Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 30 de agosto de 2015

El pony colorado. John Steinbeck




Hay algo en las novelas de Steinbeck que me hace sentir en casa, los recuerdos de Salinas, una tierra casi mítica donde conviven pioneros y viejos indios, las cumbres de las montañas que esconden todo un continente detrás de ellas o son la última frontera antes del océano, los braceros, emigrantes y campesinos que intentan sobrevivir y salir adelante, las tormentas de polvo y los campamentos desolados de hombres y mujeres derrotados por la sequía y los bancos, la ternura, la comprensión y la picaresca de vagabundos que pescan ranas, montan fiestas de disfraces y planean pequeñas intrigas.

El pony colorado lo forman cuatro relatos protagonizados por Jody, un niño de diez años que vive en un rancho en el valle de Salinas, y su iniciación en el mundo de los adultos. Jody es un niño solitario, curioso e inteligente, ayuda a su padre y a Bill en bracero en el rancho, observa las montañas y los prados que le rodean, hace pequeñas incursiones por las tierras alrededor y se pregunta por el mundo de más allá, se encarga de un pony y un potro y cree en las palabras de su padre y Bill, adultos a los que cree seguros y fiables y que descubre que también pueden ser frágiles y dubitativos y que se equivocan.

Hay dos personajes secundarios inolvidables en El pony colorado, Gitano, un viejo que vuelve a su hogar para morir, una tierra que se está transformando poco a poco, el cuerpo y la mirada consumidos y que sólo tiene la comprensión de Jody y un caballo tan viejo como él y que son capaces de un último acto heroico y lleno de vida y dignidad, y el abuelo de Jody, alguien que vivió un momento de gloria, la guía de una caravana hasta la costa, y que en su vejez repite una y otra vez la misma historia, un hombre al que detuvo un océano, dejando su vida en una rutinaria placidez. El gitano y el abuelo que se han visto superados por el tiempo y que buscan un último gesto o se agarran a las historias que les conformaron como adultos.


-Míralo de este modo, Carl -dijo con calma-. Fue el gran acontecimiento en la vida de mi padre. Condujo una expedición de caravanas a través de las praderas hasta la costa y cuando lo hubo hecho su vida concluyó. Fue una gran hazaña, pero no duró lo bastante. ¡Mira! -prosiguió-. Es como si hubiera nacido para hacer eso y una vez que lo hizo ya no le quedara nada más que hacer que pensar sobre ello y contarlo. Si hubiera podido seguir más hacia el oeste, lo habría hecho. Me lo ha dicho él mismo. Pero al final estaba el océano. Vive justo al lado de ese océano en el que tuvo que detenerse.

Los relatos de El pony colorado pertenecen a la primera época de Steinbeck, los trazos de un lugar y unos personajes de leyenda que irá definiendo en posteriores novelas como Cannery Row o Tortilla Flat. Steinbeck escribe con sencillez la iniciación de Jody en el mundo de los adultos, hay cercanía, lirismo y contención en unos relatos que hablan de sueños rotos y tiempos que desaparecen y dejan una sombra fantasmal, un mundo de praderas y grandes viajes que no volverá.






Jody escuchaba en silencio y le parecía oír la suave voz de Gitano y su incontestable: «Pero yo nací aquí». Gitano era tan misterioso como las montañas. Había cerros allá atrás hasta donde alcanzaba la vista, pero tras el último cerro, levantándose contra el cielo, había una enorme porción de territorio desconocido. Y Gitano era un hombre viejo, sólo había que mirar sus apagados ojos oscuros. Y tras ellos había algo desconocido. Nunca contaría lo bastante como para dejarte averiguar lo que había dentro, bajo sus ojos.

***

Jody se echó en la cama y pensó en un mundo imposible de indios y búfalos, un mundo que había dejado de existir para siempre. Deseaba haber vivido durante los tiempos heroicos, pero sabía también que no tenía madera de héroe. Nadie de estos tiempos, excepto Billy Buck, valía lo bastante para hacer las cosas que tenían que hacerse. Una raza de gigantes había vivido entonces, hombres sin miedo, hombres de una firmeza desconocida actualmente. Jody pensó en las grandes praderas y en las caravanas avanzando por ellas como ciempiés. Pensó en el Abuelo en un enorme caballo blanco, conduciendo a la gente. Por su mente marchaban los grandes fantasmas, tierra adelante, hasta desaparecer.
John Steinbeck. El pony colorado. Traducción de José Luis Piquero. Navona.

