Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Nada que esperar. Tom Kromer

No hay nombres de ciudades en Nada que esperar, sólo este u oeste como dirección a tomar. No hay un hogar o un destino, sólo el errar de una ciudad a otra, de un tren a otro. Y en cada uno de esas ciudades sin nombre, albergues cristianos, pensiones de mala muerte y los bancos del parque como camas, mendigar par una habitación o por un café que te mantenga caliente, la invisibilidad de la mayoría, la bondad de unos pocos, el acoso de la policía. Entre una ciudad y otra, subirse a trenes en marcha y los campamentos de vagabundos. Kromer no fabula sino que describe sus días de vagabundo durante la Gran Depresión, lo fácil que es quedarse al margen, y una vez fuera, lo complicado que es tener una oportunidad, de encontrar un trabajo, de sentirse un ser humano y no alguien invisible o sin dignidad.

Nada que esperar se inicia con Kromer en un callejón, palo en mano, a la espera de alguien a quien atracar. Un golpe en la cabeza y el dinero suficiente para pasar la noche. Pero Kromer se queda con el palo en la mano. No hay heroísmo o estoicismo en los gestos de Kromer y los vagabundos que describe, sólo la idea de supervivencia, el estar dentro de un mundo extraño y aniquilador, el sentirse fuera de una sociedad a la que hace nada pertenecían, expulsados de un paraíso artificial. En cada capítulo de Nada que esperar Kromer escribe con precisión su deambular por las calles de las ciudades sin nombre y la gente con la que trata, el hambre continua, los otros vagabundos que le enseñan trucos para mendigar o se colocan con una loción para el cabello, que venden su cuerpo, que arriesgan su vida para subir a los trenes de mercancías, que hacen colas interminables donde esperar un trozo de comida y caen al suelo, que cruzan el país sin otro destino que conseguir la siguiente comida, una cama y estar a salvo de la lluvia y el frío, seres consumidos, física y moralmente.



Acostado aquí arriba reflexiono. Ahí hay un vagabundo que ha vivido su vida y ahora se está muriendo entre las mantas roñosas de este albergue. ¿Y a quién le importa que viva o muera? Si con un vaso de agua se le pudiese salvar la vida, de todos modos la palmaría. Nadie en este albergue se lo daría. Ese vagabundo se está muriendo y el tipo que tiene al lado la está armando porque los gemidos de su pecho sin vida no le dejan dormir en paz. Ese vagabundo no ha sido siempre un vagabundo. En algún lugar y en algún momento, ese vagabundo tuvo un hogar. Y quizás, una familia. Pero ¿qué ha sido de ellos? No lo sé. Y lo más probable es que él tampoco lo sepa. Está solo. Vivir en la calle le ha obligado a estar solo. Y morirá solo. Morirá encerrado en un albergue, entre un millar de vagabundos y sus ronquidos nocturnos, pero morirá solo. El rótulo luminoso de ahí fuera seguirá parpadeando en la oscuridad «Jesús es la salvación», pero a ese vagabundo no le servirá de nada porque va a morirse solo.


Hay una dureza seca y áspera en Nada que esperar. Kromer habla desde dentro de la pobreza, la falta de oportunidades y la sensación de chocar una y otra vez contra un muro. Kromer duerme en fábricas abandonadas (las mismas que años atrás eran el motor de la economía), en parques y albergues donde, para conseguir una cama y algo parecido a una comida, debe escuchar sermones y arrodillarse y tener fe en que Dios cambiará su situación. Y Kromer, con el tiempo, hace cualquier cosa por sobrevivir (a la pobreza, al acoso policial, a la invisibilidad), por combatir el hambre y la soledad absoluta, por sentirse parte de algo más allá de la pobreza

En los primeros capítulos, Kromer habla de su búsqueda de comida y cama, su forma de acercarse a otras personas, de entrar en restaurantes a por un café o las sobras, la suela desgastada de sus zapatos o el abrigo raído. Es un mundo gris, severo, apocalíptico, unos hombres colocados al otro lado de una línea imaginaria que no pueden traspasar. Kromer ve un mundo invisible, una mujer abandona a su bebé en un parque para que tenga una oportunidad de tener una vida, un hombre muere en un albergue ante la indiferencia de los demás, una legión de hombres y mujeres harapientos y grises que se andan para mantenerse vivos. Hay unos pocos momentos de luz, las monedas en la mano o algo de comida, y, sobre todo, el encuentro con otra desafortunada como él, una mujer que intenta vender su cuerpo para conseguir algo de dinero, dos seres que se encierran en una habitación hasta que vengan a echarlos, pero que, al menos, se reconfortan antes de volver a la calle y el vagabundeo.

