Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

lunes, 25 de julio de 2016

Mátalos suavemente. George V. Higgins

No es la historia, un robo a una timba de póquer y un ajuste de cuentas, ni los personajes, delincuentes, mafiosos, asesinos a sueldo, lo mejor de los bajos fondos, historia y personajes ya vistos en otras novelas y películas, son los diálogos los que te arrastran por la lectura de Mátalos suavemente, diálogos que más tarde imitaría Tarantino para sus películas y que son duros y directos, que tienen ironía, violencia y pesimismo, que hablan de Vietnam, golpes antiguos, los años de cárcel, la pulcritud en los atracos, recuerdos anodinos o los sueños fuera de los bajos fondos (planes utópicos e irreales de un puñado de personajes que se ven atrapados en la otra cara del sueño americano), diálogos que definen la acción y los personajes, que eliminan a un narrador omnisciente, que son la novela entera.

Como en Los amigos de Eddie Coyle, George V. Higgins lo fía todo a su sorprendente capacidad por construir diálogos memorables, apenas esboza las escenas, un par de frases donde colocar a los personajes, un garito, un motel, un coche aparcado en las afueras, o para remarcar sus palabras. Hay un robo a una timba y la posterior búsqueda de los autores. Higgins hace hablar a un puñado de personajes, los autores del golpe a la timba, perdedores que aceptan cualquier trabajo tras salir de la cárcel o sueñan con el golpe definitivo, algo con lo que salir del atolladero, el encargado de la timba, que timó años atrás al robarse a sí mismo, Cogan, un tipo pulcro y serio al que contratan para buscar a los autores del golpe y eliminarlos, o Mitch, un asesino a sueldo que se gasta su dinero en putas y alcohol en espera de volver a la cárcel. Y Dillon (personaje que ya aparecía en Los amigos de Eddie Coyle), un personaje que está ausente en la novela y nombrado por cada uno de los personajes, alguien a quien temer y de quien huir.

Mátalos suavemente muestra lo que se esconde bajo la apariencia de normalidad en Boston, en la América de los sueños posibles, seres como Dillon que imponen castigos a aquellos quienes se salen de la compleja ética de los bajos fondos, o como Frankie, un muchacho recién salido de la cárcel que quiere algo de dinero y acepta un golpe en apariencia sencillo para poder tener algo de dinero, o Cogan, el encargado de buscar a los culpables tras el golpe y que más parece un directivo o un hombre de negocios que alguien asociado al ambiente mafioso, hombres que se mueven en la sombra, que se reúnen en los suburbios o en bares, que planean el siguiente paso a dar mientras hablan de la familia, cómo dar el siguiente golpe, cómo poner tierra de por medio o de la infidelidad de su mujer mientras una prostituta se viste en la habitación de al lado.

Las novelas negras de Higgins son los diálogos ingeniosos y sarcásticos, los bajos fondos, los golpes y un sentido de justicia ajeno a la sociedad.








