Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 28 de julio de 2016

hacia el fin del mundo VII



Las señales nos marcan el camino.

Hay flechas de piedras en el suelo
y tocones de madera
donde se dejan recuerdos
que celebran vidas extinguidas.

Seguimos las señales que marcan
el final de la tierra.

Y ahí, en el abismo último,
veremos el sol hundirse sobre el mar.
Y la luna tras los montes.
Y bajo esa intersección en el cielo,
tú y yo
y una pequeña hoguera.

lunes, 25 de julio de 2016

Mátalos suavemente. George V. Higgins

No es la historia, un robo a una timba de póquer y un ajuste de cuentas, ni los personajes, delincuentes, mafiosos, asesinos a sueldo, lo mejor de los bajos fondos, historia y personajes ya vistos en otras novelas y películas, son los diálogos los que te arrastran por la lectura de Mátalos suavemente, diálogos que más tarde imitaría Tarantino para sus películas y que son duros y directos, que tienen ironía, violencia y pesimismo, que hablan de Vietnam, golpes antiguos, los años de cárcel, la pulcritud en los atracos, recuerdos anodinos o los sueños fuera de los bajos fondos (planes utópicos e irreales de un puñado de personajes que se ven atrapados en la otra cara del sueño americano), diálogos que definen la acción y los personajes, que eliminan a un narrador omnisciente, que son la novela entera.

Como en Los amigos de Eddie Coyle, George V. Higgins lo fía todo a su sorprendente capacidad por construir diálogos memorables, apenas esboza las escenas, un par de frases donde colocar a los personajes, un garito, un motel, un coche aparcado en las afueras, o para remarcar sus palabras. Hay un robo a una timba y la posterior búsqueda de los autores. Higgins hace hablar a un puñado de personajes, los autores del golpe a la timba, perdedores que aceptan cualquier trabajo tras salir de la cárcel o sueñan con el golpe definitivo, algo con lo que salir del atolladero, el encargado de la timba, que timó años atrás al robarse a sí mismo, Cogan, un tipo pulcro y serio al que contratan para buscar a los autores del golpe y eliminarlos, o Mitch, un asesino a sueldo que se gasta su dinero en putas y alcohol en espera de volver a la cárcel. Y Dillon (personaje que ya aparecía en Los amigos de Eddie Coyle), un personaje que está ausente en la novela y nombrado por cada uno de los personajes, alguien a quien temer y de quien huir.

Mátalos suavemente muestra lo que se esconde bajo la apariencia de normalidad en Boston, en la América de los sueños posibles, seres como Dillon que imponen castigos a aquellos quienes se salen de la compleja ética de los bajos fondos, o como Frankie, un muchacho recién salido de la cárcel que quiere algo de dinero y acepta un golpe en apariencia sencillo para poder tener algo de dinero, o Cogan, el encargado de buscar a los culpables tras el golpe y que más parece un directivo o un hombre de negocios que alguien asociado al ambiente mafioso, hombres que se mueven en la sombra, que se reúnen en los suburbios o en bares, que planean el siguiente paso a dar mientras hablan de la familia, cómo dar el siguiente golpe, cómo poner tierra de por medio o de la infidelidad de su mujer mientras una prostituta se viste en la habitación de al lado.

Las novelas negras de Higgins son los diálogos ingeniosos y sarcásticos, los bajos fondos, los golpes y un sentido de justicia ajeno a la sociedad.








