Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

lunes, 29 de febrero de 2016

William March en Compañía K

El teniente Edward Bartelstone

Cuando terminé la guardia, tenía frío y estaba enfermo; tiritaba y estaba calado hasta mis desgraciados huesos. Las sabandijas me picaban en la espalda y me subían por el pecho. Hacía semanas que no me lavaba y tenía los pies llenos de unas ampollas insoportables. En el refugio subterráneo el olor acre era asfixiante y me revolvía las entrañas, dándome náuseas. Encendí mi vela y pasé un buen rato mirándome las manos sucias y las uñas cubiertas de barro seco. Me invadió una sensación de repugnancia.
—Estoy dispuesto a soportar lo que sea —dije—, pero me niego a soportar ni un día más toda esta porquería. —Amartillé mi pistola y la dejé en la estantería al lado de la vela—. A medianoche en punto me mataré.
Encima de la cama encontré unas revistas que Archie Smith ya había leído y me había pasado. Cogí una al azar y la abrí. Delante de mí, con una mirada cargada de tristeza y compasión, estaba Lillian Gish. En mi vida he visto algo tan puro y limpio como su rostro. Pestañeé varias veces como si no diera crédito a lo que veían mis ojos. Entonces acaricié sus mejillas con el dedo, muy suavemente.
—Vaya, eres tan limpia y preciosa —dije sorprendido—. ¡Qué pura y preciosa y dulce eres!
Recorté la fotografía, hice una funda de cuero donde guardarla y la llevé conmigo a todas partes hasta que terminó la guerra. Solía mirarla todas las noches antes de irme a dormir y todas las mañanas nada más despertarme. Me protegió durante aquellos terribles meses y me ayudó a salir, cuando todo acabó, tranquilo y sereno.
William March. Compañía K. Traducción de Bianca Southwood. Libros del silencio.

domingo, 28 de febrero de 2016

hacia el fin del mundo I

Te mueves en la frontera
entre luz y oscuridad.
Sigo tu estela,
en silencio.
Apenas dejas una sombra en la acera.
Y no hay huellas que pisar.
Recuerdo cuando era niño
y jugaba a andar sobre otras pisadas
y representaba vidas desconocidas,
siempre llenas de secretos y crímenes.

Te acercas al final del callejón.
Pensativa.

Y te siento camino.

sábado, 27 de febrero de 2016

notas sobre El cuento de la criada. Margaret Atwood

En otros tiempos…, una expresión a la que recurre la narradora de El cuento de la criada para diferenciar el mundo en el que creció de su vida presente en una dictadura que recupera un viejo y exacerbado puritanismo y donde las mujeres son simples objetos (recipientes que llenar y a los que aislar por su misión repobladora). La narradora oculta su antiguo nombre, y es ahí, en esa ausencia, donde se siente la quiebra de su vida en dos partes (como frontera de esa quiebra, una guerra que desbanca el gobierno estadounidense y es relevado por una dictadura patriarcal y teocrática en la que los hombres son Comandantes, Ángeles, Ojos o Guardianes y las mujeres, Esposas, Marthas o Criadas, y hay ceremonias que bendicen el alumbramiento y, también, linchamientos y ahorcamientos como advertencia y señal de que no se tolerará otra actitud que no sea una total sumisión).


***


Estados Unidos ha caído, la república de Gilead toma su sitio, quedan ecos de la guerra con otras sectas y religiones, hay problemas de natalidad tras el uso de armas nucleares, los hombres tienen el poder y, de manera retorcida, dejan que sean las propias mujeres quienes se eduquen entre sí. La base de esa educación es un puritanismo radical y la sumisión completa, las mujeres divididas en esposas que no pueden tener hijos, criadas que se ocupan de los quehaceres domésticos, muchachas únicamente valoradas por sus úteros y tías que llevan a cabo su adoctrinamiento. Atwood apenas se detiene en los sucesos que dieron lugar al cambio de régimen, da pequeñas dosis de información, la narradora se centra en no olvidar el mundo en que creció y en describir el nuevo orden, los pequeños gestos que anunciaron el cambio y la pérdida de libertad. Desde su habitación contempla una pequeña parte de la ciudad, recuerda su vida, su marido e hija, su trabajo, los objetos, anhelos y convenciones de una vida desaparecida, recuerdos que se difuminan y parecen referirse a un sueño lejano o a una historia ajena, se cuestiona sobre el régimen dictatorial en el que vive y que ha cambiado a la sociedad y el papel de la mujer en ella y en el que se espera que sea fértil y dé un hijo al Comandante de la casa, en un ritual extraño donde hombre, criada y esposa están unidos.

Tengo los brazos levantados; ella me sujeta las dos manos con las suyas. Se supone que esto significa que somos una misma carne y un mismo ser. Pero el verdadero sentido es que ella controla el proceso y el producto de éste, si es que existe alguno. Los anillos de su mano izquierda se clavan en mis dedos, cosa que podría ser una venganza, O no.
Tengo la falda roja levantada, pero sólo hasta la cintura. Debajo de ésta, el Comandante está follando. Lo que está follando es la parte inferior de mi cuerpo. No digo haciendo el amor, porque no es lo que hace. Copular tampoco sería una expresión adecuada, porque supone la participación de dos personas, y aquí sólo hay una implicada. Pero tampoco es una violación: no ocurre nada que yo no haya aceptado. No había muchas posibilidades, pero había algunas, y ésta es la que yo elegí.
Por lo tanto, me quedo quieta y me imagino el dosel por encima de mi cabeza. Recuerdo el consejo que la Reina Victoria le dio a su hija: Cierra los ojos y piensa en Inglaterra. Pero esto no es Inglaterra. Ojalá él se diera prisa.
Quizás estoy loca, y esto es una forma nueva de terapia.
Ojalá fuera verdad, porque entonces me pondría bien y esto se acabaría.
Serena Joy me aprieta las manos como si fuera a ella —y no a mí— a quien están follando, como si sintiera placer o dolor, y el Comandante sigue follando con un ritmo regular, como sí marcara el paso, como un grifo que gotea sin parar. Está preocupado, como un hombre que canturrea bajo la ducha sin darse cuenta de que canturrea, como si tuviera otras cosas en la cabeza. Es como si estuviera en otro sitio, esperándose a sí mismo y tamborileando con los dedos sobre la mesa mientras espera. Ahora su ritmo se vuelve un tanto impaciente. ¿Acaso estar con dos mujeres al mismo tiempo no es el sueño de todo hombre? Eso decían, lo consideraban excitante.
Pero lo que ocurre en esta habitación, bajo el dosel plateado de Serena Joy, no es excitante. No tiene nada que ver con la pasión, ni el amor, ni el romance, ni ninguna de esas ideas con las que solíamos estimularnos. No tiene nada que ver con el deseo sexual, al menos para mí, y tampoco para Serena. La excitación y el orgasmo ya no se consideran necesarios; sería un síntoma de simple frivolidad, como las ligas de colores y los lunares postizos: distracciones superfluas para las mentes vacías. Algo pasado de moda. Parece mentira que antes las mujeres perdieran tanto tiempo y energías leyendo sobre este tipo de cosas, pensando en ellas, preocupándose por ellas, escribiendo sobre ellas. Evidentemente, no son más que pasatiempos.


***


Las mujeres de la república de Gilead llevan ropa diferente, la azul de las esposas que las señala como dueñas de la casa y de la vida de las criadas, los hábitos rojos, parecidos a los burkas, de las mujeres que aún pueden tener hijos y que viven encerradas mientras esperan quedarse embarazadas, el rojo de sus hábitos que recuerda la sangre y la vergüenza y las separa de la sociedad, las criadas que son denigradas y cuidadas al mismo tiempo. La narradora inserta en su descripción de este nuevo mundo recuerdos de su pasado, cuando tenía un trabajo y familia y podía usar sus propias tarjetas de crédito y había gimnasios y baloncesto y habitaciones universitarias donde celebrar fiestas y confidencias, un mundo imperfecto, real y en apariencia libre, un mundo sin muros ni adoctrinamientos, un mundo tan frágil que cae con rapidez y da paso a un estado político donde los hombres dominan el pensamiento y dejan a las mujeres el adoctrinamiento de las más jóvenes y fértiles.