viernes, 28 de agosto de 2015

capítulo seis de Ciudad de cristal. Paul Auster



Quinn pasó la mañana siguiente en la biblioteca de Columbia con el libro de Stillman. Llegó temprano, fue el primero en entrar cuando las puertas se abrieron, y el silencio de los vestíbulos de mármol le reconfortó, como si le hubieran permitido entrar en una cripta de olvido. Después de enseñarle fugazmente su tarjeta de antiguo alumno al soñoliento empleado que estaba detrás de la mesa, sacó el libro de las estanterías, regresó al tercer piso y se instaló en un sillón de cuero verde en una de las salas para fumadores. La luminosa mañana de mayo acechaba fuera como una tentación, una llamada a deambular sin rumbo al aire libre, pero Quinn la venció. Le dio la vuelta al sillón, se sentó de espaldas a la ventana y abrió el libro.
El jardín y la torre: primeras visiones del Nuevo Mundo. Estaba dividido en dos partes aproximadamente de la misma extensión: “El mito del paraíso” y “El mito de Babel”. La primera se concentraba en los descubrimientos de los exploradores, comenzando por Colón y siguiendo hasta Raleigh. El argumento de Stillman era que los primeros hombres que visitaron América creyeron que habían encontrado accidentalmente el paraíso, un segundo Jardín del Edén. En el relato de su tercer viaje, por ejemplo, Colón escribe: “Porque creo que se encuentra aquí el Paraíso terrenal, al cual nadie puede entrar excepto con el permiso de Dios.” En cuanto a las gentes de aquella tierra, Peter Martyr escribiría ya en 1505: “Parecen vivir en ese mundo dorado del cual hablaban tanto los escritores antiguos, en el que los hombres vivían con sencillez e inocencia, sin imposición de leyes, sin disputas, jueces ni calumnias, contentos tan sólo con satisfacer a la naturaleza.” O como escribía el siempre presente Montaigne más de medio siglo después: “En mi opinión, lo que realmente vemos en estos pueblos no sólo sobrepasa todas las imágenes que los poetas dibujaron de la Edad de Oro, y todas las invenciones que representaban el entonces feliz estado de la humanidad, sino también el concepto y el deseo de la filosofía misma.” Desde el principio, según Stillman, el descubrimiento del Nuevo Mundo fue el impulso que insufló vida al pensamiento utópico, la chispa que dio esperanzas a la perfectibilidad de la vida humana, desde el libro de Tomás Moro de 1516 hasta la profecía de Gerónimo de Mendieta, unos años más tarde, de que América se convertiría en un estado teocrático ideal, una verdadera Ciudad de Dios.
Existía, sin embargo, el punto de vista contrario. Si algunos consideraban que los indios vivían en una inocencia anterior al pecado original, había otros que los juzgaban bestias salvajes, diablos con forma de hombres. El descubrimiento de caníbales en el Caribe no contribuyó a atenuar esta opinión. Los españoles la utilizaron como justificación para explotar a los nativos despiadadamente para sus propios fines mercantiles. Porque si uno no considera humano al hombre que tiene delante, se comporta con él con menos escrúpulos. Hasta 1537, con la bula papal de Pablo III, los indios no fueron declarados verdaderos hombres dueños de un alma. El debate, no obstante, continuó durante varios cientos de años, culminando por una parte en el “buen salvaje” de Locke y Rousseau -que puso los cimientos teóricos de la democracia en una América independiente- y, por la otra, en la campaña de exterminio de los indios, en la imperecedera creencia de que el único indio bueno era el indio muerto.
La segunda parte del libro empieza con un nuevo examen de la caída. Apoyándose fuertemente en Milton y su relato de El paraíso perdido -como representante de la postura puritana ortodoxa-, Stillman afirmaba que sólo después de la caída comenzó la vida humana tal y como la conocemos. Porque si en el Jardín no existía el mal, tampoco existía el bien. Como lo expresa el propio Milton en la Areopagitica, “fue de la piel de una manzana saboreada de donde saltaron al mundo el bien y el mal, como dos gemelos inseparables”. La glosa de Stillman de esta frase era extremadamente significativa. Alerta siempre a la posibilidad de juegos de palabras, demostraba que la palabra “saborear” era en realidad una referencia a la palabra latina “sapere”, que significaba a la vez “saborear” y “saber” y por lo tanto contenía una referencia subliminal al árbol de la ciencia: el origen de la manzana cuyo sabor trajo al mundo el conocimiento, es decir, el bien y el mal. Stillman se extendía también en la paradoja de la palabra “gemelos”, que sugiere a la vez “unión” y “desunión”, encarnando así dos significados iguales y opuestos, los cuales a su vez encarnan una visión del lenguaje que Stillman consideraba presente en toda la obra de Milton. En El paraíso perdido, por ejemplo, cada palabra clave tiene dos significados: uno antes de la caída y otro después de la caída. Para ilustrar su tesis, Stillman aisló varias de estas palabras -siniestro, serpentino, delicioso- y mostró que su uso anterior a la caída estaba libre de