—Cuánto lo siento. Nos gusta que los clientes queden satisfechos.
—El también lo sentirá, cuando se lo diga. Tengo que decírselo.
—Dile lo que quieras, eres su abogado.
—Trattman lo culpa a él. No le he dicho nada a Trattman, claro, pero tú y yo sabemos que no estabas autorizado para pasarte tanto.
—Ya sabes cómo son los chicos: salen a hacer algo y se embalan. Cuando me enteré, llamé a Steve. Me dijo que Barry… Oye, Barry es un bestia ¿entiendes? Es un tipo muy duro. Esos tíos siempre van armados, joder. Siempre se están dando hostias o se meten en peleas y demás. Un tipo duro. Por eso trabaja para mí. Y Steve me contó que, bueno, estaban en ello y todo iba bien, pero de pronto Barry decidió… resulta que Barry está loco por su mujer. No se la puedes ni nombrar. No sé si esa tía es un ángel o qué, según él, sí. Pues bien, todo marcha bien, me cuenta Steve, pero entonces Barry decide que Trattman se ha tirado a su mujer. La mujer de Barry estuvo en casa de su madre, que vive no sé dónde, mientras Barry estaba en Maine metido en un marrón y no sé cómo coño le dio por ahí, ni Steve tampoco. Pero a Barry se le mete esa idea en la cabeza, que Trattman se ha follado a su mujer, y fue entonces cuando le rompió la mandíbula y las costillas. Barry lo pateó. «Y yo también tuve que darle», me dijo Steve. «Me acerqué demasiado y el muy cabrón me potó en los pantalones. Le dije que se fuera a tomar por culo».
—¿Eso es lo que se supone que tengo que decirle? Fui muy claro cuando hablé contigo. El me dijo que lo dejara todo bien claro. Mareadlo un poco, pero no le deis fuerte. Os dije que él no quería que os pasarais con Trattman.
—Oh, vamos. Claro que sí.
—Ya.
—Vosotros siempre estáis igual —dijo Cogan—. Eso ya lo sé. Vosotros, vosotros no sabéis ni cómo romper un huevo. Queréis que las cosas se hagan bien, sabéis lo que queréis, conocéis a los tíos que las harán y conseguís lo que buscabais, pero después siempre decís que no queríais que nadie hiciese esto o lo otro. No me vengas con historias, ¿vale? Ellos saben, saben muy bien quién es Steve. Saben lo que hacen él y Barry. Mierda, esos dos siempre se han movido por aquí, ¿no? Cuando Jimmy el Zorro se puso nervioso porque yo tenía trescientos locales y no quedaba nada para los buenos espaguetis como él, empezó a armar mucho ruido y yo le pasé cuarenta a Steve, sin más. Todos conocen a Steve. Saben lo que hace. El no se entera de nada, es solo un buen chico que corre por ahí y todos han utilizado sus servicios.
—La cuestión es que él no dio el visto bueno —dijo el conductor.
—Lo dio. Te dije quién iba a encargarse. Él lo sabe tan bien como yo. Steve saldrá a hacer lo que cree que tú quieres que haga. Tú le dices lo que quieres, Steve escucha, sale y hace lo que cree que quieres. Me importa un carajo lo que digas. Y sí, dio el visto bueno: te hizo llamar a Dillon y que me vieras. Conque corta el rollo. Además, ahora qué más da. Tenemos que cargarnos a Trattman y él lo sabe.