***


Como en Resurgir, hay una destrucción del lenguaje y una frialdad en la narración. Si en Resurgir, la protagonista se adentra en la naturaleza y se olvida de las palabras, en El cuento de la criada se crea un nuevo lenguaje que se adecúe a los tiempos e ideales de los Comandantes y las ceremonias del régimen. La narradora describe el mundo de jardines de las Esposas, las mañanas de abastecimiento en las tiendas, las formas de los trajes y las casas, los gestos de las mujeres (los hombres como algo lejano y temible) disecciona cada gesto y objeto y, entre esas descripciones, inserta sus recuerdos o se pregunta sobre su cuerpo o si hay alguna manera de escapar.

Mi desnudez me resulta extraña. Mi cuerpo parece anticuado. ¿De verdad me ponía bañador para ir a la playa? Lo hacía, sin reparar en ello, entre los hombres, sin importarme que mis piernas, mis brazos, mis muslos y mi espalda quedaran al descubierto y alguien los viera. Vergonzoso, impúdico. Evito mirar mi cuerpo, no tanto porque sea algo vergonzoso o impúdico, sino porque no quiero verlo. No quiero mirar algo que me determina tan absolutamente.



***


Pero hay grietas en esa sociedad teocrática. Comandantes que guardan libros, juegos y revistas prohibidos, que construyen un prostíbulo y buscan sexo y amor fuera de las normas que ellos mismos construyeron. O mujeres y hombres en la sombra, una resistencia subterránea que intenta liberar a las mujeres y llevarlas al norte, fuera de la república. O una guerra exterior que es un eco, una repetición no del todo real. Atwood escribe un futuro extraño y la opresión en las mujeres, cómo pierden la libertad poco a poco ganada sin apenas darse cuenta para convertirse en esclavas y en culpables.








Había tantas mujeres que trabajaban... ahora resulta difícil pensarlo, pero había miles, millones de mujeres que trabajaban. Se consideraba una cosa normal. Ahora es lo mismo que pensar en la época en que todavía tenían dinero de papel. Mi madre pegó algunos billetes en su álbum de recortes, junto con las primeras fotos. En aquel entonces ya eran obsoletos, no podías usarlos para comprar nada. Trozos de papel basto, grasosos al tacto, de color verde, con fotos a ambos lados, un anciano con peluca en una de las caras, y en la otra una pirámide con un ojo encima. Llevaba impresa la frase Confiamos en Dios. Mi madre decía que, por hacer una broma, los comerciantes ponían junto a las cajas registradoras carteles en los que se leía: Confiamos en Dios, todos los demás pagan al contado. Ahora, eso sería una blasfemia.
Cuando ibas a comprar tenías que llevar esos billetes de papel, aunque cuando yo tenía nueve o diez años la mayoría de la gente usaba tarjetas de plástico. Pero no para comprar en las tiendas de comestibles, eso fue después. Parece tan primitivo, incluso totémico, como las conchas de cauri. Yo misma debo de haber usado ese tipo de dinero durante algún tiempo, antes de que todo pasara por el Compubanco.
Me imagino que eso es lo que posibilitó las cosas, el hecho de que lo hicieran de repente, sin que nadie lo supiera con antelación. Si aún hubiera existido el dinero en efectivo, habría resultado más difícil.
Fue después de la catástrofe, cuando le dispararon al presidente y ametrallaron el Congreso, y el ejército declaró el estado de emergencia. En aquel momento culparon a los fanáticos islámicos.
Hay que mantener la calma, aconsejaban por la televisión. Todo está bajo control.
Yo estaba anonadada. Como todo el mundo, ya lo sé. Era difícil de creer. El gobierno entero desaparecido de ese modo. ¿Cómo lo lograron, cómo ocurrió?
Fue entonces cuando suspendieron la Constitución. Dijeron que sería algo transitorio. Ni siquiera había disturbios callejeros. Por la noche la gente se quedaba en su casa mirando la televisión y esperando instrucciones. Ni siquiera existía un enemigo al cual denunciar.
Ten cuidado, me advirtió Moira por teléfono. Se acerca.
¿Qué es lo que se acerca?, le pregunté.
Espera y verás, repuso. Lo tienen todo montado. Tú y yo terminaremos en el paredón, querida. Estaba citando una frase típica de mi madre, pero no pretendía resultar graciosa.
Las cosas continuaron durante semanas en ese estado de suspensión momentánea, aunque en realidad algo ocurrió. Los periódicos fueron sometidos a censura y algunos quedaron clausurados, según dijeron por razones de seguridad. Empezaron a levantarse barricadas y a aparecer los pases de identificación. Todo el mundo lo aprobó, dado que resultaba obvio que ninguna precaución era excesiva. Dijeron que se celebrarían nuevas elecciones, pero que llevaría algún tiempo prepararlas. Lo que hay que hacer, declararon, es continuar como de costumbre.
Sin embargo, se clausuraron las tiendas porno y dejaron de circular las furgonetas de Sensaciones sobre Ruedas y los Buggies de los Bollos. A mí no me dio pena que desaparecieran. Ya sabíamos que eran una tontería.
Ya era hora de que alguien hiciera algo, dijo la mujer que estaba detrás del mostrador de la tienda donde yo solía comprar los cigarrillos. Estaba en una esquina y pertenecía a una cadena de quioscos en los que vendían periódicos, golosinas y cigarrillos. La vendedora era una mujer mayor, de pelo canoso, de la generación de mi madre.
¿Los han prohibido, o qué ocurrió?, pregunté.
La mujer se encogió de hombros. Nadie lo sabe y a nadie le importa, comentó. Tal vez se los llevaron a algún otro sitio. Intentar librarse de eso por completo es como pretender eliminar a los ratones, ya se sabe. Pulsó mi Compunúmero en la caja registradora, casi sin mirarlo. En ese entonces yo era una clienta habitual. La gente empezaba a quejarse, afirmó.
A la mañana siguiente, de camino a la biblioteca, me detuve en la misma tienda para comprar otro paquete de cigarrillos, porque se me habían terminado. Aquellos días estaba fumando más que de costumbre, a causa de la tensión que se percibía como un murmullo subterráneo, aunque aparentemente reinaba la calma. También bebía más café, y tenía problemas para dormir. Todo el mundo estaba un poco alterado. En la radio se oía más música que nunca, y menos palabras.
Ya nos habíamos casado, parecía que hacía años; ella tenía tres o cuatro, e iba a la guardería.
Recuerdo que nos habíamos levantado y habíamos desayunado como de costumbre, con galletas, y Luke la había llevado en coche a la escuela. Iba vestida con el conjunto que le había comprado hacía dos semanas, el guardapolvo de rayas y una camiseta azul. ¿Qué mes era? Debía de ser septiembre. La escuela tenía un servicio de recogida de niños, pero por alguna razón yo prefería que la llevara Luke; incluso el servicio de la escuela me preocupaba. Los niños ya no iban a la escuela a pie, había habido muchos casos de desaparecidos.
Cuando llegué a la tienda de la esquina, vi que la vendedora de siempre no estaba. En su lugar había un hombre, un joven que no debía de tener más de veinte años.
¿Está enferma?, le pregunté mientras le entregaba la tarjeta.
¿Quién?, me preguntó en un tono que me pareció agresivo.
La vendedora que está siempre aquí, aclaré.
¿Cómo quiere que yo lo sepa?, me respondió. Pulsaba mi código utilizando un solo dedo, y estudiaba cada número con detenimiento. Evidentemente, era la primera vez que lo hacía. Yo tamborileaba los dedos sobre el mostrador, impaciente por fumar, y me preguntaba si alguna vez alguien le habría dicho cómo eliminar los granos que tenía en el cuello. Recuerdo claramente su aspecto: alto, ligeramente encorvado, pelo oscuro y corto, ojos castaños —que parecían fijos en algún punto situado detrás de mi tabique nasal—, y granos. Supongo que lo recuerdo tan claramente por lo que dijo a continuación.
Lo siento. Este número no es válido.
Qué ridiculez, protesté. Tiene que serlo, tengo varios miles en la cuenta. Pedí un extracto hace dos días. Vuelva a probar.
No es válido, repitió obstinadamente. ¿Ve la luz roja? Significa que no es válido.
Debe de haber cometido un error, insistí. Vuelva a probar.
Se encogió de hombros y me dedicó una sonrisa de autosuficiencia, pero volvió a pulsar el número. Esta vez observé sus dedos y comprobé los números que aparecían en la pantalla. Era mi número, pero la luz roja volvió a encenderse.
¿Lo ve?, me dijo mostrando la misma sonrisa, como si supiera algún chiste que no pensaba contarme.
Les telefonearé desde la oficina, afirmé. EL sistema había fallado en otras ocasiones, pero normalmente después de una llamada telefónica se arreglaba. De todos modos, estaba furiosa, como si me hubieran acusado injustamente de algo que ni siquiera sabia qué era. Como si yo hubiera cometido el error.
Hágalo, repuso en tono indiferente. Dejé los cigarrillos sobre el mostrador, porque no los había pagado. Pensé que en el trabajo podría pedir uno prestado.
Al llegar a la oficina telefoneé, pero me respondió un contestador automático. Las líneas están sobrecargadas, decía la grabación. ¿Podría llamar más tarde?
Por lo que sé, las líneas estuvieron sobrecargadas durante toda la mañana. Volví a llamar varias veces, pero sin éxito. Tampoco eso era demasiado raro.
Alrededor de las dos, después del almuerzo, el director entró en la sala de discos.
Tengo algo que comunicaros, dijo. Tenía un aspecto terrible: el pelo revuelto y los ojos rojos y turbios, como si hubiera estado bebiendo.
Todos levantamos la vista de nuestras máquinas. Debíamos de ser ocho o diez en la sala.
Lo lamento, anunció, pero es la ley. Lo lamento de veras.
¿Qué es lo que lamenta?, preguntó alguien.
Tengo que dejaros ir, explicó. Es la ley, tengo que hacerlo. Tengo que dejaros ir a todos vosotros. Lo dijo casi amablemente, como si fuéramos animales salvajes o ranas que él tenía encerradas en un recipiente, como si quisiera ser humanitario.
¿Nos está echando?, le pregunté, y me puse de pie. ¿Pero por qué?
No os echo, puntualizó. Os dejo ir. No podéis trabajar más aquí, es la ley. Se pasó las manos por el pelo, y yo pensé que se había vuelto loco. Ha soportado demasiada tensión y ha terminado por perder los estribos.
No puede hacerlo así, sin más, dijo la mujer que se sentaba a mi lado. La frase sonó falsa, improbable, como una frase que uno diría por televisión.
No soy yo, argumentó. No comprendéis. Por favor, marchaos ya. Estaba elevando el tono de voz. No quiero problemas. Si surgieran problemas, podrían perderse los libros, todo quedaría destrozado... Miró por encima del hombro. Ellos están afuera, explicó, en mi despacho. Si no os marcháis ahora, vendrán ellos mismos. Me dieron diez minutos. En ese momento parecía más loco que nunca.
Está turulato, dijo alguien en voz alta; todos debíamos de pensar lo mismo.
Pero pude ver que en el pasillo había dos hombres de pie, con uniforme y ametralladoras. Era demasiado teatral para ser verdad, y sin embargo allí estaban, como repentinas apariciones, como marcianos. Estaban rodeados de un aura de ensueño; eran demasiado vívidos, demasiado incongruentes con el entorno.
Dejad las máquinas, añadió mientras recogíamos nuestras cosas y salíamos en fila. Como si hubiéramos podido llevárnoslas.
Nos reunimos en la escalera de la entrada a la biblioteca. No sabíamos qué decirnos. Como nadie entendía lo que había ocurrido, no era mucho lo que podíamos decir. Nos miramos mutuamente y sólo vimos consternación en nuestros rostros, y algo de vergüenza, como si nos hubieran sorprendido haciendo algo que no debíamos.
No hay derecho, dijo una mujer, pero sin convicción. ¿Qué era lo que nos hacía sentir como si nos lo mereciéramos?
Margaret Atwood. El cuento de la criada. Traducción de Elsa Mateo Blanco. Seix Barral