connotaciones morales, mientras que su uso posterior a la caída era oscuro, ambiguo, informado por el conocimiento del mal. La única tarea de Adán en el Edén había sido inventar el lenguaje, ponerle nombre a cada criatura y cada cosa. En aquel estado de inocencia, su lengua había ido derecha al corazón del mundo. Sus palabras no habían sido simplemente añadidas a las cosas que veía, sino que revelaban su esencia, literalmente les daban vida. Una cosa y su nombre eran intercambiables. Después de la caída, esto ya no era cierto. Los nombres se separaron de las cosas; las palabras degeneraron en una colección de signos arbitrarios; el lenguaje quedó apartado de Dios. La historia del Edén, por lo tanto, no sólo narra la caída del hombre, sino la caída del lenguaje.
Más adelante en el libro del Génesis hay otra historia sobre el lenguaje. Según Stillman, el episodio de la torre de Babel era una recapitulación exacta de lo sucedido en el Edén, sólo que ampliada y generalizada en su significado para toda la humanidad. La historia adquiere especial sentido cuando se considera su posición dentro del libro: capítulo XI del Génesis, versículos 1 al 9. Éste es el último incidente de la prehistoria en la Biblia. Después de eso, el Antiguo Testamento es exclusivamente una crónica de los hebreos. En otras palabras, la torre de Babel representa la última imagen antes del verdadero comienzo del mundo.
Los comentarios de Stillman continuaban a lo largo de un montón de páginas. Empezaba con un estudio histórico de las diversas tradiciones exegéticas relativas a la historia, seguía con las numerosas lecturas erróneas que se habían hecho de ella, y terminaba con un largo catálogo de leyendas de la Aggada (un compendio de interpretaciones rabínicas no relacionadas con cuestiones legales). Estaba generalmente aceptado, escribía Stillman, que la torre había sido construida en el año 1996 después de la creación, apenas trescientos cuarenta años después del Diluvio, “para que no quedásemos desperdigados por toda la faz de la tierra”. El castigo de Dios vino como respuesta a este deseo, que contradecía un mandato aparecido anteriormente en el Génesis: “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y dominadla.” Al destruir la torre, por lo tanto, Dios condenaba al hombre a obedecer este precepto. Otra lectura, no obstante, veía la torre como un desafío a Dios. Nemrod, el primer gobernante de todo el mundo, fue designado como arquitecto de la torre: Babel iba a ser un templo que simbolizase la universalidad de su poder. Esta era la visión prometeica de la historia y se apoyaba en las frases “cuya parte superior pueda llegar al cielo” y “hagamos un nombre”. La construcción de la torre se convirtió en la obsesiva y arrolladora pasión de la humanidad, más importante finalmente que la vida misma. Los ladrillos se volvieron más valiosos que las personas. Las mujeres que trabajaban en ella ni siquiera se paraban para dar a luz a sus hijos; sujetaban al recién nacido en el delantal y continuaban trabajando. Al parecer, había tres grupos diferentes ocupados en la construcción: los que deseaban morar en el cielo, los que deseaban hacerle la guerra a Dios y los que deseaban adorar a los ídolos. Al mismo tiempo, estaban unidos en sus esfuerzos -“Y toda la tierra tenía una sola lengua y una sola habla”- y el poder latente de una humanidad unida enojó a Dios. “Y el Señor dijo: Mirad, el pueblo es todo uno y tienen todos una sola lengua; y esto empiezan a hacer: y ahora nada podrá impedirles que hagan lo que imaginan.” Este discurso es un eco consciente de las palabras que Dios pronunció al expulsar a Adán y Eva del Paraíso: “Mirad, el hombre se ha convertido en uno de nosotros, conoce el bien y el mal; y ahora, para que no alargue la mano y tome también del árbol de la vida y coma y viva para siempre... Por lo tanto el Señor Dios les mandó fuera del Jardín del Edén...” Otra lectura sostiene que la historia pretendía ser únicamente una forma de explicar la diversidad de los pueblos y las lenguas. Porque si todos los hombres descendían de Noé y sus hijos, ¿cómo era posible dar razón de las enormes diferencias entre culturas? Otra lectura similar argumentaba que la historia era una explicación de la existencia del paganismo y la idolatría, ya que hasta esta historia se presenta a todos los hombres como monoteístas en sus creencias. En cuanto a la torre misma, la leyenda afirma que un tercio de la estructura se hundió en la tierra, un tercio fue destruido por el fuego y otro tercio quedó en pie. Dios la atacó de dos maneras distintas para convencer al hombre de que la destrucción era un castigo divino y no el resultado del azar. Sin embargo, la parte que quedó en pie era tan alta que una palmera vista desde arriba no parecía mayor que un saltamontes. También se decía que una persona podía andar durante tres días a la sombra de la torre sin abandonarla nunca. Por último -y Stillman se extendía mucho sobre esto- se creía que quien miraba las ruinas de la torre olvidaba todo lo que sabía.