***

—¿Está limpio? ¿Lo estáis los dos? —preguntó Amato.
—Frankie, ¿te has metido algo? —dijo Russell.
—Cállate de una puta vez, Russell —dijo Frankie—. Sí, estoy limpio. Solo priva desde que salí. Y tampoco demasiada. Cerveza, casi siempre. Esperaba a cobrar para pasarme al whisky.
—Te van las pastillas —dijo Amato—. Te van las pastillas, te he visto, no lo olvides. En el talego te ponías ciego de nembutal.
—John, por allí corría el nembutal. No vi a nadie sirviendo cerveza. Yo solo cogí lo que había. No me he metido nada de eso desde que salí del trullo.
—¿Y él?
—Dios, yo no me metería nada, Ardilla —dijo Russell—. Hummm… a lo mejor unos litros de vino y un poco de hierba, puede que alguna que otra papela, una o dos veces, pero solo esnifo. No me estoy chutando nada. Voy a los scouts, ¿sabes? Allí te cachean antes de enseñarte a hacer nudos y demás.
—Jaco —dijo Amato a Frankie. Frankie se encogió de hombros—. Te digo que busques a alguien, que tengo un asunto y todo lo que hay que hacer es hacerlo y nos sacamos una buena tajada. Solo hay que buscar a dos tipos capaces de hacer algo muy fácil sin cagarla y esto es lo mejor que encuentras. Un yonqui de mierda. Y se supone que tengo que dejaros hacerlo sabiendo que lo joderéis todo, un trabajo que no volverá a presentarse ni en un millón de años. No quiero complicaciones por haber pillado a un tío que parecía legal pero luego dio el palo colocado hasta las cejas. Quiero el puto dinero. Eso es lo que quiero.
—Ardilla —dijo Russell—, cuando era crío me metía cheracol y nunca me pasó nada. Cuando curraba para el tío Sam, tuve que meterme en agujeros por él, ¿lo sabías? Me tiznaba la cara con carbón, me metía en el agujero con una 45 en la mano y un cuchillo en los dientes y bajaba a los túneles. Me metía en esos túneles de mierda todos los días. Si en el túnel no había nada, ese era un buen día. Los días no tan buenos, encontrabas una puta serpiente bien gorda o algo que quería comerte. Los días más bien malos, había un charlie flacucho que quería liquidarte. Los días malos del todo eran cuando el tipo lo conseguía o cuando había por ahí un cable que no veías, no te fijabas, conectado a algo que estallaba a toda hostia, o una puta estaca de bambú bien afilada y pringada de mierda vietnamita: si te la clavabas, pillabas una infección de la hostia.
»Yo no tuve días malos. Me pasé casi dos años metido en esos túneles y no tuve días malos. No me compré un montón de Mustangs ni enseñé a conducir a unos niñatos de mierda, pero tampoco tuve días malos.
»El asunto es, Ardilla, que entonces era imposible saber si ibas a tener un mal día, ¿comprendes? —siguió Russell—. Yo arrancaba, pensando que todo era una cuestión de huevos. Y no quiero ofenderte, pero siempre he tenido huevos. Y tampoco me parecía tan mal, porque si era una cuestión de huevos y yo tenía, ¿cuál era el problema? Pero un día vi que sacaban de los túneles a un par de tipos en carretilla y los metían en bolsas verdes. Y luego vi a otros dos que al salir ya no tenían huevos, ni polla tampoco, una cuestión de mala suerte, había sido un día de esos. El puto camuflaje de carbón no sirve de nada si te rajan. Las putas trampas de estacas lo atraviesan como si nada.
»Y eso me hace pensar. Pensar no se me da muy bien, pero eso me hace pensar y veo que estoy metido en la mierda y que no puedo hacer nada. Lo único que puedo hacer es tener huevos y suerte, pero yo solo entiendo de huevos. Lo importante es no tener días malos, pero no sé cómo montármelo. Conque sigo saliendo de los túneles, sé que al día siguiente tendré que volver a entrar y lo único que pienso es: un día menos. Nada más. Entonces empecé a fumar. Y ayudó.
»Luego me dio por fijarme en los otros. Los miro, yo sigo pensando, y veo que todos, la mayoría, como mínimo fuman. María. Le dan mucho a la hierba y se vuelven lentos. Yo aún controlaba, pero vi lo que me pasaría, vi lo que les estaba pasando a ellos. Yo fumaba poco y vi que ellos cuando empezaron, al principio, también habían fumado poco. Se te empiezan a olvidar las cosas. Eso es todo lo que quieres, olvidar, todo te importa un carajo, ¿entiendes? Muy raro. Y también algunos, los más viejos, privan de la hostia. Y se ponen muy enfermos. Muy chungo. Les tiemblan las manos, están agilipollados. Pero si te metes ahí abajo y te encuentras con un cable, un puto charlie o lo que sea, tendrás mucho tiempo para pensar o no tendrás nada de tiempo, nada. No puedes amuermarte.
»Así que probé el caballo. Algo hay que meterse. Me agencié unos polvitos blancos y lo que hacía era colocarme después, siempre después de salir del túnel. Yo no tenía que volver a meterme de noche. Al principio, esnifaba. Luego, un par de veces, lo otro, pero casi siempre esnifaba. Pero sí, me metía. Y me gustaba.
»Y sí, te hace sentir de puta madre pero tampoco arregla nada, cuando estás ahí abajo no te protege. Pero has entrado en el túnel y has vuelto a salir y tendrás que volver a entrar y no quieres pensar en eso, en que igual no vuelves a salir, en que volverás a entrar y habrás gastado toda tu suerte pensando. Por eso el jaco está muy bien. No te amuerma, solo te hace sentir bien, que era lo que yo quería. 
George V. Higgins. Mátalos suavemente. Traducción de Magdalena Palmer. Libros del Asteroide.