inicio de El cuento de la criada. Margaret Atwood


Dormíamos en lo que, en otros tiempos, había sido el gimnasio. El suelo, de madera barnizada, tenía pintadas líneas y círculos correspondientes a diferentes deportes. Los aros de baloncesto todavía existían, pero las redes habían desaparecido. La sala estaba rodeada por una galería destinada al público; y tuve la impresión de que podía percibir, como en un vago espejismo, el olor acre del sudor mezclado con ese toque dulce de la goma de mascar y del perfume de las chicas que se encontraban entre el público, vestidas con faldas de fieltro – así las había visto yo en las fotos —, más tarde con minifaldas, luego con pantalones, finalmente con un solo pendiente y peinadas con crestas de rayas verdes. Aquí se habían celebrado bailes; persistía la música, un palimpsesto de sonidos que nadie escuchaba, un estilo tras otro, un fondo de batería, un gemido melancólico, guirnaldas de flores hechas con papel de seda, demonios de cartón, una bola giratoria de espejos que salpicaba a los bailarines con copos de luz.
En la sala había reminiscencias de sexo y soledad y expectativa, la expectativa de algo sin forma ni nombre. Recuerdo aquella sensación, el anhelo de algo que siempre estaba a punto de ocurrir y que nunca era lo mismo, como no eran las mismas las manos que sin perder el tiempo nos acariciaban la región lumbar, o se escurrían entre nuestras ropas cuando nos agazapábamos en el aparcamiento o en la sala de la televisión con el aparato enmudecido y las imágenes parpadeando sobre nuestra carne exaltada.
Suspirábamos por el futuro. ¿De dónde sacábamos aquel talento para la insaciabilidad? Flotaba en el aire; y aún se respiraba, como una idea tardía, cuando intentábamos dormir en los catres del ejército dispuestos en fila y separados entre sí para que no pudiéramos hablar. Teníamos sábanas de franela de algodón, como las que usan los niños, y mantas del ejército, tan viejas que aún llevaban las iniciales U.S. Doblábamos nuestra ropa con mucha prolijidad y la dejábamos sobre el taburete, a los pies de la cama. Enseguida bajaban las luces pero nunca las apagaban. Tía Sara y Tía Elizabeth hacían la ronda; en sus cinturones de cuero llevaban colgando aguijones eléctricos como los que usaban para el ganado.
Sin embargo, no llevaban armas; ni siquiera a ellas se las habrían confiado. Su uso estaba reservado a los Guardianes, que eran especialmente escogidos entre los Ángeles. No se permitía la presencia de Guardianes dentro del edificio, excepto cuando se los llamaba; y a nosotras no nos dejaban salir, salvo para dar nuestros paseos, dos veces al día y de dos en dos, alrededor del campo de fútbol que ahora estaba cercado con una valla de cadenas, rematada con alambre de púas. Los Ángeles permanecían fuera, dándonos la espalda. Para nosotras eran motivo de temor, y también de algo más. Si al menos nos miraran, si pudiéramos hablarles... Creíamos que así podríamos intercambiar algo, hacer algún trato, llegar a un acuerdo, aún nos quedaban nuestros cuerpos... Esta era nuestra fantasía.
Aprendimos a susurrar casi sin hacer ruido. En la semipenumbra, cuando las Tías no miraban, estirábamos los brazos y nos tocábamos las manos mutuamente. Aprendimos a leer el movimiento de los labios: con la cabeza pegada a la cama, tendidas de costado, nos observábamos mutuamente la boca. Así, de una cama a otra, nos comunicábamos los nombres: Alma, Janine, Dolores, Moira, June.
Margaret Atwood. El cuento de la criada. Traducción de Elsa Mateo Blanco. Seix-Barral

miércoles, 24 de febrero de 2016

notas hospitalarias

Mi padre y yo estamos en silencio. Escuchamos los ruidos fuera de la habitación del hospital, el traqueteo de las camillas y las sillas de ruedas, las carreras de un niño, una mujer que habla en portugués con acento musical. Dentro de la habitación, sólo el sonido constante de la radio de mi padre. La puerta es una frontera, a un lado nuestra espera, al otro, otras vidas que cruzamos para las pruebas. Mientras espero a que mi padre salga del escáner observo la tortuga dibujada en la mano de una niña, la cara arrugada y nerviosa de un anciano y la mirada huidiza de quienes estamos ahí. Pienso en la radiación, en la debilidad de mi padre, en su buen ánimo y recuerdo que es una tortuga, por fuera lento y tranquilo, por dentro las dudas.
 