Quinn no era capaz de ver qué tenía que ver todo aquello con el Nuevo Mundo. Pero entonces empezaba un capítulo nuevo y de repente Stillman se ponía a comentar la vida de Henry Dark, un clérigo de Boston que había nacido en Londres en 1649 (el día de la ejecución de Carlos I), fue a América en 1675 y murió en un incendio en Cambridge, Massachusetts, en 1691.
Según Stillman, cuando era joven, Henry Dark había sido secretario particular de John Milton, desde 1669 hasta la muerte del poeta cinco años más tarde. Esto era una novedad para Quinn, porque le parecía recordar haber leído en alguna parte que cuando Milton se quedó ciego le dictaba su obra a una de sus hijas. Se enteró de que Dark era un fervoroso puritano, estudiante de teología y devoto seguidor de la obra de Milton. Conoció a su héroe una tarde en una pequeña reunión y éste le invitó a hacerle una visita la semana siguiente. Eso llevó a nuevas visitas, hasta que finalmente Milton empezó a encomendarle a Dark diversas tareas: tomar dictados, guiarle por las calles de Londres, leerle las obras de los antiguos. En una carta que Dark le escribió en 1672 a su hermana a Boston mencionaba largas conversaciones con Milton sobre los puntos más delicados de la exégesis bíblica. Luego Milton murió y Dark quedó desconsolado. Seis meses más tarde, pensando que Inglaterra era un desierto, una tierra que no le ofrecía nada, decidió emigrar a América. Llegó a Boston en el verano de 1675.
Poco se sabía de sus primeros años en el Nuevo Mundo. Stillman especulaba que tal vez había viajado hacia el Oeste, adentrándose en territorios inexplorados, pero no pudo encontrar pruebas concretas que respaldaran su hipótesis. Por otra parte, ciertas referencias a los escritos de Dark indican un conocimiento profundo de las costumbres de los indios, lo cual lleva a Stillman a teorizar que quizá Dark vivió con una de las tribus durante algún tiempo. Sea como fuere, no hay ninguna mención pública de Dark hasta 1682, cuando su nombre se inscribe en el registro de matrimonios de Boston por haber tomado como esposa a una tal Lucy Fitts. Dos años más tarde aparece encabezando la lista de una pequeña congregación puritana en las afueras de la ciudad. La pareja tuvo varios hijos, pero todos ellos murieron en la primera infancia. No obstante, un hijo de nombre John, nacido en 1686, sobrevivió. Pero se sabe que el niño pereció en 1691 al caer accidentalmente desde una ventana del segundo piso. Justo un mes más tarde toda la casa ardió y tanto Dark como su esposa murieron en el incendio.
Henry Dark habría pasado a la oscuridad de los primeros tiempos de la vida americana de no ser por una cosa: la publicación en 1690 de un panfleto titulado La nueva Babel. Según Stillman, esta obrita de sesenta y cuatro páginas era el relato más visionario del nuevo continente escrito hasta entonces. Si Dark no hubiera muerto tan poco tiempo después de su aparición, su efecto sin duda habría sido mayor. Porque, al parecer, la mayor parte de los ejemplares del panfleto fueron destruidos en el incendio que mató a Dark. Stillman había podido descubrir sólo uno, y ello por casualidad, en el desván de la casa de su familia en Cambridge. Tras años de diligente búsqueda, había llegado a la conclusión de que aquél era el único ejemplar que existía aún.
La nueva Babel, escrito en vigorosa prosa miltoniana, proponía la construcción del paraíso en América. Al contrario que otros autores sobre el tema, Dark no suponía que el paraíso fuera un lugar que pudiera descubrirse. No había mapas que pudieran llevar al hombre hasta allí, ni instrumentos de navegación que pudieran guiar al hombre hasta sus costas. Más bien, su existencia estaba inmanente dentro del hombre mismo: la idea de un más allá que él pudiera crear algún día en el aquí y ahora. Porque la utopía no estaba en ninguna parte, ni siquiera, como explicaba Dark, en su “verbo”. Y el hombre lograría crear ese lugar soñado únicamente construyéndolo con sus propias manos.
Dark basaba sus conclusiones en la lectura de la historia de Babel como una obra profética. Inspirándose fuertemente en la interpretación de Milton de la caída, seguía a su maestro en el hecho de atribuir una desmedida importancia al papel del lenguaje. Pero llevaba las ideas del poeta un paso más lejos. Si la caída del hombre entrañaba también la caída del lenguaje, ¿no era lógico suponer que sería posible deshacer la caída, invertir sus efectos, deshaciendo la caída del lenguaje, esforzándose por recrear el lenguaje que se hablaba en el Edén? Si el hombre podía aprender ese lenguaje original de la inocencia, ¿no se seguía de ello que recobraría un estado de inocencia dentro de sí? Bastaba con mirar el ejemplo de Cristo, argumentaba Dark, para comprender que eso era así. Porque ¿acaso no era Cristo un hombre, una criatura de carne y hueso? ¿Y no hablaba Cristo ese lenguaje anterior al pecado original? En El paraíso recobrado de Milton, Satanás habla con “engaño de doble sentido”, mientras que, en el caso de Cristo, sus “acciones con sus palabras concuerdan, sus palabras / a su gran corazón dan la expresión debida, su corazón / contiene de bondad, sabiduría, justicia, la forma perfecta”. ¿Y no había Dios “enviado ahora a su Oráculo viviente / al mundo para enseñar su última voluntad, / y envía su Espíritu de la Verdad a morar en lo porvenir / en los corazones píos, un Oráculo interior / indispensable para que yo conozca toda Verdad”? Y, gracias a Cristo, ¿no tuvo la caída un feliz resultado, no fue una felix culpa, como afirma la doctrina? Por lo tanto, argüía Dark, ciertamente sería posible que el hombre hablase el lenguaje original de la inocencia y recobrase, completa e intacta, la verdad dentro de sí.