—Cuánto lo siento. Nos gusta que los clientes queden satisfechos.
—El también lo sentirá, cuando se lo diga. Tengo que decírselo.
—Dile lo que quieras, eres su abogado.
—Trattman lo culpa a él. No le he dicho nada a Trattman, claro, pero tú y yo sabemos que no estabas autorizado para pasarte tanto.
—Ya sabes cómo son los chicos: salen a hacer algo y se embalan. Cuando me enteré, llamé a Steve. Me dijo que Barry… Oye, Barry es un bestia ¿entiendes? Es un tipo muy duro. Esos tíos siempre van armados, joder. Siempre se están dando hostias o se meten en peleas y demás. Un tipo duro. Por eso trabaja para mí. Y Steve me contó que, bueno, estaban en ello y todo iba bien, pero de pronto Barry decidió… resulta que Barry está loco por su mujer. No se la puedes ni nombrar. No sé si esa tía es un ángel o qué, según él, sí. Pues bien, todo marcha bien, me cuenta Steve, pero entonces Barry decide que Trattman se ha tirado a su mujer. La mujer de Barry estuvo en casa de su madre, que vive no sé dónde, mientras Barry estaba en Maine metido en un marrón y no sé cómo coño le dio por ahí, ni Steve tampoco. Pero a Barry se le mete esa idea en la cabeza, que Trattman se ha follado a su mujer, y fue entonces cuando le rompió la mandíbula y las costillas. Barry lo pateó. «Y yo también tuve que darle», me dijo Steve. «Me acerqué demasiado y el muy cabrón me potó en los pantalones. Le dije que se fuera a tomar por culo».
—¿Eso es lo que se supone que tengo que decirle? Fui muy claro cuando hablé contigo. El me dijo que lo dejara todo bien claro. Mareadlo un poco, pero no le deis fuerte. Os dije que él no quería que os pasarais con Trattman.
—Oh, vamos. Claro que sí.
—Ya.
—Vosotros siempre estáis igual —dijo Cogan—. Eso ya lo sé. Vosotros, vosotros no sabéis ni cómo romper un huevo. Queréis que las cosas se hagan bien, sabéis lo que queréis, conocéis a los tíos que las harán y conseguís lo que buscabais, pero después siempre decís que no queríais que nadie hiciese esto o lo otro. No me vengas con historias, ¿vale? Ellos saben, saben muy bien quién es Steve. Saben lo que hacen él y Barry. Mierda, esos dos siempre se han movido por aquí, ¿no? Cuando Jimmy el Zorro se puso nervioso porque yo tenía trescientos locales y no quedaba nada para los buenos espaguetis como él, empezó a armar mucho ruido y yo le pasé cuarenta a Steve, sin más. Todos conocen a Steve. Saben lo que hace. El no se entera de nada, es solo un buen chico que corre por ahí y todos han utilizado sus servicios.
—La cuestión es que él no dio el visto bueno —dijo el conductor.
—Lo dio. Te dije quién iba a encargarse. Él lo sabe tan bien como yo. Steve saldrá a hacer lo que cree que tú quieres que haga. Tú le dices lo que quieres, Steve escucha, sale y hace lo que cree que quieres. Me importa un carajo lo que digas. Y sí, dio el visto bueno: te hizo llamar a Dillon y que me vieras. Conque corta el rollo. Además, ahora qué más da. Tenemos que cargarnos a Trattman y él lo sabe.

