Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

lunes, 26 de octubre de 2015

historias

La cocina guardaba nuestras historias.

Mi abuelo se sentaba en una esquina del banco de madera y recordaba una emboscada y un hospital de campaña, su voz baja y frágil, los dedos agrietados de la mano, la mirada perdida en el camino blanco tras la ventana, la sombra alargada del atardecer sobre un crucifijo de hierro. Hablaba de una masa de hombres en el suelo, de las fogatas en la noche, de una emboscada y su miedo a morir encogido bajo otros cuerpos, cada palabra un cambio en su mirada, cada silencio un disparo lejano. En sus historias, la espera de la muerte, la certeza de un final, el regreso a casa una quimera, la guerra prendida a la piel como polvo.

Mi abuela recordaba los trucos para destetar a mi padre, los pezones untados con ajo y cebolla y el cuerpo consumido, su voz soñadora y triste, una línea de pelo blanco bajo su pañuelo negro, el pecho hundido y la respiración asmática. Se agarraba a los muebles para andar y salía a la puerta de casa para vigilar el camino en silencio, su mirada lejos, muy lejos (y era ahí, en su silencio, en lo que nos ocultaba, donde realmente vivían sus historias, ella, hermética y solitaria, a salvo bajo su traje negro). Años después de su muerte me senté en aquel lugar de la entrada. El cielo entre los huecos de la parra, la puerta cerrada del pequeño taller de mi abuelo, el humo de las chimeneas sobre los tejados de pizarra, el camino que se desdoblaba en dos, a la derecha el pueblo, a la izquierda, una senda hacia el río. Recordé las tardes donde abríamos una senda en los prados y sentíamos la emoción y el peligro de algo indefinido que estaba por ocurrir, el vuelo de las libélulas sobre el río, el cielo que se movía sobre nosotros como una extraña maquinaria, el olor a laurel y truchas en la cesta de mimbre de mi padre, la vuelta a casa hambrientos y la posibilidad de otro horizonte. Desde aquel lugar de mi abuela se entreveía un mundo desaparecido.

Mis tías hablaban de verbenas mientras cocinaban (el crepitar del fuego, el golpe seco del hacha en los huesos para el caldo, las tripas de las truchas en un papel de periódico, sus manos rápidas y seguras, sus pequeños pasos de baile, sus sonrojos que creían invisibles). Los bailes acababan con el inicio de la noche y mis tías volvían a casa por el camino blanco con la ilusión de una aventura desconocida, el tacto de una mano en la espalda, el olor a colonia de una mejilla enrojecida, los pisotones de los muchachos torpes. Creían en un mundo secreto fuera de esos montes, en la vida como un destino escondido que está por aflorar y en la risa como salvación. Mis tías guardaban una fotografía rota, están sentadas en un prado, los vestidos floreados, un ramo de flores silvestres en la mano, la sonrisa apacible, la línea irregular donde se cortó la fotografía (y que dejó el umbral de un vacío).

Una vez mi padre me contó su historia, la única que no conoce la cocina. Mi padre era el silencio de la madre y la espera del padre, alguien perdido entre dos caminos extraños. La luz de la tarde entraba por la pequeña ventana del taller y veía la sombra negra de mi padre sobre la mesa de carpintero, el humo blanco de su cigarrillo en el aire, el crujido de la madera serrada, las manos seguras antes de los temblores y el tiempo. Marcaba la madera con su lápiz y hacía cálculos en una hoja de papel y mi padre me habló de cavar en el monte y de las viejas líneas de autobús que unían los pueblos de la comarca, de los días de trabajo en la costa y la arena que sustituía al cemento, de una ciudad que escondía dragones en sus muelles. Conservo una carta de mi padre escrita en aquella ciudad, describe avenidas kilométricas, el tiempo muerto en avenidas y cafés, el cielo bajo y la nieve sobre la ciudad.

Había un loco que llegaba por el camino blanco y entraba en la cocina y tocaba la armónica mientras miraba a las mujeres con sus ojos azules e infantiles, había un mujer que era la última habitante de una aldea en ruinas, la luz de su ventana la frontera entre el horizonte y el mundo de más allá, y que tomaba café en silencio y se marchaba sin decir una palabra (el paraguas negro y abierto incluso en las plácidas tardes de verano y los guantes de piel en sus manos), había vagabundos que pedían limosna con voz baja y educada mientras se despojaban de sus sombreros raídos y nos miraban con ojos ciegos y acuosos (yo me fijaba en la suela de sus zapatos y me preguntaba por caminos desconocidos, noches al raso y una soledad que creía redentora, los veía como forasteros de novela del oeste que no tenían un destino claro, cada uno de sus pasos un centro), y los viejos amigos de mi abuelo que llegaban después del atardecer, la lentitud en terminar su vino y las burlas por mis manos blandas, y hablaban del tiempo y la muerte y recordaban ahorcados y ahogados y heridas en las que cabían manos enteras (y la muerte era la rigidez de una mandíbula abierta, los ojos huecos y profundos, el zumbido de los mosquitos y la letanía de un rosario).

Y estaba mi propia historia, la renuncia en las tardes de verano y la mirada aturdida más allá de la ventana de la cocina, las sombras de los árboles en la tierra blanca del camino, las líneas amarillas de los últimos rayos de sol, el ruido eléctrico de los insectos sobre los campos, el tañido lejano de las campanas de la iglesia que anunciaban un misterio. Las siluetas se convertían en la promesa de un espacio que cruzar, las columnas de piedra de la escuela recortadas contra el cielo, el agujero en el techo y la escuela que se replegaba sobre sí misma (y que un día desaparecería dentro de la tierra), el pequeño lavadero de piedra donde las lagartijas corrían entre las ropas y las muchachas planeaban venganzas, el puente de madera que siempre cruzaba corriendo por miedo a traspasar la materia y caer al río, la iglesia con cinco calaveras incrustadas en la pared y un cementerio con cuerpos descabezados, la puerta en la que grabé una fecha para anclar el tiempo al espacio (y crear este recuerdo futuro), y las bifurcaciones que se adentraban en bosques y pueblos abandonados. La ventana y el camino blanco se convertían en una frontera entre realidad e invención.




(Escribo camino blanco y miento. El camino era tierra amarilla y piedras aplastadas, era polvo y hierba entre las huellas de las ruedas, era agujeros profundos como los ojos de los muertos y zarzas grises. Y si el camino no era como lo recuerdo, qué pensar de las palabras pronunciadas hace treinta años, de los vagabundos vistos fugazmente, de aquella fecha que grabé en una puerta de madera que ya no existe. Y si mis recuerdos no son exactos, cómo saber quién soy yo realmente, qué hay de real y de mito en mí, cuántas mentiras albergo y me creo).

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