Volviendo a la historia de Babel, Dark elaboraba luego su plan y anunciaba su visión de las cosas por venir. Citando el segundo versículo del Génesis 11 -”Y sucedió que mientras viajaban desde el este encontraron una llanura en la tierra de Sennaar y moraron allí”-, Dark afirmaba que este pasaje demostraba el movimiento hacia el Oeste de la vida y la civilización humanas. Porque la ciudad de Babel -o Babilonia- estaba situada en Mesopotamia, muy al este de la tierra de los hebreos. Si Babel se encontraba al Oeste de algo, era del Edén, el solar originario de la humanidad. El deber del hombre de esparcirse por toda la tierra -obedeciendo el mandato de Dios de “creced... y llenad la tierra”- inevitablemente seguiría un curso occidental. ¿Y qué tierra más occidental en toda la cristiandad, se preguntaba Dark, que América? El movimiento de los colonos ingleses hacia el Nuevo Mundo, por lo tanto, podría interpretarse como el cumplimiento del antiguo mandamiento. América era el último paso en ese proceso. Una vez que el continente se hubiera llenado, habría llegado el momento para un cambio en la fortuna de la humanidad. El impedimento de la construcción de Babel -que el hombre debía llenar la tierra- habría quedado eliminado. En ese momento sería posible de nuevo que toda la tierra tuviera una sola lengua y una sola habla. Y si eso sucedía, el paraíso no estaría lejos.
Al igual que Babel había sido construida trescientos cuarenta años después del Diluvio, el mandamiento se cumpliría, predecía Dark, exactamente trescientos cuarenta años después de la llegada del Mayflower a Plymouth. Porque ciertamente serían los puritanos, el recién elegido pueblo de Dios, quienes tendrían en sus manos el destino de la humanidad. Al contrario que los hebreos, que le habían fallado a Dios al negarse a aceptar a su hijo, aquellos ingleses trasplantados escribirían el último capítulo de la historia antes de que el cielo y la tierra se uniesen al fin. Como Noé en su arca, habían viajado por el vasto océano para llevar a cabo su sagrada misión.
Trescientos cuarenta años, según los cálculos de Dark, significaba que en 1960 la primera parte de la tarea de los colonos habría concluido. En ese momento, se habrían puesto los cimientos para la verdadera obra que habría de seguir: la construcción de la nueva Babel. Él ya veía, escribía Dark, signos esperanzadores en la ciudad de Boston, porque allí, como en ninguna otra parte del mundo, el principal material de construcción era el ladrillo, que, como se especifica en el versículo 3 del Génesis 11, era el material de construcción de Babel. En el año 1960, afirmaba confiado, la nueva Babel comenzaría a subir, su misma forma aspirando a alcanzar los cielos, un símbolo de la resurrección del espíritu humano. La historia se escribiría en sentido inverso. Lo que había caído se levantaría. Lo que se había roto volvería a estar entero. Una vez terminada, la torre sería lo bastante grande como para albergar a todos los habitantes del Nuevo Mundo. Habría una habitación para cada persona y una vez que entraran en esa habitación olvidarían todo lo que sabían. Al cabo de cuarenta días y cuarenta noches saldrían convertidos en hombres nuevos, hablando el lenguaje de Dios, dispuestos a habitar el segundo y eterno paraíso.
Así acababa la sinopsis que hacía Stillman del panfleto de Henry Dark, fechado el veinte de diciembre de 1690, el septuagésimo aniversario del desembarco del Mayflower.
Quinn dio un pequeño suspiro y cerró el libro. La sala de lecturas estaba vacía. Se inclinó hacia adelante, puso la cabeza entre las manos y cerró los ojos.
-Mil novecientos sesenta -dijo en voz alta.
Trató de evocar una imagen de Henry Dark, pero no lo consiguió. En su mente sólo veía un incendio, una hoguera de libros ardiendo. Luego, perdiendo el hilo de sus pensamientos, se acordó repentinamente de que 1960 era el año en que Stillman encerró a su hijo.
Abrió el cuaderno rojo y lo colocó sobre su regazo. Justo cuando estaba a punto de escribir en él, sin embargo, decidió que ya había tenido suficiente. Cerró el cuaderno rojo, se levantó del sillón y devolvió el libro de Stillman en el mostrador de la entrada. Encendiendo un cigarrillo al pie de la escalera, abandonó la biblioteca y se perdió en la tarde de mayo.
Paul Auster. Ciudad de cristal. Traducción de Maribel de Juan. Editorial Anagrama.