sábado, 23 de julio de 2016

Susan Sontag en En América

Dios también es actor.
Tras aparecer durante innumerables temporadas con un variado y anticuado vestuario, y animar muchas tragedias y unas pocas comedias; multiforme, aunque suele interpretar papeles masculinos, y siempre escultural, imperioso, últimamente (estamos en la segunda mitad del siglo XIX) ha sido objeto de algunas críticas adversas, aunque no en número suficiente todavía como para cerrar el espectáculo. Su nombre querido y familiar sigue espumeando en los labios de todos. Su participación aún concede a cualquier drama una importancia incuestionable.
El viento que se alza, las constelaciones pulsátiles, la tierra que gira, los seres humanos que engendran (¡pronto habrá más de ellos caminando sobre el suelo que yaciendo debajo!), la historia que se complica, gentes de piel oscura que gimen, gente pálida (los favoritos de Dios) que sueñan con conquistas y huidas. Deltas y estuarios de gente. El los orienta hacia el oeste, donde hay más espacio en espera de que lo llenen. Son las once de la mañana, hora de Europa. Dios no viste hoy las regias prendas ni el atuendo campesino que estila a menudo. Hoy Dios es el Jefe de Oficina, y lleva un traje de tres piezas, de estambre, camisa blanca almidonada, protectores de los puños, corbata de lazo y (también Dios quiere ser moderno) masca tabaco. Los tonos dominantes del decorado son el amarillo y el marrón: la rubia madera de Su sillón giratorio y la mesa inmensa; los lisos accesorios metálicos de la mesa, cuyos cajones están llenos a rebosar de papeles, el metal gastado y algo mellado de la lámpara con pie en forma de S, de la escupidera cercana. Con los codos sobre la mesa, en la que se amontonan rimeros de libros de contabilidad, Dios ha estado consultando informes sobre la población, boletines económicos, mediciones de fincas. Ahora hace una anotación en uno de los libros.
Historias que se fusionan. Obstáculos que se tambalean. Familias que se separan. Noticias que llegan. Dios, el Agente de Viajes ha despachado mensajeros a todas partes para proclamar la llamada de un Nuevo Mundo donde los pobres se hacen ricos y todo el mundo es igual ante la ley, donde las calles están pavimentadas con oro (esto dicho a los campesinos analfabetos) y la tierra se regala (lo mismo) o se vende barata (esto último dicho a los que saben leer). Los pueblos empiezan a quedarse vacíos, los más valientes o más desesperados parten primero. Hordas de hombres sin tierras se dirigen a la costa (Bremerhaven, Hamburgo, Amberes, Le Havre, Southampton, Liverpool), y se entregan para que carguen con ellos las bodegas de apestosos barcos. Desde las incrustaciones en la tierra que son las ciudades, yacentes bajo el dosel de la noche con sus luces encendidas, el aumento de las partidas es menos visible, aunque constante. Dios mira los horarios de embarque. Se agradece a Sí mismo que hayan quedado lejos los horrores de la travesía atlántica, cuando los barcos de esclavos cubrían su parte más larga, entre la costa africana y las Antillas: sólo van aquellos que realmente quieren ir. Además, y gracias también, cada vez es más seguro cruzar el Atlántico, aunque cinco de Sus fieles monjas franciscanas perecieron el año pasado, cuando el Deutschland, poco después de haber partido de Bremerhaven rumbo a Norteamérica, navegó frente a la traicionera costa de Kent. Y más rápido: con los nuevos vapores sólo se tarda ocho días. Por descontado, Dios aguarda con ilusión el día en que la gente pueda desplazarse a través de los océanos en mucho menos tiempo, y finalmente, e incluso con mayor rapidez, por el cielo. A Dios le gusta la velocidad tanto como a cualquier persona de piel pálida. Ahora todo se acelera, se mueve más rápido, lo cual tal vez sea bueno, dado que la población ha aumentado tanto.
Dios manifiesta que está impaciente, lo cual no significa que esté realmente impaciente. Está… actuando. (Pertenece a una clase de grandes actores, la de los que no sienten o intentan no sentir nada, mantenerse distantes, impasibles. En contraste con Maryna, que es sensible a todo y está muy nerviosa.) Pero la gente a la que Dios, el Primer Motor, está ahuyentando hacia nuevos destinos está impaciente de veras, impaciente por partir hacia lugares considerados como libres de estorbos heredados, lugares que no han de ser preservados sino que ellos mismos se ofrecen sin cesar para que los rehagan, para prescindir de las expectativas del pasado, para empezar de nuevo con una carga más liviana. Cuanto más rápido vayan, más ligera será su carga.
Y Dios instiga a todo esto, este anhelo de novedad, de vacío, de carencia de pasado, este sueño de transformar la vida en puro futuro. Tal vez no tenga alternativa, aunque, al actuar así, el Astro Dios firma su propia sentencia de muerte como actor, como el mayor de los astros. Ya no tendrá garantizado el papel principal en cualquier drama importante presenciado por el público más codiciado y educado. A partir de ahora, y en el mejor de los casos, tendrá papeles pequeños, excepto en rincones pintorescos cuyos habitantes no hayan visto jamás una obra teatral en la que Él no figure. Todo este desplazamiento del público de un lugar a otro significará el final de Su carrera.
¿Sabe esto Dios? Probablemente lo sepa, pero no por ello va a detenerse: forma parte de una compañía de actores.
Dios escupe.
Susan Sontag. En América. Traducción de Jordi Fibla. Debolsillo.

