Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 24 de febrero de 2016

notas hospitalarias

Mi padre y yo estamos en silencio. Escuchamos los ruidos fuera de la habitación del hospital, el traqueteo de las camillas y las sillas de ruedas, las carreras de un niño, una mujer que habla en portugués con acento musical. Dentro de la habitación, sólo el sonido constante de la radio de mi padre. La puerta es una frontera, a un lado nuestra espera, al otro, otras vidas que cruzamos para las pruebas. Mientras espero a que mi padre salga del escáner observo la tortuga dibujada en la mano de una niña, la cara arrugada y nerviosa de un anciano y la mirada huidiza de quienes estamos ahí. Pienso en la radiación, en la debilidad de mi padre, en su buen ánimo y recuerdo que es una tortuga, por fuera lento y tranquilo, por dentro las dudas.
 
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Por las puertas entreabiertas del pasillo, una mujer afeitando a un hombre en silla de ruedas, partes de cuerpos, pies desnudos, un brazo, alguien de espalda, fotos en las paredes y peluches apoyados en las ventanas.
Mi padre y yo nos sentamos en la sala de espera y leemos revistas del corazón. Pasamos páginas y comentamos rupturas y enamoramientos. Mi padre agacha la cabeza o se pregunta por los materiales que usaron para el balcón del hospital (por la puerta del balcón entran la luz gris del atardecer, el vuelo de una gaviota, el viento entre los árboles y la sombra de las nubes). En el suelo de la sala hay panes y peces dibujados en el mármol. Es un hospital religioso. Están la cruz de madera en la habitación, la capilla junto a la sala, la habitación para las oraciones (en penumbra), el sermón del domingo copiado en una tabla (el de esta semana habla de no ser bien recibido entre los tuyos), están la monja que da la comunión y el sacerdote que entra para preocuparse por la salud de los enfermos y que hoy ha regalado a mi padre un cordón de San Blas (para que te cuide la garganta, dice). Mi padre acababa de despertar, estaba desorientado, me miraba para ubicarse en un espacio y en un tiempo (me pregunto qué pensó hasta llegar al presente) y se puso el cordón de San Blas alrededor del cuello.
Cerramos las revistas y salimos de la sala de espera. Llegamos al final del pasillo. Por la ventana, un hotel, el muelle y el mar. Damos la vuelta y el pasillo parece una pista de cien metros, lisa y distante.
Mi madre nos espera en la habitación. Busca un peine y peina a mi padre (su mano lenta, su mirada tranquila, pasa el peine una y otra vez sobre el pelo largo de mi padre y siento el cariño en ese gesto). Días después, mi padre descubrirá a mi madre al otro lado del pasillo. Sonreirá y la saludará con la mano en alto.
 
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El tiempo lo marca el goteo del suero, la toma de la temperatura, los análisis de sangre y azúcar. Las enfermeras entran, llaman cariño o amor a mi padre y mi padre se deja hacer y las mira como un niño. La luz gris y las sombras alargadas también marcan el paso del tiempo. La espera es quietud e incertidumbre. Me duelen la espalda y las piernas, hay momentos donde me siento bloqueado, asustado y mudo. En cambio, mi padre bromea con las enfermeras. A veces habla en gallego y tengo que traducir sus palabras o hace planes para cuando salga del hospital. Mi padre anda despacio, sin fuerza, duerme, hace sopas de letras, recuerda viejas caras y lugares de su infancia. Hay en mis padres una luz que me falta.
 
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La ventana de la habitación da a la cafetería del hospital. Veo familias y médicos en las mesas. A veces charlan entre ellos (una conversación muda, los gestos suaves que acompañan a las palabras, la mirada perdida en el poso de café), a veces miran hacia el puerto y parecen desprotegidos. Ahora, una mujer toma un café de pie, junto a la ventana. Entran las enfermeras y mi padre habla de las revistas del corazón que lee, de cuánto echa de menos la comida (apenas toma un consomé y manzanilla), y que se disfrazará por carnaval. Hoy le han llamado Fernando. Nos hemos mirado por el intercambio de papeles.
 
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Mi padre recuerda viejos días de hospital. Eran los años sesenta. Le operaron de la espalda. Habla de un paciente que llegó con dos maletas, una con un tocadiscos y la otra con botellas de whisky, de fumar en las habitaciones y de llamar a los bares para pedir comidas que luego subían los camareros en bandejas, de ingresos de treinta y cuarenta días.
 
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Leo a Unamuno, Hustvedt, Askildsen mientras vigilo el sueño de mi padre. Cuando entreabre un ojo siento que entro en su sueño, y me convierto en una sombra no del todo definida. Me siento con el libro en el banco del pasillo. Entonces, escucho a una mujer que se despierta asustada, no sabe dónde está y grita y ulula. Tiene más de noventa años y su familia se reúne a su alrededor para velarla, hablan en susurros, se acarician la espalda o el brazo. Esperan.
 
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Hay una pequeña planta en su habitación. Rosa, blanca y violeta. Se abre a lo largo del día y las hojas caen hasta que la planta queda desnuda. No conozco su nombre. Bajé la rama de un árbol y Elena arrancó una pequeña rama (luego, le dio las gracias al árbol por su regalo). Ese es el ofrecimiento de Elena, una flor y color para esta habitación. Encuentro a Elena en las cosas bonitas alrededor, el misterio de la llama de una vela y el lenguaje del universo.
 
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Salgo a una cafetería fuera del hospital o me acerco al muelle y veo el viento sobre el mar y los barcos pesqueros y la línea blanca de las olas contra los acantilados. O entro en el coro de la capilla. Hay luz y silencio y un aroma a velas consumidas. La luz atraviesa las vidrieras y forma manchas azules, amarillas y verdes que se mueven por el suelo. Veo cartas de tarot en los santos pintados. Elijo un banco y recuerdo cuando enseñé la capilla a mi padre por primera vez. Anduvo entre los bancos, acarició la madera, me dijo que era de castaño, que estaba bien trabajada, sus manos una caricia. Por un instante no hay nada más que aquello que observo. Estoy en silencio.

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