra historia. Autoridades, comerciantes, quizá ellos dicten nuestros míseros días, pero las montañas y el mar reinan sobre la vida, son el destino, o eso creemos a veces, y así te sucedería también a ti si hubieras despertado y hubieras dormido, año tras año, bajo estas mismas montañas, tu pecho subiendo y bajando al ritmo de la respiración del mar en nuestras frágiles barquitas. Pocas cosas hay tan bellas como el mar en los días buenos, o en las noches claras, cuando sueña y el claro de luna es la suma de sus sueños. Pero el mar carece de belleza, y lo odiamos más que a ninguna otra cosa cuando las olas se alzan decenas de metros por encima de la barca, cuando las rompientes la sumergen y nos ahogan como a miserables cachorrillos, por mucho que agitemos las manos invocando a Dios y Jesucristo, el mar nos ahoga como a miserables cachorrillos. Y entonces todos somos iguales. Los justos y los canallas, grandullones y alfeñiques, felices y desdichados. Hay gritos y algunas manos que se agitan desesperadamente, y luego es como si nunca hubiéramos existido, el cuerpo sin vida se hunde, su sangre se enfría, los recuerdos se borran, llegan los peces y mordisquean los labios que ayer fueron besados y pronunciaron las palabras que lo significan todo, mordisquean los hombros que llevaron al hijo pequeño, y los ojos ya no miran, están en el fondo del mar. El mar es de un azul gélido y nunca está quieto, un monstruo gigantesco que inspira, nos transporta casi siempre a su lomo pero a veces no, y entonces nos ahogamos; la historia del ser humano no es mucho más que eso.


En el inicio de Entre cielo y tierra, dos muchachos se acercan a las cabañas de pescadores de la costa para salir a pescar en un pequeño bote. Les gusta leer, escribir cartas, tienen un halo romántico, se emocionan con el recuerdo de una mujer o miran atentamente los gestos de la mujer de su patrón, su cuerpo un deseo acallado, los dos muchachos amigos íntimos, uno, sin nombre y con su pasado muerto, el otro, Bárđur, que intenta recordar un verso de El paraíso perdido, un gesto nimio que lo llevará al frío en alta mar, a la espera de la muerte. El muchacho volverá al pueblo del que salieron con el buen tiempo, rodeado de nieve y de pesadillas, y encontrará a un puñado de personajes (un capitán ciego, una mujer cuervo, un capitán que ha perdido el amor por su mujer, un fantasma) que le darán un hogar.

Stefánsson usa un lenguaje poético en Entre cielo y tierra, frases a veces largas y abruptas y que buscan describir un mundo y unos personajes entre la luz y la oscuridad, el mar que es tanto buscado como odiado, el viento en las montañas, la vida de los pescaderos, las tormentas que todo lo transforman, los pescadores que han sobrevivido al mar y aquellos que están en su fondo, esperando. Hay momentos donde ese lenguaje poético es el principal acierto de Stefánsson, le da cierta tristeza y lentitud a su novela, y veces donde parece cortar el ritmo y la acción, donde se enreda en enlazar imágenes poéticas y que en alguna ocasión saturan por su repetición.

Hay buenos momentos en Entre cielo y tierra, los sermones y los gestos cotidianos de los pescadores y las viejas canciones, la llegada de una tormenta desde tierra, el muchacho que vuelve al pueblo y ve fantasmas y se cuestiona sobre la muerte y, sobre todo, la luz y la oscuridad en un mismo punto.