miércoles, 20 de julio de 2016

hacia el fin del mundo VI



El camino se bifurca y se difumina,
nos lleva por trigales y pueblos,
por calles asfaltadas y senderos de polvo.
Vemos pequeñas ventanas encendidas
al amanecer
y la luz de las últimas estrellas.
La noche queda lejos.

Andamos por una tierra no del todo desconocida,
y los hórreos nos hablan de recuerdos lejanos,
los bailes en campos verdes
y las feiras con puestos de comida,
los juegos de escondite
y el ruido de los ratones sobre la madera.

Cuando llega la noche,
nos sentamos frente a los hórreos.

Y se presentan nuestros pasados.

viernes, 8 de julio de 2016

Nuevo destino. Phil Klay

El terror puro y absoluto de un combate, la mirada cercana a la locura, la percepción de la realidad tan distinta a la realidad en sí misma, las decisiones a tomar en menos de un segundo, la camaradería entre soldados, marines que sirven en infantería, en la retaguardia, en el depósito de cadáveres recogiendo fragmentos de seres humanos, la imposibilidad de dormir sin pastillas y el estrés de combate, las calles estrechas y tramposas, como el desierto y la realidad y las promesas, la vuelta a casa en avión y las imágenes que se agolpan, la muerte y las muertes, los errores y culpa, los civiles acribillados y los cuerpos mutilados, las historias que explican heridas y cicatrices contadas en una barra de bar, el intento por regresar a una vida normal y saberse marcado por la guerra, saber que esa guerra es un centro y sentir que hay una frontera entre los otros y tú.