***

—¿Está limpio? ¿Lo estáis los dos? —preguntó Amato.
—Frankie, ¿te has metido algo? —dijo Russell.
—Cállate de una puta vez, Russell —dijo Frankie—. Sí, estoy limpio. Solo priva desde que salí. Y tampoco demasiada. Cerveza, casi siempre. Esperaba a cobrar para pasarme al whisky.
—Te van las pastillas —dijo Amato—. Te van las pastillas, te he visto, no lo olvides. En el talego te ponías ciego de nembutal.
—John, por allí corría el nembutal. No vi a nadie sirviendo cerveza. Yo solo cogí lo que había. No me he metido nada de eso desde que salí del trullo.
—¿Y él?
—Dios, yo no me metería nada, Ardilla —dijo Russell—. Hummm… a lo mejor unos litros de vino y un poco de hierba, puede que alguna que otra papela, una o dos veces, pero solo esnifo. No me estoy chutando nada. Voy a los scouts, ¿sabes? Allí te cachean antes de enseñarte a hacer nudos y demás.
—Jaco —dijo Amato a Frankie. Frankie se encogió de hombros—. Te digo que busques a alguien, que tengo un asunto y todo lo que hay que hacer es hacerlo y nos sacamos una buena tajada. Solo hay que buscar a dos tipos capaces de hacer algo muy fácil sin cagarla y esto es lo mejor que encuentras. Un yonqui de mierda. Y se supone que tengo que dejaros hacerlo sabiendo que lo joderéis todo, un trabajo que no volverá a presentarse ni en un millón de años. No quiero complicaciones por haber pillado a un tío que parecía legal pero luego dio el palo colocado hasta las cejas. Quiero el puto dinero. Eso es lo que quiero.
—Ardilla —dijo Russell—, cuando era crío me metía cheracol y nunca me pasó nada. Cuando curraba para el tío Sam, tuve que meterme en agujeros por él, ¿lo sabías? Me tiznaba la cara con carbón, me metía en el agujero con una 45 en la mano y un cuchillo en los dientes y bajaba a los túneles. Me metía en esos túneles de mierda todos los días. Si en el túnel no había nada, ese era un buen día. Los días no tan buenos, encontrabas una puta serpiente bien gorda o algo que quería comerte. Los días más bien malos, había un charlie flacucho que quería liquidarte. Los días malos del todo eran cuando el tipo lo conseguía o cuando había por ahí un cable que no veías, no te fijabas, conectado a algo que estallaba a toda hostia, o una puta estaca de bambú bien afilada y pringada de mierda vietnamita: si te la clavabas, pillabas una infección de la hostia.
»Yo no tuve días malos. Me pasé casi dos años metido en esos túneles y no tuve días malos. No me compré un montón de Mustangs ni enseñé a conducir a unos niñatos de mierda, pero tampoco tuve días malos.
»El asunto es, Ardilla, que entonces era imposible saber si ibas a tener un mal día, ¿comprendes? —siguió Russell—. Yo arrancaba, pensando que todo era una cuestión de huevos. Y no quiero ofenderte, pero siempre he tenido huevos. Y tampoco me parecía tan mal, porque si era una cuestión de huevos y yo tenía, ¿cuál era el problema? Pero un día vi que sacaban de los túneles a un par de tipos en carretilla y los metían en bolsas verdes. Y luego vi a otros dos que al salir ya no tenían huevos, ni polla tampoco, una cuestión de mala suerte, había sido un día de esos. El puto camuflaje de carbón no sirve de nada si te rajan. Las putas trampas de estacas lo atraviesan como si nada.
»Y eso me hace pensar. Pensar no se me da muy bien, pero eso me hace pensar y veo que estoy metido en la mierda y que no puedo hacer nada. Lo único que puedo hacer es tener huevos y suerte, pero yo solo entiendo de huevos. Lo importante es no tener días malos, pero no sé cómo montármelo. Conque sigo saliendo de los túneles, sé que al día siguiente tendré que volver a entrar y lo único que pienso es: un día menos. Nada más. Entonces empecé a fumar. Y ayudó.
»Luego me dio por fijarme en los otros. Los miro, yo sigo pensando, y veo que todos, la mayoría, como mínimo fuman. María. Le dan mucho a la hierba y se vuelven lentos. Yo aún controlaba, pero vi lo que me pasaría, vi lo que les estaba pasando a ellos. Yo fumaba poco y vi que ellos cuando empezaron, al principio, también habían fumado poco. Se te empiezan a olvidar las cosas. Eso es todo lo que quieres, olvidar, todo te importa un carajo, ¿entiendes? Muy raro. Y también algunos, los más viejos, privan de la hostia. Y se ponen muy enfermos. Muy chungo. Les tiemblan las manos, están agilipollados. Pero si te metes ahí abajo y te encuentras con un cable, un puto charlie o lo que sea, tendrás mucho tiempo para pensar o no tendrás nada de tiempo, nada. No puedes amuermarte.
»Así que probé el caballo. Algo hay que meterse. Me agencié unos polvitos blancos y lo que hacía era colocarme después, siempre después de salir del túnel. Yo no tenía que volver a meterme de noche. Al principio, esnifaba. Luego, un par de veces, lo otro, pero casi siempre esnifaba. Pero sí, me metía. Y me gustaba.
»Y sí, te hace sentir de puta madre pero tampoco arregla nada, cuando estás ahí abajo no te protege. Pero has entrado en el túnel y has vuelto a salir y tendrás que volver a entrar y no quieres pensar en eso, en que igual no vuelves a salir, en que volverás a entrar y habrás gastado toda tu suerte pensando. Por eso el jaco está muy bien. No te amuerma, solo te hace sentir bien, que era lo que yo quería. 
George V. Higgins. Mátalos suavemente. Traducción de Magdalena Palmer. Libros del Asteroide.

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