*
 
Por las puertas entreabiertas del pasillo, una mujer afeitando a un hombre en silla de ruedas, partes de cuerpos, pies desnudos, un brazo, alguien de espalda, fotos en las paredes y peluches apoyados en las ventanas.
Mi padre y yo nos sentamos en la sala de espera y leemos revistas del corazón. Pasamos páginas y comentamos rupturas y enamoramientos. Mi padre agacha la cabeza o se pregunta por los materiales que usaron para el balcón del hospital (por la puerta del balcón entran la luz gris del atardecer, el vuelo de una gaviota, el viento entre los árboles y la sombra de las nubes). En el suelo de la sala hay panes y peces dibujados en el mármol. Es un hospital religioso. Están la cruz de madera en la habitación, la capilla junto a la sala, la habitación para las oraciones (en penumbra), el sermón del domingo copiado en una tabla (el de esta semana habla de no ser bien recibido entre los tuyos), están la monja que da la comunión y el sacerdote que entra para preocuparse por la salud de los enfermos y que hoy ha regalado a mi padre un cordón de San Blas (para que te cuide la garganta, dice). Mi padre acababa de despertar, estaba desorientado, me miraba para ubicarse en un espacio y en un tiempo (me pregunto qué pensó hasta llegar al presente) y se puso el cordón de San Blas alrededor del cuello.
Cerramos las revistas y salimos de la sala de espera. Llegamos al final del pasillo. Por la ventana, un hotel, el muelle y el mar. Damos la vuelta y el pasillo parece una pista de cien metros, lisa y distante.
Mi madre nos espera en la habitación. Busca un peine y peina a mi padre (su mano lenta, su mirada tranquila, pasa el peine una y otra vez sobre el pelo largo de mi padre y siento el cariño en ese gesto). Días después, mi padre descubrirá a mi madre al otro lado del pasillo. Sonreirá y la saludará con la mano en alto.
 
*
 
El tiempo lo marca el goteo del suero, la toma de la temperatura, los análisis de sangre y azúcar. Las enfermeras entran, llaman cariño o amor a mi padre y mi padre se deja hacer y las mira como un niño. La luz gris y las sombras alargadas también marcan el paso del tiempo. La espera es quietud e incertidumbre. Me duelen la espalda y las piernas, hay momentos donde me siento bloqueado, asustado y mudo. En cambio, mi padre bromea con las enfermeras. A veces habla en gallego y tengo que traducir sus palabras o hace planes para cuando salga del hospital. Mi padre anda despacio, sin fuerza, duerme, hace sopas de letras, recuerda viejas caras y lugares de su infancia. Hay en mis padres una luz que me falta.
 
*
 
La ventana de la habitación da a la cafetería del hospital. Veo familias y médicos en las mesas. A veces charlan entre ellos (una conversación muda, los gestos suaves que acompañan a las palabras, la mirada perdida en el poso de café), a veces miran hacia el puerto y parecen desprotegidos. Ahora, una mujer toma un café de pie, junto a la ventana. Entran las enfermeras y mi padre habla de las revistas del corazón que lee, de cuánto echa de menos la comida (apenas toma un consomé y manzanilla), y que se disfrazará por carnaval. Hoy le han llamado Fernando. Nos hemos mirado por el intercambio de papeles.
 
*
 
Mi padre recuerda viejos días de hospital. Eran los años sesenta. Le operaron de la espalda. Habla de un paciente que llegó con dos maletas, una con un tocadiscos y la otra con botellas de whisky, de fumar en las habitaciones y de llamar a los bares para pedir comidas que luego subían los camareros en bandejas, de ingresos de treinta y cuarenta días.
 
*
 
Leo a Unamuno, Hustvedt, Askildsen mientras vigilo el sueño de mi padre. Cuando entreabre un ojo siento que entro en su sueño, y me convierto en una sombra no del todo definida. Me siento con el libro en el banco del pasillo. Entonces, escucho a una mujer que se despierta asustada, no sabe dónde está y grita y ulula. Tiene más de noventa años y su familia se reúne a su alrededor para velarla, hablan en susurros, se acarician la espalda o el brazo. Esperan.
 
*
 
Hay una pequeña planta en su habitación. Rosa, blanca y violeta. Se abre a lo largo del día y las hojas caen hasta que la planta queda desnuda. No conozco su nombre. Bajé la rama de un árbol y Elena arrancó una pequeña rama (luego, le dio las gracias al árbol por su regalo). Ese es el ofrecimiento de Elena, una flor y color para esta habitación. Encuentro a Elena en las cosas bonitas alrededor, el misterio de la llama de una vela y el lenguaje del universo.
 
*
 
Salgo a una cafetería fuera del hospital o me acerco al muelle y veo el viento sobre el mar y los barcos pesqueros y la línea blanca de las olas contra los acantilados. O entro en el coro de la capilla. Hay luz y silencio y un aroma a velas consumidas. La luz atraviesa las vidrieras y forma manchas azules, amarillas y verdes que se mueven por el suelo. Veo cartas de tarot en los santos pintados. Elijo un banco y recuerdo cuando enseñé la capilla a mi padre por primera vez. Anduvo entre los bancos, acarició la madera, me dijo que era de castaño, que estaba bien trabajada, sus manos una caricia. Por un instante no hay nada más que aquello que observo. Estoy en silencio.

domingo, 21 de febrero de 2016

Desde ahora te acompañaré a casa. Kjell Askildsen

Askildsen es la palabra exacta y la frase precisa. En sus relatos cortos deambulan muchachos que descubren el sexo, se enfrentan a la figura paterna o se esconden para mirar sin ser vistos, padres perdidos por una ciudad desconocida y que ven en su hijo a un extraño, parejas que siguen adelante por inercia, a pesar de la tensión, el odio y los celos y tratan de que todo siga como antes, instantes donde algo está a punto de revelarse, una verdad última, una renuncia o la perdición y que deja a los personajes y la acción en suspenso. Askildsen sugiere más que describe, se detiene en un momento concreto y significativo y lo muestra de manera sencilla, desarrolla la historia y los personajes hasta que quedan desnudos y desprotegidos.

Los relatos de Desde ahora te acompañaré a casa tienen una estructura sencilla y clara, los primeros centrados en la adolescencia y el misterio del sexo y la amistad, los centrales en las relaciones entre padres e hijos y los finales en el complejo mundo de las relaciones amorosas. Si en los primeros relatos, los muchachos y muchachas sienten el sexo como algo puro, primigenio y enigmático, un camino para entender la vida y el mundo adulto, en los finales las parejas están hastiadas, llenas de rabia contenida y celos, una evolución que muestra la pérdida de la inocencia inicial y las relaciones como un sentimiento deteriorado y decaído, una lucha por el poder entre dos personas que bascula entre la necesidad y el odio.

De los primeros relatos, quedarse quieto y enmudecido ante la primera relación sexual, acercarse a un acantilado y sentir el vértigo y la cercanía de la muerte (un conocimiento que hace madurar a un muchacho tímido), mirar la vida a través de unos prismáticos y sentir en esa distancia protectora el engaño y el vacío de un mundo extraño, los recuerdos de un padre severo que ejercen como bisagra a los relatos sobre padres e hijos distanciados. De estos primeros relatos, la sutileza de Askildsen para hablar de miedos, descubrimientos y vértigos, de cobardías y el primer atisbo a la vida adulta. 

Ella se tumbó boca arriba, y él se dio cuenta de que lo estaba mirando. Qué poema tan raro, dijo ella, y la manera en la que lo dijo le hizo sentirse feliz. ¿Te ha gustado?, preguntó él. Ven aquí y te contestaré, respondió ella. Él se tumbó de lado con la mano en el hombro de ella y el antebrazo sobre su pecho. Te admiro, dijo ella. Lo miraba mientras lo decía, y él no entendía cómo ella podía decir algo tan grande mirándolo a los ojos. Él llevó la mano hasta el pecho de ella, y ella dijo pero no por eso te dejo arrugarme la blusa. No, dijo él, y empezó a desabrochársela.
—¿Nunca te hartas de mirar? —preguntó ella.
—Nunca hasta ahora he desabrochado esta blusa.
—Es nueva.
—Tiene más botones que ninguna.
Le abrió la blusa. La cogió por los hombros y la levantó para poder pasarle la mano por detrás. Le desabrochó el sujetador y le dijo quiero quitarte la blusa del todo. Ella se limitó a sonreír. Él le quitó la blusa y el sujetador, y los pechos se desparramaron un poco, pero no mucho. Tenía la sensación de que ya había vencido todas las dificultades. Ahora podía mirarla de nuevo a los ojos. ¿Ya estás feliz?, preguntó ella. Sí, respondió él, estoy pensando que ninguna otra cosa puede hacerme tan feliz. Pero hay algo más, y tengo que probarlo.