Los últimos capítulos de Nada que esperar se desarrollan en trenes y campamentos de vagabundos, la sangre fría para subir a un tren en marcha, ver a otros vagabundos que no lo consiguen y acaban con las piernas amputadas, hacer una pequeña fogata con el miedo a ser desalojados de las afueras de un pequeño pueblo (unas páginas que me recuerdan a El emperador del norte, una gran película de Robert Aldrich, sobre el enfrentamiento entre un vagabundo y el revisor de un tren en la época de la depresión). Es un movimiento a ninguna parte, un movimiento que significa buscar comida y seguir en pie, no hay esperanza y sí miedos.

Su en Los vagabundos de la cosecha Steinbeck hablaba de la pobreza desde fuera, Kromer escribe una gran novela-diario donde relata, desde dentro, cómo se vive al otro lado, y lo hace de manera directa, cruda, sin la poética que a veces acompaña a los perdedores, una realidad seca y sin concesiones.








Acostado aquí arriba, intento pensar en el pasado, intento pensar en los años que llevo vividos. Pero soy incapaz de hacerlo. Lo único que me viene a la cabeza son los trenes a los que me he subido, los golpes que me ha dado la policía, la bazofia de los albergues que he engullido. A la gente que en algún momento conocí, ya no la recuerdo. No están conmigo ni forman parte de mi vida. Incluso la imagen de mi familia, incluso la de mi madre, se han ido desvaneciendo en la interminable sucesión de trenes y vagones que invaden mis pensamientos en las noches largas y frías. Todo lo que hubo desapareció. Acostado aquí arriba llego a la conclusión de que todo lo que un día existió, ha dejado de hacerlo. Mi vida ha terminado antes de empezar. Clavo los ojos en la negrura del techo, y en esa negrura trato de encontrar la respuesta al acertijo de por qué estoy aquí, tendido en esta litera de tres pisos, envuelto en los ronquidos de un millar de hombres.

***

—No es justo —continúa Karl—. No hay justicia en este mundo. La gente no es consciente de lo que pasa, no ve lo que yo veo en los parques y en las cosas de comida. Ayer me senté en un parque y me quedé contemplando las nubes bajas y oscuras que iban cubriendo el cielo. Me gusta sentarme y observar a los vagabundos que se pasean por allí. Ayer los vi mirando las nubes que avanzaban a través de un cielo cada vez más ensombrecido. Los vi olfateando el aire, pues son capaces de olfatear una tormenta. Los vi escabullirse como ratas hacia sus madrigueras. «Soy afortunado —pensé— porque al menos tengo un techo.» La mujer que estaba sentada a mi lado en el banco no tenía adonde ir. Y el bebé que llevaba en los brazos tampoco. Era evidente. Era evidente por la manera en que miraba el cielo, por la manera en que apretaba la manta del bebé al oír el estrépito de los truenos. Se trataba de una mujer joven, una mujer joven que había olvidado qué aspecto tiene una hamburguesa. Lo supe por la expresión de sus ojos: había hambre en su mirada. Igual que la hay en la mirada de Werner, en la tuya y en la mía. La misma mirada que tenía Jesucristo.

***

Yo me entretengo mirando a las mujeres que también hacen cola. En las colas de comida siempre se ve a muchas mujeres. Sus hijos son demasiado pequeños para venir a por esta porquería de comida, y por eso tienen que venir ellas. Las miro, las miro a los ojos. Los ojos de las mujeres que hacen cola para que les den comida son dignos de ser mirados: penetrantes, hundidos en unas cuencas profundas, rodeados por una sombra.  A estas mujeres las preocupaciones les han llenado la frente de arrugas. Tienen los hombros encorvados, el pecho plano y una expresión particular en el rostro. He visto esa misma expresión en la mirada de un perro apaleado. Suelen llevar a sus bebés en brazos, y esos bebés suelen estar llorando. Siempre llorando. Pero no lloran porque se estén pinchando con un alfiler, sino porque tienen hambre. Cierran sus puños diminutos y golpean el pecho de sus madres. Aunque pierden el tiempo: ahí no van a encontrar alimentos. Sus madres tienen el pecho plano, sus madres no tienen pecho. Los golpes suenan a hueco. Alimentándose con esa bazofia, es imposible que las mujeres tengan leche. ¿Acaso puede salir leche de un pedazo de pan duro?
Tom Kramer. Nada que esperar. Traducción de Ana Crespo Bordes. Sajalín editores.

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