Nuevo destino es un puñado de relatos sobre los marines en las guerras de Irak y Afganistán, una mirada que se centra en los marines, su forma de afrontar la locura de la guerra, los miedos, las dudas y las culpabilidades, las misiones en una tierra extranjera, la idea de supervivencia en medio del caos y la lucha, convertirse en un animal durante el enfrentamiento y, después, cuando todo ha pasado, pensar en lo que significó ese enfrentamiento, las muertes que trajo, la falta de humanidad, el tiempo que se contrae o dilata, el corazón a mil, los ojos desorbitados, las explosiones o los gestos heroicos tan diferentes de la realidad recreada en las películas.


Algunos dicen que el combate consiste en un 99 por ciento de aburrimiento absoluto y un 1 por ciento de puro terror. Los que dicen esto no están en la PM en Irak. Por las carreteras, iba todo el tiempo asustado. Tal vez no puro terror, eso es para cuando las bombas estallan realmente, pero sí una especie de terror de baja intensidad que se mezcla con el aburrimiento. Así que sería un 50 por ciento de aburrimiento y un 49 por ciento de terror del normal, que es la sensación general de que podrían morir en cualquier momento, y de que todo el mundo en este país quiere matarte. Y luego, por supuesto, está el 1 por ciento de puro terror, cuando el ritmo cardíaco se te dispara y tu campo visual se cierra y las manos se te quedan blancas y todo el cuerpo te zumba. No puedes pensar. No eres más que un animal, haciendo eso para lo que te han entrenado. Y luego vuelves al terror normal, vuelves a ser humano y vuelves a pensar.


Phil Klay, veterano de la guerra de Irak, golpea con fuerza en estos relatos y muestra lo irracional de la guerra sabiendo de qué habla, hay una realidad y una dureza que noquea, ver a un puñado de muchachos (la mayoría acaban de dejar atrás la adolescencia), que tienen que enfrentarse a un marco hostil (los mandos que les imbuyen una violencia extrema y a matar sin cuestionarse la realidad, el país desconocido, los insurgentes, la imposibilidad de salirse de esa violencia extrema), ver cómo se resquebrajan sus esperanzas y sueños y viven en medio de un infierno. Las escenas de batalla son secas, me recuerdan al cine de Fuller y Peckinpah por momentos, los cuerpos destrozados por una bala y el acorralamiento físico y mental de los soldados.

Klay da voz a marines y capellanes, a sargentos y funcionarios del gobierno, a chupatintas y soldados que adecentan cadáveres mutilados, a artilleros que apuntan sus cañones contra hombres por primera vez, a seres que intentan sobrevivir en el filo de la navaja, que regresan a casa y no se sienten de vuelta en su hogar porque la guerra los ha cambiado para siempre. No a políticos o mandos, su escritura se centra en el soldado de a pie, en el hombre que dispara y muere o es herido, en aquel quien tiene la incertidumbre y las dudas en medio de la guerra y se cuestiona su papel en ella. En el relato que da título al libro, un marine recuerda en el avión fragmentos de muerte que ha dejado atrás, intenta habituarse a la vida civil pero observa cada esquina de los centros comerciales en busca de emboscadas, en Cuerpos un muchacho visita a una antigua novia, se tumba con ella en la cama durante cinco minutos, intenta contarle un momento significativo de su experiencia en la guerra y sabe que ha perdido su vida, en el final de Plegaria desde el horno del fuego ardiendo, un capellán recuerda a los marines que murieron después de la guerra, muchachos que se suicidaron o murieron en peleas en callejones, en Operaciones psicológicas un estudiante universitario recuerda su experiencia en la guerra, cómo vio morir a un hombre a través de una mira telescópica, su intento por ser comprendido por una compañera musulmana, los marines de Klay que llevan su historia como una carga, algo que los une sólo con otros marines y los separa del resto del mundo.

Nuevo destino es un libro duro, la escritura rápida y cortante, la supervivencia de un puñado de hombres a los que sólo les quedan sus historias y la búsqueda de ser escuchados y entendidos, el sentimiento de culpa pegado a la piel. Un libro tan bueno como los relatos de Vietnam que Tim O´Brien escribió en Las cosas que llevaban los soldados que lucharon.