Hay un relato portentoso en Desde ahora te acompañaré a casa, La noche de Mardon, donde un padre va a visitar a su hijo a la ciudad. Llega de noche, está desorientado, le cuesta encontrar la casa de su hijo. En un par de habitaciones, padre e hijo, con mismo nombre, se hablan y se escabullen, se acercan y se temen, se odian y se abandonan. Padre e hijo que no encuentran un lugar donde coincidir, donde sentirse cómodos. Askildsen cambia el punto de vista, pasa de una habitación a otra, en una el padre que recuerda el viaje hecho y sus ganas de huir, en la otra el hijo que habla con su amante y le descubre su rabia contenida. Hay desolación, odio y tristeza en este relato, hay una escritura concisa y directa, hay tensión y algo que está por derrumbarse. Las relaciones en Askildsen, una vez abandonada la adolescencia, parecen resquebrajadas. 


«Querido Mardon: Vuelvo a casa en el tren que sale dentro de unas horas. Tenía muchas ganas de volver a verte, y me alegro de haber venido. Pero soy más viejo de lo que pensaba, y el largo viaje me ha dejado muy cansado. Si al menos hubiera logrado dormir…, pero había olvidado el efecto que tienen en mí las habitaciones extrañas, y mi corazón no es tan fuerte como antes. Estoy seguro de que me entenderás. Que te vaya todo muy bien, chico. Con cariño, tu padre». Dejó la carta encima de la mesa, luego se acercó a la puerta, apagó la luz y abrió con cuidado. El pasillo estaba oscuro. Volvió a cerrar la puerta y encendió la luz. Tal vez no se hayan dormido. Empujó la puerta hasta abrirla del todo, de manera que la luz de la habitación iluminara la escalera. Oía un murmullo lejano y difuso. Sí, sí, da pena, lo sé. Pero entonces finge un poco de amor, aunque solo sea por un día, no solo por él, también por ti. Empezó a deslizarse por el pasillo hacia la escalera. ¿Fingir amor? Parece muy sencillo. Se agarró al pasamanos con la mano derecha. El pasillo de la planta baja estaba a oscuras. Cuando me dio los álbumes lo llamé padre. Pude ver lo feliz que se sintió, y entonces lo odié. ¿Qué me ha hecho él para que ni siquiera pueda soportar que se sienta feliz por algo que yo le diga? Andaba despacio, cada vez estaba más oscuro. A cada paso que daba era como si dejara atrás un yugo. Iba tanteando continuamente para encontrar el interruptor, abrió la puerta del portal, voy camino a casa. ¿O qué le has hecho tú a él? preguntó Vera. Ella había apagado la luz y estaba tumbada en el colchón hinchable, con las manos debajo de la mejilla. ¿Qué quieres decir? Solo que suele ser el deudor el que odia a su acreedor, no al revés. Andaba sonriente en medio de la tranquila calle, entre los portales sin número, robados, eso dicen, dentro de dos días estaré en casa, voy camino a casa. Recuerdo, dijo ella, que en una ocasión una persona me hizo un gran favor. Debería haberle dado las gracias, se las debía, eso me parecía, pero no lo hice, lo aplacé hasta que me pareció demasiado tarde, y un día me enteré de que había muerto. ¿Adivinas lo que sentí? Alivio. Pero no vine por aquí, veamos, vine por el este, más vale salir de estas callejuelas, nunca se sabe lo que puede ocurrir, un gato negro significa suerte. No soy supersticioso. Dios sabe adónde llegaré. Este lugar tiene muy mala pinta, más vale andar por en medio de la calle. Nunca he estado aquí. ¿Por qué creo que vine por el este y, en ese caso, dónde está el este, en mitad de la noche? Bueno, tengo mucho tiempo, puedo ir hacia el oeste, pues antes o después me toparé con algo que no sean gatos negros. Dime qué puedo hacer, dijo Mardon. Ella no contestó. Estaba llorando. ¿Por qué lloras, Vera? 




Los últimos cuentos son excepcionales, parejas que se aman y odian a partes iguales, que se dejan llevar por los celos o la obsesión, que vigilan y encierran al otro, las relaciones como un problema entre lo que se espera del otro y la realidad, como si los personajes de Askilden quisieran que el otro fuese una marioneta fácil de controlar. Aquí, la escritura de Askildsen, es escueta, muestra el nerviosismo y la incertidumbre de los personajes, los lleva hasta el delirio o la inquietud. El mejor de estos relatos es Todo como antes (que dio título a la colección de relatos editada por Debolsillo), una pareja en Grecia, un hombre que quiere castigar y boicotear a su mujer por sus escarceos y que se sabe débil y enfermizo. 

Desde ahora te acompañaré a casa es una lectura intensa, certera y desafiante, una buena muestra de la habilidad y maestría de Askildsen en el relato corto, la tensión y el encierro en el que viven sus personajes, su forma de acercarse al otro con el misterio de la adolescencia o de alejarse en la madurez y la vida como desarraigo y tensión.








Karl se detuvo y se echó el flequillo hacia atrás. Estaba sudando otra vez. Permaneció unos instantes mirando hacia su casa, destruida por el incendio. Yo empezaba a impacientarme. Lo había acompañado hasta allí porque quería realizar una buena acción, y me parecía que ya era hora de que me pidiera ayuda.
¿Crees que Dios podría haber evitado el incendio?, preguntó.
Sí.
Estaba en medio de la pequeña llanura, a algo más de un metro del precipicio.
¿Es verdad que Dios no deja que se burlen de él?
Sí.
Me miró asustado. Estaba de espaldas al mar y a los tejados de las casas. Retrocedió un paso. Yo me quedé como clavado en el sitio; me mareo, siempre me he mareado, no soporto ver a nadie balancearse al borde de un precipicio, no lo aguanto, pero me fascina, y no le di la espalda a Karl. Retrocedió un paso más y se detuvo a unos centímetros del precipicio, todavía de espaldas. Yo sabía que estaba tan mareado como yo. Nos miramos fijamente, creo que yo signifiqué mucho para él en ese momento. ¡Estaba tan asustado… y se mostraba tan valiente!
Me burlo de Dios, dijo, susurró, sus palabras apenas me llegaron. Seguía moviendo los labios, pero yo no oí nada más. Entonces se dio vuelta, miró hacia abajo, y entregó a Dios la mejor carta que tenía en la mano, su vértigo. No sé cuánto tiempo permaneció así, pero lo suficiente y más de lo que yo habría podido permanecer allí para probar lo contrario, es decir, que Dios existía y que me atrevía a poner mi vida en Sus manos.