lunes, 24 de agosto de 2015

Pnin. Vladimir Nabokov




Pnin es un emigrante ruso, un extranjero en Estados Unidos, un profesor sin alumnos que intenta sobrevivir en un entorno nuevo y desconocido, un hombre torpe que no domina el inglés y confunde palabras y alarga letras, que sufre pequeñas alteraciones cardíacas que le llevan a recordar su infancia y su vida antes de los constantes viajes o convocan ausencias y muertos, y que aún sigue enamorado de su ex-mujer, alguien siempre al margen, testigo de vidas ajenas, de reglas desconocidas, de aparatos eléctricos que parecen revelarse, un desarraigado que asiste atónito a las escaramuzas entre profesores universitarios y a los cócteles tan extraños y diferentes a los rusos a parisinos, un hombre que vive entre fronteras y que intenta adaptarse a esa indefinición.

El primer capítulo de Pnin promete un libro inteligente y divertido, la presentación de Pnin, un emigrante ruso despistado que va en un tren equivocado hacia una conferencia. Pnin es optimista y cuadriculado, un hombre extraño en un nuevo país que deja atrás las convenciones de la burguesía del viejo mundo para darse baños de sol y llevar camisetas y pantalones holgados, un profesor de ruso con media docena de alumnos y un humor que sólo él entiende, una figura extraña que imitar y ridiculizar en los cócteles.