Disparábamos a los perros. No era por accidente. Lo hacíamos a propósito y lo llamábamos «Operación Scooby». Yo soy muy de perros, así que pensaba mucho en ello.
La primera vez fue por reflejo. Oigo que O’Leary suelta «¡Dios!», y veo un perro flacucho y marrón lamiendo sangre como lamería agua de un bol. No es sangre americana, pero aun así, ahí está el perro, dando lengüetazos. Y esa es la gota que colma el vaso, supongo, y comienza la temporada de perros.
En el momento no le das muchas vueltas. Estás pensando en quién habrá en esa casa, qué armas llevará, que va a matarte a ti, a tus colegas. Vas bloque por bloque, con fusiles de 550 metros de alcance y matando a la gente a cinco en un cubo de hormigón.
Lo piensas después, cuando te dejan tiempo. Es decir, no es que uno vuelva de golpe, directo de la guerra al centro comercial de Jacksonville. Cuando se terminó nuestro despliegue nos pusieron en TQ, esa base logística en pleno desierto, para que nos despresurizáramos un poco. No estoy seguro de lo que querían decir con eso. Despresurizarnos. Nosotros entendimos que consistía en matarnos a pajas en las duchas, fumar un montón de cigarros y jugar a las cartas sin parar. Y luego nos llevaron a Kuwait y nos pusieron en un vuelo comercial de vuelta a casa.
Y ahí estás. Sales de una zona de guerra jodidísima, y al momento vas sentado en un asiento tapizado de felpa, mirando cómo suelta aire acondicionado la valvulita del techo y pensando ¿qué cojones? Tienes un fusil sujeto entre las rodillas, igual que todos los demás. Algunos marines llevan pistolas M9, pero las bayonetas te las quitan, porque no está permitido subir cuchillos a un avión. Aunque nos hemos duchado, estamos todos mugrientos y flacos. Todo el mundo tiene los ojos hundidos, y los uniformes de camuflaje están hechos mierda. Y te sientas ahí, y cierras los ojos, y te pones a pensar.
El problema es que tus pensamientos no siguen ningún tipo de orden lógico. No piensas: ah, hice A, luego B, luego C y luego D. Intentas pensar en tu casa, y al momento estás en las celdas de tortura. Ves aquellos trozos de cuerpo en las cámaras y al tipo retrasado en la jaula. Chillaba como un pollo. Tenía la cabeza encogida al tamaño de un coco. Tardas un momento en recordar que el médico dijo que le habían inyectado mercurio en el cráneo, pero aun así sigue sin tener ningún sentido.
Ves las cosas que viste las veces que te faltó poco para morir. El televisor roto y el cadáver del moro aquel. A Eicholtz cubierto de sangre. Al teniente por la radio.
Ves a aquella niñita, las fotos que encontró Curtis en un escritorio. Primero una niña iraquí preciosa, puede que de siete u ocho años, descalza y con un vestido blanco muy bonito, como si fuera su primera comunión. Luego sale con un vestido rojo, tacones altos, un dedo de maquillaje. Foto siguiente: el mismo vestido, pero tiene la cara emborronada y sostiene una pistola con la que se apunta a la cabeza.
Intenté pensar en otras cosas, como en mi mujer, Cheryl. Tiene la piel pálida y unos pelitos finos y oscuros en los brazos. A ella le dan vergüenza, pero son suaves. Delicados.
Pero pensar en Cheryl me hacía sentir culpable, y entonces empezaba a pensar en el cabo segundo Hernandez, en el cabo Smith y en Eicholtz. Éramos como hermanos, Eicholtz y yo. Le salvamos la vida a un marine una vez. Pocas semanas después, Eicholtz está escalando una pared. Un insurgente asoma por una ventana y le dispara en la espalda cuando está a medio camino.
Pienso en esas cosas. Y veo al retrasado, y a la niña, y la pared en la que murió Eicholtz. Pero el tema es este: pienso un montón, y me refiero a un montón, en aquellos putos perros.
Phil Klay. Nuevo destino. Traducción de Inga Pellisa. Random House.