***

—Me puse muy contento cuando escribiste diciendo que ibas a venir.
—Siento que haya acabado así.
—¿De verdad lo sientes?
—¿Qué quieres decir?
—¿Lo sientes realmente?
—Ya te lo he dicho. No quería luchar contra ti, ni siquiera quería tener razón sobre ti. Dime una cosa, padre, imagínate que no fuera tu hijo, imagínate que fuera un conocido y que hubieras sabido de mí lo mismo que sabes ahora, ¿te habría hecho ilusión volver a verme? ¿Alojarme en tu casa?
—Evidentemente no habría sido lo mismo.
—Así es. Y si tú sólo hubieras sido mi semejante en lugar de mi padre, no habría venido a verte. ¿No significa esto que lo que nos une no es más que una convención? Somos padre e hijo, y por tanto estamos obligados a mostrarnos afecto mutuamente; si no lo hacemos, nos invade el sentimiento de culpa. Pero ¿por qué? ¿Existe alguna razón para creer que el afecto es algo genético? No nos exigimos a nosotros mismos sentir afecto por un vecino o un compañero de trabajo. No sé si entiendes lo que quiero decir.
—Sí. Conque es así como lo ves. Una convención. Que Dios te perdone esas palabras, Gabriel. Algún día te darás cuenta de lo equivocado que estás.
—Siempre has dicho eso, desde que tengo uso de razón te recuerdo diciendo algún día… Qué diferente habría sido si no hubieras creído en Dios.
—O si tú hubieras creído en él.
—Sí. Estamos condenados a atormentarnos mutuamente.
—No culpes a Dios de ello.
—A Dios no, a la idea de Dios, ese mito tan persistente de un poder que justifica unos actos y puntos de vista que en el futuro serán calificados de inhumanos. Tú crees que Dios es la meta de una fe, pero no es verdad, Dios es la fe en Dios, y por eso Dios morirá, muere día a día.
—Estás obsesionado.
—No, no soy más que un representante de un futuro que se niega a recibir una herencia, que se niega a llevar a Dios sobre la espalda.
—Será mejor que te vayas.
—Sí.
Fue hacia la puerta. Puso la mano en el picaporte y se volvió a mirar por última vez a su padre, que estaba sentado inmóvil en el sillón de respaldo alto, con los ojos cerrados y las manos agarradas a los desgastados reposabrazos. 

***

Carl repitió los detalles que más lo habían humillado, excepto lo que había dicho ella de que él no era capaz de satisfacerla. Lo repitió con todo detalle, y esperó que ella se sintiera destrozada.
Llegó el camarero con la otra cerveza justo cuando Carl había terminado de decir todo lo que quería. Ella llenó el vaso despacio, luego dio un largo sorbo y dijo:
—¡Por Dios, Carl, no tenías motivos para enfadarte así! Estaba borracha y no hice nada malo.
—Bueno, bueno. De acuerdo.
—Carl.
—No nos entendemos. ¿Qué habrías dicho si yo hubiera hecho lo mismo?
—Pero tú no eres así.
—Vaya por Dios.
—Eso es importante. Tú eres tú y yo soy yo. No me conoces.
—No.
—No me tortures.
Dejó vagar la mirada y dijo:
—Un momento antes de que llegaras estaba echándote de menos, a la vez que esperaba que no vinieras. Sentía una especie de temor a que aparecieras de repente. Como si me remordiera la conciencia y encima con razón. Ya me ha pasado otras veces. Eso de echarte de menos y no querer que vengas, pura esquizofrenia. Esta noche he decidido que lo nuestro tiene que acabar. Uno se siente muy mal cuando se deja pisotear.
—Pero estaba borracha.
—Querías emborracharte, como tantas otras veces. Y cuando te emborrachas, casi siempre me pisoteas. No soy tan imbécil como para no darme cuenta de que se debe a algo en nuestra relación, algo que tú deberías intentar remediar, pero no lo haces. Callas, te emborrachas y me pisoteas. No soy un gilipollas, y estoy harto de que me traten como si lo fuera.
—Pero no dijiste nada, ¿por qué no dijiste algo?
—No puedo meterme en tus cosas de esa manera, no puedo. No tengo ningún derecho sobre ti, pero sí tengo derecho a dar la espalda a quien juega conmigo y me humilla. Si hubiera dicho más de lo que dije, me habrías humillado aún más. Debí de haberme marchado, pero me sentía demasiado miserable para hacerlo.
Ella no dijo nada. Él se sintió de repente vacío. Echó cerveza en el vaso, aunque estaba casi lleno. Quería marcharse. Esperaba que ella le dijera algo ofensivo o hiriente que pudiera darle un motivo para hacerlo. Pero ella no dijo nada. Estaban sentados uno enfrente del otro, y Carl hacía como si contemplara lo que pasaba a su alrededor. Nina tenía la cabeza ligeramente ladeada y los ojos clavados en la mesa verde. Transcurrieron unos minutos. Carl se levantó y fue al servicio. Meó y estaba triste, y cuando volvió al bar en penumbra una pieza de jazz procedente de un tocadiscos en el rincón detrás de la barra lo hizo detenerse. Un saxofón penetró el aire con secuencias vulnerables y heridos, justo lo que necesitaba. Pidió un raki para no estar delante de la barra sin tomar nada. Podía ver a Nina, escuchaba la música y la miraba a ella. Pensó: ¿Por qué me remuerde la conciencia?
Vació el vaso, salió, se sentó y dijo:
—Me remuerde la conciencia, es ridículo, pero también estoy un poco triste. No estoy seguro de que sea por tu culpa, puede deberse a mi falta de respeto por mí mismo.
No sabía muy bien por qué lo había dicho y qué quería que ella contestara, pero ella no contestó nada; se limitó a seguir mirando al infinito. Y de repente esa acusación no mencionada de la noche anterior se colocó entre ellos como un muro y como una libertad. Al levantarse, él dijo:
—Me vuelvo a casa.
Kjell Askildsen. Desde ahora te acompañaré a casa. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Lengua de trapo.

jueves, 18 de febrero de 2016

Vidas de hojalata. Paul Harding


Las vidas de un puñado de personajes como engranajes de reloj, dientes, ruedas, trenes de rodaje, piezas sueltas que, al quedar unidas, inician un movimiento, marcan un punto en el espacio y en el tiempo y se dirigen a un destino, cada gesto de una pieza que influye en las demás, las completa y les da un sentido, y la ausencia de una de ellas, por pequeña que sea, que deja incompleto al mecanismo y lo ralentiza o lo detiene. George W. Crosby está postrado en una cama, siente la presencia de su familia a su alrededor, espera la muerte. Y, en esa espera, el tiempo y el espacio que se desbarajustan y las alucinaciones que mezclan recuerdos, ensoñaciones y personas, alucinaciones que abren el techo de la habitación y el universo entero se desprenda por esa grieta encima de George.

Vidas de hojalata es George ante su muerte, los últimos días de su vida donde, sin querer, sin forzarlo, recuerda a su padre vendedor ambulante y hojalatero y se cruzan sus vidas y sus pasados en un punto donde no se sabe qué es real, qué imagino y qué soñado. Paul Harding inicia la cuenta atrás de George, ocho días donde pasarán junto a su cama sombras, preguntas, imágenes y recuerdos. Harding apenas se detiene en la vida adulta de George, algún dato rápido que conforma apenas una página de biografía, y da la voz a su padre, un poeta y vendedor que tiene ataques epilépticos (parecidos a relámpagos que le cruzan el cuerpo).

Se mezclan voces y miradas en Vidas de hojalata, se pasa de un narrador omnisciente a la voz personal de George o Howard, el padre del moribundo George. El tiempo, en los últimos días de George, deja de tener importancia, las alucinaciones juegan con él, lo llevan a ver un momento de su infancia, cuando la familia espera a su padre a la mesa y se hace de noche y aparece con el rostro contraído, a recordar su fuga con el carromato de su padre o ver uno de sus ataques epilépticos. A veces, estas voces mezcladas, de narrador a los personajes a pasajes de un diario o de un libro sobre relojes, dejan una sensación de barullo, de no estar del todo afinado el tono y el ritmo de la novela.

Vidas de hojalata habla de las raíces, pérdida y desapariciones, George que vio cómo su padre desapareció, Howard que habla de su propio padre, el abuelo de George, un clérigo que se desvanece en el aire poco a poco, la sensación de un hilo que los une y les dicta un camino. La naturaleza, la luz, la oscuridad, adquieren especial relevancia para Harding. Hay fragmentos extensos donde los personajes se encuentran ante un bosque o una laguna, o sienten el cambio en la intensidad de la luz, y ahí, en medio de la naturaleza, reflexionan sobre el sentido de su vida, qué se esconde en la oscuridad y qué esconden ellos, sienten que se encuentran ante algo que está por revelarse. Por momentos, Vidas de hojalata es algo parecido a la prosa poética, el secreto tras la llama de una vela.