La gente vive, tiene sus horas, sus besos, risas, abrazos, palabras cariñosas, su alegría y sus penas, cada vida es un universo que luego se derrumba y no deja nada más que unos pocos objetos que deben su atractivo a la muerte de su propietario, se hacen importantes, a veces sagrados, como si fragmentos de la vida desaparecida se hubieran trasladado a la taza de café, a la sierra, al cepillo de dientes, a la bufanda. Pero todo acaba por apagarse, los recuerdos se van borrando y todo muere. Donde había vida y luz hay ahora oscuridad y olvido. El padre del muchacho muere, el mar lo devora y nunca lo devuelve. ¿Dónde están tus ojos que me hacían hermosa, las manos que hacían cosquillas a los niños, la voz que mantenía la oscuridad lejos de ellos? Se ahoga y el hogar se deshace. El muchacho se va a un sitio, su hermano a otro, cinco horas de difícil marcha de un sitio a otro, la madre y la hermanita, un año de edad tan sólo, acaban en un valle lejano. Un día, los cuatro se acuestan en la misma cama, muy apretados pero a gusto, es casi lo único bueno de la pérdida del padre, y luego se alza entre ellos una montaña de setecientos metros de altura, vertical y pelada, el muchacho sigue odiándola ferozmente. Pero es inútil odiar las montañas, son más grandes que nosotros, están en su lugar y no se mueven un milímetro en decenas de miles de años, mientras que nosotros llegamos y nos vamos en un abrir y cerrar de ojos. Pero las montañas no suelen detener las cartas. Su madre escribía. Le describía a su padre para que no lo olvidase, para que siguiera vivo en la mente de su hijo, una luz con la que calentarse, una luz para añorar, escribía para salvar a su marido del olvido. Contaba cómo hablaban los dos, cómo leían juntos, cómo era el padre con los hijos, con qué palabras cariñosas se refería a ellos, qué canciones les cantaba, cómo era cuando estaba solo, inmóvil, en la explanada del granero, la mirada perdida en la lejanía… «Tu hermana presume, orgullosa, de tener dos hermanos grandotes. Sé que tú no la olvidas. ¿Os podéis visitar alguna vez tu hermano y tú? No dejéis de hacerlo. ¡No podéis dejar que el mundo os separe! Con toda seguridad, el verano próximo iremos a visitaros, ya me han dado el permiso y he empezado a ahorrar para comprar zapatos para el viaje. Tu hermana pregunta casi todas las mañanas: ¿Salimos hoy? ¿Cuándo salimos?».
¿Cuándo salimos?
Lo más probable es que la luna se formara al mismo tiempo que la tierra, pero también es posible que la tierra la haya atrapado en su órbita, y ahora está colgada encima del muchacho, toda de roca, de roca muerta.

***

Ven algunas estrellas, hay nubes de distintos colores, azules, casi negras, claras y grises, y el cielo cambia continuamente, como el corazón. Bárður resopla y murmura algo con voz entrecortada por el esfuerzo… se pone el gorro… sombrío por alguna razón. El corazón se les sale a todos por la boca. El corazón es el músculo que bombea la sangre, el hogar del sufrimiento, de la soledad, de la alegría, el único músculo capaz de quitarnos el sueño. El hogar de la incertidumbre: si despertaremos vivos, si lloverá en cuanto terminemos de segar el heno, si picarán los peces, si ella me quiere, si él cruzará el páramo para decir esas palabras; la incertidumbre sobre Dios, sobre el sentido de la vida y, también, de la muerte. Reman y sus corazones bombean sangre e incertidumbre sobre el pescado y la vida, pero no sobre Dios, no, porque entonces nunca se atreverían a meterse en aquel cascarón, un ataúd abierto en medio del mar, que es azul en la superficie y negro como la pez por debajo. Para ellos, Dios es absoluto. Él y Pétur son probablemente los únicos seres a los que Einar respeta en este mundo, a veces a Jesús también, pero ese respeto no es igual de incondicional, un hombre que ofrece la otra mejilla no duraría mucho en nuestras montañas. Árni rema y su esfuerzo y él se confunden, no piensa en nada durante largo rato, pero luego Sesselja reaparece en su memoria, y los niños, tres hijos vivos y uno muerto, Árni rema y piensa en los edificios, los animales, el municipio, tiene intención de ser candidato a concejal dentro de tres años, uno ha de tener un objetivo en la vida, de otro modo no llegas a ningún sitio y te pudres. La energía habita en los doce experimentados brazos, pero el bote apenas parece moverse, las olas se alzan a su alrededor, no violentas pero sí altas, y ocultan el horizonte, hay mar abierto en esas olas y la barca no es más que una tabla, los hombres van sentados sobre una tabla y confían en Dios. Pero Bárður y el muchacho no están tan seguros como los demás. Ellos son jóvenes y han leído más de lo que tenían que leer, sus corazones bombean más incertidumbre que los demás, y no sólo sobre Dios, porque el muchacho está también inseguro sobre la vida, pero especialmente sobre él mismo en la vida, y sobre su sentido. Piensa en Guðrún y eso no reduce la inseguridad. Guðrún tiene ojos luminosos, tan luminosos que a su lado nunca existe la noche, piensa entre una y otra bogada, y esa frase lo satisface, la repite y se la guarda en la memoria para decírsela más tarde a Bárður, cuando tengan tierra firme bajo los pies y entre las personas haya más distancia que aquí, en la barca. Mira la espalda de Pétur, oye a Gvendur respirar despacio, como un trol, detrás de él. Ojos tan luminosos que a su lado no existe la noche, repite para sí, y los versos que esa noche Bárður leyó en voz alta de El paraíso perdido vuelven a su mente en la barca: para mí tú eres todo cuanto existe bajo el Cielo.
Jón Kalman Stefánsson. Entre cielo y tierra. Traducción de Enrique Bernárdez Sanchís. Salamandra editorial.