Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 15 de enero de 2016

Me han llamado ludita. Kurt Vonnegut

Me han llamado ludita.
Pues me parece muy bien.
¿Saben ustedes lo que es un ludita? Es una persona que detesta los artilugios modernos. Ned Ludd era un trabajador textil en la Inglaterra de principios del siglo XIX que destrozó un montón de nuevos artilugios, telares mecánicos que iban a dejarle sin trabajo, que harían imposible que una persona con sus capacidades alimentara, vistiera y cobijara a su familia. En 1813, el gobierno británico ejecutó en la horca a diecisiete hombres por un delito tipificado como «destrozo de maquinaria» y castigado con la pena de muerte.
Hoy en día tenemos artilugios como los submarinos nucleares, armados con misiles Poseidón cuyas cabezas son bombas de hidrógeno. Y tenemos artilugios como los ordenadores, que te hacen creer que no puedes conseguir nada por ti mismo. Bill Gates dice: «Esperen y verán hasta dónde puede llegar su ordenador». Pero son ustedes los que tienen que llegar, no un puñetero ordenador. El milagro está en lo que uno puede llegar a ser. Somos lo que somos gracias a nuestro propio trabajo.
El progreso a veces me saca de quicio. Me quitó lo que debía equivaler a un telar manual para Ned Ludd hace doscientos años. Me refiero a la máquina de escribir. Ha desaparecido de todas partes. Huckleberry Finn, por cierto, fue la primera novela que se escribió a máquina.
En los viejos tiempos, no hace mucho, yo escribía a máquina. Y, cuando tenía unas veinte páginas, hacía correcciones en ellas a lápiz. Luego llamaba por teléfono a Carol Atkins, que era mecanógrafa. ¿Se lo imaginan? Ella vivía en Woodstock, Nueva York, donde como saben se celebró el famoso festival de sexo y drogas de los años sesenta (en realidad el festival se celebró en Bethel, un pueblo cercano, y quien afirme recordar que estuvo allí es que no estuvo). Bueno, pues yo llamaba a Carol y le decía: «Hola, Carol. ¿Qué tal? ¿Cómo tienes la espalda? ¿Ya has conseguido algún pajarito?». Y charlábamos un rato… me encanta hablar con la gente.
Ella y su marido se habían propuesto atraer azulejos y, como bien sabrán los que alguna vez hayan intentado atraer a estos pajarillos, para ello se coloca la casita del azulejo a tan sólo un metro del suelo, normalmente sobre la verja que recorre el perímetro de la propiedad. No sé cómo todavía quedan azulejos. Ni Carol y su marido tuvieron suerte, ni tampoco yo en mi casa de campo. La cuestión es que nos ponemos a charlar, y al Final le digo: «Oye, que tengo unas cuantas páginas. ¿Todavía pasas a máquina?». Yo ya sabía que sí. Y también sabía que quedaría tan bien como si lo hubiera hecho a ordenador. Y le digo: «Espero que no se pierda en correos». Y ella: «En correos nunca se pierde nada». De hecho, según mi experiencia, es cierto. Yo nunca he perdido nada. Pues bien, ella ahora es una Ned Ludd. Nadie quiere una mecanógrafa.
Total, que cojo las hojas y esa cosa de acero que se llama clip y las agrupo, procurando numerarlas siempre, claro. Bajo a la planta de abajo para salir y paso al lado de mi mujer, la fotógrafa y periodista Jill Krementz, que por aquel entonces era una experta en tecnología y que ahora lo es todavía más si cabe, y me dice: «¿Adónde vas?». Lo que más le gustaba leer de pequeña eran los libros de intriga de Nancy Drew, la chica detective, por eso no puede evitar preguntar: «¿Adónde vas?». Y yo contesto: «Salgo a comprar un sobre». Y ella dice: «No eres pobre. ¿Por qué no compras mil sobres? Te los mandan a casa y puedes guardarlos en un armario». Y yo le digo: «Calla ya».
Y bajo por la escalera (estamos en la calle 48 de Nueva York, entre la Segunda y la Tercera Avenida) y me acerco a un quiosco que hay cruzando la calle, donde venden prensa y boletos de lotería y artículos de papelería. Como conozco muy bien la tienda, cojo yo mismo un sobre, uno de papel de Manila. Es como si los fabricantes de este sobre supiesen el tamaño de papel que utilizo. Tengo que hacer cola porque hay gente comprando lotería, caramelos y cosas así, y me pongo a hablar con la gente. Digo: «¿Conoce a alguien que haya ganado algo con la lotería?». O: «¿Qué le ha pasado en el pie?».
Al final me llega el turno para pagar. Los dueños de la tienda son hindúes y la mujer que atiende tiene una joya entre los ojos. ¿Vale o no vale la pena el paseo? Le pregunto: «¿Alguien se ha llevado algún premio gordo de lotería, últimamente?». Luego pago el sobre, cojo el pliego y lo meto dentro. El sobre tiene dos varillas de metal que se meten por un agujero de la solapa. Para los que nunca hayan visto uno, hay dos formas de cerrar un sobre de este tipo. Yo utilizo las dos. Primero lamo el mucílago… resulta bastante sensual. Luego pongo la cosita de metal por el agujero (nunca he sabido cómo se llama). Y después pego la solapa.
Acto seguido me dirijo a la oficina de correos del bloque situado en la esquina de la calle 47 con la Segunda Avenida. Está muy cerca de las Naciones Unidas y por eso siempre está lleno de gente variopinta de todas las partes del mundo. Entro y ya estamos haciendo cola otra vez. Estoy secretamente enamorado de la mujer que atiende detrás del mostrador. Ella no lo sabe. Mi mujer, sí. No pienso hacer nada al respecto. Es tan dulce… Sólo la he visto de cintura para arriba porque siempre está detrás del mostrador, pero todos los días se hace algo de cintura para arriba que nos anima. A veces lleva el pelo todo rizado. Otras veces se lo alisa del todo. Un día se puso pintalabios negro. Todo eso es tan emocionante y generoso por su parte… lo hace sólo para animarnos a nosotros, a gente de todas las partes del mundo.
El caso es que hago cola y digo: «Oiga, ¿cuál era ese idioma que estaba hablando usted? ¿Era urdu?». Tengo conversaciones muy agradables. Pero no siempre. También está lo de: «Si esto no te gusta, ¿por qué no vuelves a la dictadura de pacotilla de la que vienes?». Una vez me robaron allí la cartera y tuve que ir a buscar a un poli para decírselo. En cualquier caso, al final me llega el turno. No le confieso que la quiero y pongo cara de póquer. Le transmito tan poca información con mis facciones, que vería lo mismo si estuviera mirando un melón, pero el corazón se me ha disparado. Le doy el sobre y ella lo pesa, porque quiero que lleve la cantidad correcta de sellos y que ella me dé el visto bueno. Si dice que la cantidad de sellos es correcta y los valida, ya es definitivo: ya no me lo pueden retornar. Con los sellos adecuados ya en el sobre, escribo la dirección de Carol, en Woodstock.
Luego salgo y fuera encuentro un buzón. Alimento al gigante sapo azul con mis páginas. Él me dice: «Croac».
Y entonces vuelvo a casa. Me lo he pasado bomba.
Está claro que las comunidades electrónicas no construyen nada. Al final uno se queda con nada. Nosotros somos animales bailarines… Qué maravilloso es levantarse y salir a hacer cosas. Hemos venido al mundo para hacer el ganso, que nadie les convenza de lo contrario.
Kurt Vonnegut. Me han llamado ludita. Un hombre sin patria. Traducción de Daniel Cortés. Bronce.

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