Las manos, los dientes, el estómago, los pensamientos incluso, eran más o menos inherentes a la condición humana, y dado que mi padre se estaba alejando de esa condición, también debían hacerlo todos aquellos detalles, para regresar a alguna clase de espuma incognoscible en la que tal vez se les asignaría la función de estrellas o de hebillas de cinturón, de polvo lunar o de clavos de vía ferroviaria. Quizá ya eran todas esas cosas y mi padre se desvanecía porque se había dado cuenta: Dios mío, estoy hecho de planetas y madera, de diamantes y pieles de naranja esparcidos por el tiempo y el espacio; el hierro de mi sangre fue antaño la hoja de un arado romano; arráncame el cuero cabelludo y me verás en el cráneo el grabado de un ex marinero que jamás sospechó que me estaba tallando el cráneo; no, mi sangre es un arado romano, mis huesos están grabados con nombres que significan luchador del mar y jinete del océano y las imágenes que tallan son representaciones de estrellas del norte en distintas estaciones, y el hombre que mantiene recta mi sangre mientras surca la tierra se llama Lucian y va a plantar trigo, y no puedo concentrarme en esta manzana, esta manzana, y la única cosa común a todo esto es que siento un pesar tan profundo que debe de ser amor, y ellos están inquietos porque mientras tallan y aran los asaltan visiones de alguien que trata de agarrar manzanas de un tonel. Aparté la mirada y subí corriendo las escaleras, esquivando las que crujían para no violentar a mi padre, que aún no se había convertido del todo de arcilla a luz.


Hay momentos donde no hay acción y Harding se pregunta por el tiempo (del mecanismo de los relojes al paso del tiempo), la familia, la importancia de la naturaleza (un lugar donde ser libres, donde encontrarse, donde dejar pasar el tiempo sin otra cosa que ver la llegada de la oscuridad), y otros donde, de repente, Vidas de hojalata se convierte en una pequeña aventura en los encuentros de Howard con sus clientes, él en su carromato tirado por un caballo que entra en granjas y habla con amas de casa o busca a viejos solitarios que viven en el bosque y dicen conocieron a Nathaniel Hawthorne (y es a Hawthorne donde me lleva la forma de incluir la naturaleza en el libro y los personajes de Harding, una escritura a veces densa, pausada y de otro tiempo).

George, en su cama, a la espera de la muerte, una sombra a su lado, palabras susurradas, la ausencia de realidad y sentir que la sangre abandona poco a poco el cuerpo. Y en esa última desaparición, el diálogo con la propia vida y aquello(s) que nos conforma. Vidas de hojalata es irregular, de esas novelas que sientes estimable pero que se queda a medio camino.







Ochenta y cuatro horas antes de morir, George pensó: Porque son como azulejos sueltos en un marco, con el espacio suficiente entre ellos para poder desplazarse de un lado a otro, aunque solo puedan moverse unos pocos a la vez y solo en un punto concreto, de modo que parezca que no son ellos los que se mueven, sino el espacio que queda vacío entre ellos, y ese espacio vacío es el espacio que falta, los últimos fragmentos de cristal de color, y cuando esos fragmentos estén en su sitio ese será el cuadro final, el arreglo final. Pero esos fragmentos, lisos y brillantes y lacados, son las oscuras lápidas de mi muerte, en gris y negro, y pálidas y decoloradas, y hasta que no estén en su sitio todo lo demás seguirá cambiando. Y así esto terminará en un caos en el que cuando todo se detenga yo no llegaré a saberlo, y este movimiento es ese espacio, es lo que aún no ha llegado, y que los demás verán rellenado allí donde quede finalmente cuando los últimos fragmentos encajen y los demás dejen de moverse, y el resultado será el dibujo quieto, el despliegue final, aunque tampoco exactamente, porque esa finitud final no dejará de ser también un pequeño desplazamiento, un grupo de azulejos perlinos, que en general se mantendrán unidos pero se moverán en bloque de un lado a otro y se mezclarán de formas infinitas con los recuerdos de otras personas, de modo que yo acabaré convertido en una serie de impresiones porosas y susceptibles de ser combinadas con todos los demás cuadrados vítreos que flotan de un lado a otro dentro de los marcos de otra gente, porque siempre queda un espacio reservado para el resto de su tiempo; y para mis bisnietos, que tienen más espacio que azulejos, no seré más que el arreglo grisáceo de una serie de rumores; y para los bisnietos de mis bisnietos no seré más que un matiz de algún color oscuro; y para los bisnietos de estos nada que ellos conozcan, y así sucesivamente a través de la legión de desconocidos y fantasmas que me ha dado forma y color desde Adán y desde cuando las costillas se formaron soplando arena fundida para convertirla en los trozos de cristal que adoptaron la luz de este mundo porque se hicieron con la luz de este mundo, pese a que los fugaces inquilinos de aquellos trozos de cristal de color los han desocupado antes de tener la más remota idea de lo que es vivir en ellos, y si tienen… si tenemos suerte (sí, soy afortunado, afortunado), y si tenemos suerte, tenemos momentos fugaces de satisfacción porque podemos reflexionar sobre el misterio, si bien jamás podremos resolverlo; o tenemos incluso abundantes misterios personales, por no hablar de los de fuera —¿pero acaso hay misterios fuera?, eso ya es un enigma por sí solo—; pues eso, misterios personales como dónde está mi padre, por qué no puedo parar todo este movimiento, echar un vistazo a los arreglos inmensos y descubrir junto a los contornos y los colores y las cualidades de la luz dónde está mi padre, no para resolver nada sino simplemente para volver a verlo por última vez, antes de lo que sea, antes de que termine, antes de que se detenga. Pero no se detiene; simplemente termina. Es un dibujo final esparcido sin ni siquiera una pausa al final, al final de lo que sea, al final de esto.

***

Lo que parecía el final del camino en realidad no era más que un desvío a la izquierda o la derecha o una hondonada, una bajada o una leve subida. Y el desplazamiento casi imperceptible de las nubes, por encima del dosel de árboles, dejando al descubierto la plena luz del sol, o bien ocultándola, o tamizándola, o reflejándola, y el modo en que esta resplandecía y se escurría y chorreaba e inundaba y giraba, y el viento que la dispersaba aún más entre las hojas oscilantes y la hierba ondulante, todo eso se confabulaba para hacer que Howard se sintiera como si caminara a través de un caleidoscopio. Parecía como si el cielo y el suelo no pararan de dar vueltas delante de él, de modo que la tierra, al subir al cielo, dejara caer en el azul hojas y briznas de hierba y flores silvestres y ramas de árboles, y que al volver a girar para ocupar su sitio recibiera del cielo una precipitación de nubes y luz y viento y sol. En un momento el cielo y la tierra estaban en su sitio, y al minuto siguiente el uno al lado de la otra, y acto seguido invertidos, y luego de nuevo en su sitio, en una rotación continua y silenciosa. Los animales incautos se abrían camino a través de ese matorral giratorio; los pájaros y las libélulas se posaban en las ramas más finas y volvían a despegar hacia el cielo; los zorros caminaban con paso suave por encima de las nubes y regresaban sin pausa al suelo del bosque; y miles de colas de renacuajos descendían oscilantes desde el techo acuoso y volvían a sumergirse en sus turbios nidos. La luz también se hacía añicos como un plato inmenso y volvía a recomponerse y a fragmentarse de nuevo, pedazos y astillas y cristales brillantes y briznas refulgentes que giraban en un intercambio callado y pacífico y saturaban todo cuanto Howard veía, de modo que al final parecía que todas las cosas se disolvieran y que sus formas no se mantuvieran cohesionadas mediante nada más que plumas de luz de color.

***

Así que ahí está mi hijo, desvaneciéndose ya. La sola idea lo asustaba. La idea asustaba porque en cuanto le pasó por la cabeza él ya supo que era verdad. De pronto entendió que aunque tuviera a su hijo de rodillas delante de él, familiar y rutinario, ya se estaba desvaneciendo, se iba apagando. Su hijo se desvanecía ante sus ojos y aquello era inevitable, si bien Howard también entendía que el desvanecimiento real, en cualquiera de sus sentidos, aún debía comenzar, y que en ese momento él y su hijo, el padre de pie en la penumbra y el hijo arrodillado y parcialmente oculto tras la puerta carbonizada, no habían llegado aún, sino que todavía se dirigían al punto en que comenzaría el desvanecimiento. Howard solo sabía que ese momento llegaría y que él de algún modo había vislumbrado de antemano su existencia, como si el momento fuera como la puerta calcinada: un objeto almacenado en el cobertizo, entre las sierras y las palas y los rastrillos viejos y oxidados, pero también tan inimaginable e incognoscible como sus criaturas extintas con huesos de hierba.
Paul Harding. Vidas de hojalata. Traducción de Jordi Martín Lloret. RBA Libros.

martes, 16 de febrero de 2016

algunos poemas de Peces en la tierra (antología de mujeres poetas en torno a la generación del 27)


Pilar de Valderrama

Un huerto cerrado

Unas tapias altas cerrando un espacio
pequeño:
Pequeño tan sólo si se mira a tierra,
pero ilimitado si se mira al cielo.