¿Cómo podríamos diagnosticar su triste caso? Pnin, habría sobre todo que subrayar,  era lo menos parecido a esa bonachona vulgaridad alemana que se conocía durante el siglo pasado con el calificativo de der zerstreute Professor. Por el contrario, era un hombre exageradamente cauteloso, exageradamente en guardia ante las trampas diabólicas, exagerada y dolorosamente alerta ante la posibilidad de que  su excéntrico medioambiente (la imprevisible América) le indujera mediante engaños a incurrir en cualquier tipo de descuido. Era el mundo el que andaba siempre despistado, y a Pnin le correspondía la misión de enderezarlo. Su vida era una lucha constante con insensatos objetos que se rompían, o que le atacaban, o que se negaban a funcionar, o que se perdían maliciosamente en cuanto entraban en la esfera de su existencia. Su torpeza manual alcanzaba extremos infrecuentes; pero como sabía manufacturar en un abrir y cerrar de ojos una armónica de una sola nota con una vaina de guisante, hacer que una piedra plana rebotara diez veces en la superficie de un estanque, formar con sus nudillos la sombra chinesca de un conejo (con su parpadeante ojo incluido), y hacer algunas otras inocentes gracias de esas que los rusos llevan ocultas en la manga, creía poseer un considerable grado de habilidad manual y mecánica. Los artilugios modernos le hechizaban, provocándole una curiosa forma de deslumbrado y supersticioso placer. Le encantaban los aparatos eléctricos. Los plásticos le hacían levitar. Sentía una profunda admiración por las cremalleras. Pero el reloj que enchufaba devotamente por la noche le echaba a perder sus mañanas cada vez que una tormenta nocturna paralizaba la central eléctrica de la zona. La montura de sus gafas se le partían por la mitad, dejándole con u par de piezas idénticas que él trataba de unir con la esperanza, quizá, de que algún prodigio de restauración orgánica acudiera en su ayuda. La cremallera que mayor importancia tiene para los caballeros solía estropeársele y abrírsele desconcertadamente en la pesadilla de ciertos momentos de desesperada prisa.


A partir de ese primer capítulo, el libro va a trompicones, los capítulos se suceden como relatos cortos, las andanzas quijotescas de Pnin en la universidad y en sus diferentes habitaciones alquiladas, los recuerdos de París y el encuentro con una mujer que le convierte en una especie de pelele, un enamorado eterno, las reuniones con otros rusos emigrados que destilan melancolía y humor, las visiones de su pasado que le traen imágenes entre la realidad y el sueño (la imagen de una ardilla que se repite a lo largo del libro, una ardilla que aparece en un cuadro de una de sus visiones de infancia y que reaparecerá a su alrededor una y otra vez), la soledad y las pequeñas ciudades del nuevo mundo. La escritura de Nabokov es, a veces voluptuosa, a veces densa y aburrida.

Lo mejor de Pnin es la extrañeza de un emigrante en un nuevo mundo, su intento de integrarse en un país desconocido, la nostalgia de un pasado en París y un amor idiota hacia una mujer que lo empequeñece. En el último capítulo el narrador se da a conocer. Durante la novela, el narrador habla de las andanzas de Pnin, sus clases y su metódica vida. Y es en ese último capítulo donde parece desplomarse la voz del narrador, donde que hemos asistido a una vida en la frontera entre la invención y la realidad. Pnin fue una lectura irregular, algún buen momento aislado entre capítulos aburridos.






No sé si alguien ha subrayado alguna vez antes de ahora que una de las principales características de la vida es su aislamiento. Si no tenemos una película de carne que nos envuelva, morimos. El ser humano existe sólo en la medida en que está separado de lo que nos rodea. El cráneo es el casco del viajero espacial. El que sale de él, perece. La muerte es desnudamiento; la muerte es comunión. Puede que mezclarse con el paisaje sea maravilloso, pero hacerlo supone el punto final para nuestro tierno yo. La sensación que experimentó el pobre Pnin era muy parecida a ese desnudamiento, a esa comunión.
Vladimir Nabokov. Pnin. Traducción de Enrique Murillo. Editorial Anagrama.