Hiedras en esas tapias.
Un ciprés muy viejo
al que en Mayo alegran unas golondrinas
pone en el ocaso su perfil austero.

Las nubes muy cerca.
El mundo muy lejos...

Crece el cinamomo junto a los granados,
el mirto, el romero;
y sobre la orilla fresca de un arroyo
abren sus corolas los lirios bermejos.

De mi propio campo, de mis propias flores
soy el jardinero.
¡Con qué amor las riego!

De hierbas, reptiles
e insectos,
que un día pudieran secar sus raíces,
las limpio y defiendo.

Y para que nunca ningún ser profano
a ultrajar llegara mis lirios bermejos,
quisiera crecieran... crecieran... las tapias
hasta confundirse con el ancho cielo.

Por fuera la vida
y yo aislada dentro
sobre el viejo mundo
en mi mundo nuevo...

Y cuando un extraño, mirando el recinto
curioso indagara. «¿Será torre o templo?»
Alguien respondiera: «Es Huerto Cerrado
donde se cultiva la Flor de los Sueños».


***


Concha Méndez

Nadadora

Mis brazos:
los remos.

La quilla:
mi cuerpo.
Timón:
mi pensamientos.

(Si fuera sirena,
mis cantos
serían mis versos.)



27. [Salgo a la calle y voy en ascua viva…]

Salgo a la calle y voy en ascua viva,
o voy temblando porque el mundo es triste.
Y vuelvo de la calle y entro en casa
y el mundo sigue triste sin remedio.
Y no es que falte un ángel en la estancia
que nos sonría, que nos hable al menos.
Y no es que falte un dios para las cosas,
ni ese deseo de pasar soñando
sin escuchar las quejas que en el aire
vagan por encontrar por fin el eco.


***


Cristina de Arteaga

Lo intrazado

Las carreteras, como reptiles,
son largas
y amargas,
las cruzan con tráficos viles
las turbas malditas, las turbas serviles.
¡Tengo horror al camino trazado!
Prefiero
el sendero
modesto, olvidado
que trilla el ganado.
Un esbozo de senda
vacía
tan mía
que nunca pretenda
otra vía.
Pero más que senderos
muy llanos
con lodos
de todos
los rastros humanos;
yo pienso
en lo Inmenso
magnífico y rudo
donde mi destino
devaste un camino
desnudo...


***


María Cegarra

15

   Quiero ser constelación. Asomar mis instantes de la mano a las balsas del mundo, ver en la llama la luz, negar la gravedad, y
   crear para     creer.

27

   La única realidad el pensamiento. Lo que se imagina, esa es
   la vida.
Estás, aunque mis ojos no te alcancen, y cuando canto mis
   sueños existo
en tu sonrisa.
Fuera de ti, de mí, la verdad cautiva en éxtasis eterno.


***


Elisabeth Mulder

…¿Y no más?

¿Es posible?
¿Esto sólo
y no más?
¿Este lodo
amasado
con oro,
este lloro
apagado,
esto, todo,
y no más?

¿Esta angustia,
este miedo,
esta vida
ya mustia,
ya herida
de penas
apenas
nacida
al acaso;
este ritmo,
este modo,
este paso,
esto, todo,
y no más?

¿Esto sólo
que ahora es,
por siempre
jamás?
¡Imposible,
imposible!
¡Después
ha de haber más!


***


Carmen Conde

                                                                                                                                                                       
Yo no te pregunto adónde me llevas.
Ni por qué.
Ni para qué.
¿Tú quieres caminar?, pues yo te sigo.


***


Josefina de la Torre


5. [El viento trae todo el rumor…]

El viento trae todo el rumor
por el camino arriba.
Tú subes con el viento
dentro de mí,
en mi ensueño,
lejos y cerca,
distinto y el mismo.
Yo te espero
esta tarde
-claridad dormida-,
y el viejito trae
todo el rumor,
el mismo y distinto.


***


Marina Romero


[Tú, ¿eres o no?...]

Tú, ¿eres o no?
Fuiste…
¿Algo de tu amor, existe?
En tu yo
hay luz y tiempo;
en mi yo,
recuerdo.
Fuera de ti,
en mí, dentro.


***


Josefina Bolinaga

El primer beso

   -Madre, yo una cosa
decírsela debo,
que me quita el jambre,
que me quita el sueño.
¡Una cosa grande!
¡Madre, es un secreto!
¡Venga usté a l´alcoba!
¡Venga p´allá drento!
que no l´oiga padre,
que no l´oiga agüelo.

Pues verá usté, madre...,
casi no m´atrevo
a decirla todo,
y es que endemás miedo
de que usté me riña
mucho yo le tengo.

¡No se ponga seria!
¡No m´arrugue el ceño!
Mire pa otro lao...
Que me da usté miedo...
Ahora lo digo,
ahora alcomienzo.

Ayer para el campo
se vino el Usebio,
s´acercó pa mí,
y dijo, contento...
Lo de siempre, madre:
¡Que si yo le quiero!
Le dije... que sí,
que ley yo le tengo;
s´acercó él altonces
más p´hacia mi cuerpo,
juntó la su cara
casi con mi pelo...
¡No se ponga seria!
¡No m´arrugue el ceño!
Q´altonces no sigo
este mi secreto.
   ¡Mire pa otro lao!
pus iba diciendo
Q´ajuntándose a mí
el mocico Usebio...
¡Y altonces! ¡Altonces!
¡Ay, madre! ¡Qué miedo!
Me dio en la cara
así como un beso.

¡No me riña, madre!
Q´ha sío el primero.
¡No me riña, madre!
Que más ya no vuelvo
a dejar besarme
del mocico Usebio.

- No te riño, hijica;
no me tengas miedo.
¡Cuánto que me gusta!
¡Cuánto que m´alegro
Q´a mi m´hayas dicho
eso del Usebio!
¡Pa estar con mil ojos!
¡Pa velar por ti
y pa estar yo siendo
la tu sombra siempre
que siga a tu cuerpo!

¡Cuánto que me gusta!
¡Cuánto que m´alegro
q´a mí m´hayas dicho
ese atrevimiento...!
Ya estoy mu tranquila:
No vendrá otro beso,
que tendrá tu madre
mil ojos para ello.

Porque tú no sabes
y has de tú saberlo,
q´es mucho dañino
ese primer beso.


El hondo sufrir

I

Se murió la nenita, y el padre
con el alma transida de pena,
iba tras la caja
blanco cual la cera.
¡Qué congojas tan grandes el pecho!
¡Qué latir de las sienes con fuerza!  
Iba como un ebrio
Tras la niña muerta.

II

En los campos brillaban las mieses
cual chispitas de luz y centellas,
doradas espigas
se inclinaban del peso a la fuerza.
Los cotos bravíos,
allá en la pradera,
retozando triscaban alegres
y balaban también las ovejas.
¡Todo convidaba
a la vida buena!
El ambiente cargado venía
de las madreselvas,
los zarzales, de rosas floridos,
perfumaban sencillos la tierra.
¡Qué alegre la vida,
qué hermosa, qué bella!
Y a lo lejos se oía la copla,
tan sencilla, tan fresca,
copla campesina
de suave cadencia,
que traía pensares benditos
del honrado vivir de la aldea.

III

¡Qué hermosa la vida;
vivirla, qué buena!
qué cansado subía el cortejo
por la dura cuesta.
Todos, en silencio,
caminaban de prisa y con pena,
¡qué dolor tan hondo
en la tarde aquella!
Pobre padre, pobre padre,
blanco cual la cera,
que cómo iba, ni él lo sabía,
tras la niña muerta.
Peces en la tierra. Antología de mujeres poetas en torno a la generación del 27. Edición y selección de Pepa Merlo. Fundación José Manuel Lara.